El gato que se asoleaba en la rama del pirul fue el único testigo. Aunque de poco servirá que el felino haya visto todo, jamás nos podrá decir lo que en realidad sucedió. Si no se tratase de los personajes involucrados, es posible que nada de esto hubiese salido a la luz, pero las celebridades llaman la atención y es imposible parar las versiones de la verdad que lo único que lograron fue alejar la certeza.

Emilia era una estudiante de arquitectura, joven de tez tan oscura que recordaba el tronco de un nogal. Su piel brillaba. Era de un marrón rojizo que hacía resaltar la redondez de sus formas. La cabeza, circular y grande con frente ligeramente abombada. La nariz chata y muy ancha, los ojos oscuros, labios muy gruesos, pelo oscuro y rizado, piernas largas. Emilia era alta y estaba enamorada —si es que eso era amor— de Hile Visible, el famoso pintor que trabajó con Eero Saarinen en los diseños para el aeropuerto de Dulles, el arco de St. Louis y otros monumentos modernistas tardíos. Un verdadero ícono del arte contemporaneo y, como todos ellos, un bicho más raro que una libélula de alas rojas.

Emilia se adhirió al maestro como una ventosa pegajosa desde que lo conoció en la Universidad de Martinello, cuando el famoso pintor fue el orador principal de la semana de arquitectura. No se le despegó en la comida de honor, lo siguió al brindis celebratorio y no se soltó de su brazo por ningún motivo. Logró entrar a su habitación en el lujoso hotel que el director de la carrera le reservó, aprovechándose de que él había quedado casi inconsciente por haber bebido en exceso. Al despertar, el pintor no pudo más que apegarse a las circunstancias y dejarse llevar. Al finalizar la estancia de Hile Visible en Martinello, ambos creyeron que sería buena idea seguir lo que empezaron, y Emilia se fue con él a vivir a su estudio en las afueras de Detroit.

El enamoramiento de Emilia era real, en la medida que el pintor le aseguró una comodidad que ella no había conocido en los días de su vida, y le bastaba cerrar los ojos para desestimar la diferencia de edades. ¿No dicen que veinte años no es nada? El maestro era creativo y generoso, aunque callado y excéntrico. Así son los artistas, y él no era la excepción: un hombre que vivía en disonancia con su entorno para poder crear. Por su parte, Hile Visible estaba harto de vivir sólo. Había entrado en una de esas etapas de melancolía en las que la soledad le pesaba. Y, también, estaba enamorado. Enamorado, pero no de Emilia, de un recuerdo. Claro, si es que eso se puede llamar amor. Lo de Emilia fue otra cosa, nunca alcanzó estatura.

El amor que le prendía el corazón sucedió en los años en los que Hile Visible no era una celebridad, sino un hombre con nombres y apellidos comunes, de esos que se repiten muchas veces en los antiguos directorios telefónicos. Era un hombre promedio: ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni hermoso pero tampoco horroroso, y ella — su ella— era una tapatía pequeña, de ojos vivarachos, conversación inteligente, de olor a hierbabuena y romero y un plan de vida ambicioso. La Tapatía era una mujer con un aura brillante. ¿Por qué estuvieron juntos? No sabría precisarlo, pero que había desigualdad, sí que la había. Ella provenía de una familia de ricos en Guadalajara, y él era un becario que tenía que partirse el alma estudiando ya que, si perdía la beca, adiós título universitario. Él no tenía dinero para invitarla a salir, y ella solía decirle: ése no es un problema, pinta y llegará el día en que tu arte te de riqueza a raudales.

Tuvo razón, pero ella nunca lo vio triunfar. Al finalizar la carrera, ella se volvió a Guadalajara. De nada sirvieron las veces que le propuso matrimonio, las que viajó a México para decirle que no podía vivir sin ella. La Tapatía, que le exigía que confiara en su arte, no le tuvo confianza. Rogó y rogó, pero jamás la consiguió. Y, en un principio, la depresión que le causó la ruptura de corazón fue el patrón que le dio fuerza para crear. Ella misma solía decir que muchas veces el arte brota con más potencia cuando sale de las heridas. También dijo que la distancia es el olvido. En lo primero tuvo razón, en lo segundo no. Lloraba sobre sus lienzos y se quitaba las lágrimas con los trapos sucios que usaba para limpiarse al pintar.

El hecho de que Hile Visible se mantuviera fiel a ese amor — si es que eso es amor— no quiere decir que no se hubiese relacionado con otras mujeres. Sin embargo, el común denominador por el cual terminaban sus relaciones era porque ellas acababan hartas de oírlo hablar de la Tapatía. Cuando no tenía compromisos, se dedicaba a pintarla. La serie de acuarelas. Tapatía era una interminable colección de repeticiones sobre el mismo tema: ella, ella y siempre ella.

