Dolores me llamaba por teléfono todos los días, más bien todas las noches, a las 10h. en punto durante más de tres años, todas las noches; hablábamos de esto y de aquello -cosas sin importancia- así llenaba sus largas horas. Yo solamente telefoneo cuando tengo algo importante que decir, sin embargo a ella le "gusta oír mi voz cada día", me susurró mejilla con mejilla. Me escribió que le gustaba oír mi voz siempre, de día y de noche, a cualquier hora, incluso de madrugada; "Mi teléfono está disponible siempre para escucharte", me escribió por WhatsApp.
Una noche no me llamó a finales de octubre, tampoco la siguiente; su conducta me extrañó. Dormí inquieto. Creo que soñé. Me desperté pensando en ella: sus largos cabellos ondulados, su sonrisa, su piel morena, sus curvas bien puestas, su dulce voz. El día amaneció nublado. Por la mañana yo seguí mi rutina de todos los días: bajé al bar de la esquina, desayuné café con leche y un bocadillo de jamón ibérico untado con pan y tomate, una pizca de sal y aceite de oliva. En la TV daban las noticias: la guerra, el Gobierno de vacaciones, todo está muy mal, fatal, algún cotilleo y deportes: la misma música de siempre. Hojeando el periódico encontré su nombre escrito con letras grandes en la página de esquelas mortuorias "Dolores Fuertes de Barriga". Anunciaba la hora y el lugar del sepelio: el 31 de octubre -hoy- a las 12h en el Cementerio de Montjuich en Barcelona.
Corrí puntual al recinto sacramental con la idea de preguntarle, reclamarle, el por qué de esas dos noches callada. El cementerio de Montjuich ocupa toda la ladera de la montaña, da la bienvenida a quienes llegan a Barcelona por mar. Es una ciudad inmensamente grande, una ciudad de los muertos con iglesias, banderas y autobuses de color rojo que transportan a los visitantes depositándolos en las paradas señalizadas.
Caminé por anchas avenidas y calles arboladas con altos cipreses, entre tumbas monumentales decoradas con ángeles y cruces talladas en piedra, subí por estrechas escaleras con nichos amontonados, y muchas coronas secas. Acompañado por un silencio sepulcral, atento a mi celular agarrado en la mano derecha por si ella se dignaba a decirme algo. Llovía. Otros cortejos fúnebres traían al futuro residente y a sus amigos. El lugar parece un remanso de paz, de felicidad; los habitantes aparentan vivir en la gloria porque ninguno ha vuelto para quejarse. Los ahora residentes, médicos, abogados, albañiles, cocineras, arquitectos, los cobradores de morosos, que depositaron allí sus huesos ¿cómo vivirán allí? ¿en qué llenarán su tiempo? ¿y las chicas de vida alegre? ¿y los matones y los pistoleros? Algún día un escritor nos enviará sus experiencias.
Cerré los ojos para escuchar. Un murmullo, una letanía, se oía lejos. Me acerqué respetuoso. Una docena de hombres vestidos de negro y las mujeres de oscuro hacía cerco cerrado mirando hacia abajo; ramos de rosas blancas adornaban el ataúd hecho con madera de castaño envejecido. Gotas de lluvia saltaban sobre los paraguas abiertos: tin, tin, tin... Dos sepultureros cavaban la fosa mecánicamente, ajenos al drama que se vivía afuera. Delante de tanta gente no me atreví a llamarla, me daba pánico que sonara su teléfono móvil en medio de la ceremonia y con tantos conocidos alrededor.
—¿Me oyes?¿Dónde estás, amor? —le habría dicho.
Pienso que ella sí notó mi presencia; quizá todas aquellas personas, amigos y familiares no supieran nada de lo nuestro, por eso no se atrevió a dirigirme la palabra. Los enterradores, muy hábiles, bajaron la caja despacio con dos cuerdas. Desde arriba la veo descender hacia el fondo mientras algunas flores blancas se quedan por el camino untadas en barro. huele a tierra mojad. Sonaba un réquiem.
—¿Me oye?¿Dónde está? —me dije.
Me retiré discretamente, con apenas un saludo moviendo los dedos de la mano izquierda hacia su ataúd, fue un "hasta luego". Esperé inquieto toda la noche a que ella me dijera algo: no me llamó ni la noche de su entierro ni la siguiente. Luego de tres noches esperando, sin saber de ella, sin recibir noticias suyas, angustiado, marqué su número y esperé a que respondiera, a que me ofreciera disculpas por ese abandono repentino, y también para que me explicara cómo era la vida en el más allá. Un tiempo después le telefoneé en diferentes días y a diferentes horas, le escribí dos WhatsApp: nunca respondió.
No me ha enviado ni un saludo, ni una postal, ni siquiera una llamada perdida, ninguna señal de vida: silencio absoluto. Ya pasaron tres semanas sin decirme nada. Me siento dolido, abandonado, estoy muy triste. Después de nuestra larga amistad, de tantas noches hablando a distancia, de tantas conversaciones a la luz de la luna, de aquellos exóticos viajes juntos, de aquellos amaneceres en la playa escasos de ropa, no está bien que se esconda, que ella desaparezca así de repente, sin decir ni "adiós". ¿Ha conocido a otro? ¿Encontró pareja? No entiendo nada. Me buscaré otra compañía.