Las mujeres que se relacionaban sentimentalmente con Hile Visible sí que eran pacientes, lo incorporaban a la cotidianidad; otras lo mandaban a volar antes, pero tarde o temprano siempre era igual. Ellas salían por la puerta, y él se refugiaba en su estudio para volver a pintar sus encargos, o a su Tapatía. Siempre la pintaba con detalles en rojo. Sus trapos eran baratillos de lágrimas, mocos, y pátina roja. Esa colección era su manía más acariciada. Siempre que quisieron comprar alguno de esos cuadros, Hile Visible se negó. Todo lo que pintaba se vendía por precios descomunales. Los expertos creyeron que el día que se animara a vender una de sus Tapatías, se romperían récords históricos en el arte. Muchos expertos opinaban que lo de sus Tapatías era una estrategia para inflar los precios.

En el fondo, esa necesidad de fama y éxito era porque albergaba la fantasía de que ella vería sus cuadros, admiraría su éxito y se arrepentiría de haberlo dejado. Siempre creyó que, algún día, ella tocaría el timbre de la puerta con maletas en la mano para quedarse con él y nunca más dejarlo. Por eso, siempre conservó el mismo estudio en las afueras de Detroit, que su Tapatía había conocido. Claro, el timbre jamás sonó. En el amor no hay equilibrios. Está quien quiere más y se deja querer, y está el otro. La única vez que Hile Visible tuvo el desbalance en su contra, fue antes de ser famoso, cuando era un estudiante de nombre común y apellido repetido. Fue cuando le dio el corazón a la Tapatía. Todas las demás veces, él era el adorado.

Entablaba relaciones por razones curiosas: por la simetría de los rostros, por lo ingenioso de las conversaciones, por lo profundo de sus miradas. Amaba mal o no amaba del todo. Con Emilia fue distinto. Estaba enfadado de estar solo y, más que una elección, fue dejar fluir. Pero las diferencias pesan. Pesan más, cuando son de amor. El amor tiene garras filosas y profundas.

Lo de darle dinero a Emilia al principio lo sorprendió, y luego lo normalizó. Pero esa falta de autonomía lo desquiciaba. Ella no sabía moverse en Detroit y no quiso aprender. Abandonó los estudios, se rehusó a trabajar o hacer ejercicio o interesarse en algo más que no fuera comer bombones. Quería que Hile Visible la llevara a todos lados, que la acompañara todo el tiempo y que no se despegara de ella. Y, tal vez, eso lo hubiese podido dispensar, pero los celos eran una cosa tremenda, dura de sobrellevar, en especial para una persona tan admirada y admirada como el maestro. Emilia fue de menos a más, eran berrinches, llantos, gritos, lágrimas y reconciliaciones apasionadas. Lo desgastaba y le quitaba la energía para pintar.

El día que el gato se asoleaba en la rama del pirul, la mañana había amanecido turbulenta. Hile Visible estaba nostálgico y Emilia gritona. Para no seguir discutiendo, él entró a su estudio y empezó a pintar otra versión de la Tapatía. Ella abrió la puerta a porrazos. El gato podía ver como se elevaban los brazos y los gestos adquirían intensidad. El maestro tenía las manos llenas de pintura bermellón. Ella tomó la navaja que el maestro tenía entre sus materiales y rasgó la cara sin terminar de la última versión de la Tapatía. El pintor gritó. Emilia gritó. El gato lo vio todo. El maestro salió de la casa, limpiándose las manos entintadas con el trapo sucio. La bata tan blanca lucía manchas y lamparones escarlata. Subió a su coche y en un arrancón desapareció de la calle. El gato fijó su mirada en la ventana luego de que el auto se perdiera en el horizonte. Pocos días después, reventó el escándalo. La encontraron tirada en el suelo y con los ojos fijos en la Tapatía rasgada.

Dicen que fue Emilia la que lo decidió. Otros dicen que fue el maestro quien tomó esa decisión. La policía de Detroit se inclinó por la primera opción. Hile Visible no fue a los funerales de Emilia. Vendió su estudio y se mudó a Francia en busca de una nueva y serena integración de la arquitectura moderna y la ciencia e ingeniería modernas. Su decisión se interpretó como una escapada. Una escapada artística, desde luego. Su vida en las afueras de la capital francesa no fue necesariamente prospera, aunque sí fructífera. Pintó muchísimo. No vendió un sólo cuadro. Se aisló. Dejó de participar en exposiciones.

Los rumores dicen que se lo involucró en el crimen, aunque nunca se ha sabido nada a ciencia cierta. Se deprimió. Intentó suicidarse. Lo internaron y fue un secreto que corrió de boca en boca. Volvió a pintar después de ser dado de alta por su psiquiatra. Ya no pinta Tapatías. Son rumores, claro. Lo cierto es que por fin vendió las acuarelas de la Tapatía y, claro, alcanzaron precios que rompieron récords internacionales. Las celebridades llaman la atención y es imposible parar las versiones de la verdad que lo único que logran es alejar la certeza.

Menos mal que el único testigo es discreto.