Antes de caer en la cuenta de lo que le sucede y en un instante, la vista se le nubla. En esa oscuridad tan particular, ve la proyección de su vida entera correr ante ella a gran velocidad, como si la estuviera viendo en una pantalla de cine de gran formato. Las imágenes desgarran el negro de la penumbra y corre una especie de video vertiginoso que rompe las barreras del tiempo. Se muestran imágenes más o menos lejanas, como si una cámara hubiera captado todas esas escenas para transmitirlas en ese momento.
Escucha el primer grito que emitió al llegar a este mundo, degusta el calostro con el que su madre sació el hambre que sentía al estar recién nacida, siente el contraste entre el calor del vientre y el frío de la sala de expulsión y así, contempla la sucesión de sus días y eventos hasta ese preciso momento en el que salió volando por los aires.
Las imágenes parecen equívocas y confusas, pero está claro que no se trata de una proyección cinematográfica clásica, sino de la difusión de las vivencias por algún tipo de ondas electromagnéticas especiales y únicas. La emisión lleva congénito el propósito superior de mostrar los verdaderos archivos de una vida. Es algo así como una despedida.
Escucha una especie de zumbido de abejas electromagnéticas. Se ve en el cuarto soleado de la casa en la que vivieron cuando era niña, se ve vestida de Primera Comunión, siente el abrazo de la abuela, escucha el grito de “¡Bajen a comer!” de su mamá, se asusta con la mancha tan roja en su ropa interior y descansa al saber lo que eso significa. Le vuelve el gusto de probar la gelatina de nuez que le hacía su nana, su postre favorito. Se ve entrando por primera vez a la universidad y se siente como perro café mojado al traspasar el umbral del aula para tomar su primera clase.
Antes de sentir el impacto del parachoques del auto que la lanzó al cielo, se escucha a sí misma gritarle a su mamá que no quiere ser madre y que si 20 veces se embarazara, las mismas 20 tomaría la misma decisión. Se lo dijo a voz en cuello y cruzó la calle sin mirar a ambos lados. Cuidado. Las imágenes se transforman: dejan de ser formas puntuales y se vuelven apariencias, dobles artificiales, fantasmas absolutos, realidad simulada. “Cuidado” fue la última palabra que percibió en ese tono maternal de advertencia que tanto le molesta, pero Mariana no le hizo caso. Para ella no valían otras razones que las del aquí y ahora, ni tenía intención de mirar al futuro más que para llevar a cabo su plan de liberación.
Claro, en sus planes no estaba toparse con una mujer acelerada de las que aseguran con suficiencia que pueden hacer muchas cosas al mismo tiempo porque tienen la habilidad de tomar café, ver la pantalla de su teléfono, maquillarse y manejar a la vez. Por supuesto, Mariana no tenía previsto que Gloria estuviera enviando un mensaje de texto al momento en el que ella cruzaba la calle y que, por eso, ni siquiera amortiguara el impacto pisando el freno. Por fortuna, no iba muy rápido, pero un impacto a ochenta kilómetros por hora es destructivo. Mientras vuela por los aires, se le salen los zapatos, se desploma el teléfono y todas sus cosas se estrellan contra el suelo. Grita ella y grita la madre, que se lleva las manos al corazón.
Gloria se sorprende. No entiende lo que pasa. El café la quema al derramarse sobre su blusa tan blanca. Eleva la mirada para ver cómo el vidrio del parabrisas se estrella por el golpazo de un objeto no identificado que se sube al cofre del auto y luego sale disparado por los aires.
El aparato celular cae entre los asientos delanteros. El mensaje es lo de menos, el pinta labios le deja una raya desde la comisura de la boca hasta el lóbulo de la oreja, la mancha de café le ensucia la camisa y el pantalón. Frena, respira hondo y luego se lo piensa mejor y acelera para pasarse el alto que marca el semáforo con una luz roja tan intensa que le saca lágrimas. Cae en un juego de espejos donde se proyectan cinco Glorias que son la misma. ¡Huye! ¡Ten conciencia! ¡Corre! ¿Qué te pasa? ¡Responde por tus actos! ¡Detente! ¡No te detengas! ¡Desaparécete!
Minutos antes de que la gente de la farmacia de la esquina, de la papelería de enfrente y del puesto ambulante que vende café, atole y tamales cada mañana rodeen su cuerpo inmóvil en el pavimento, Mariana recuerda la cara de Roberto, un hombre bueno y tonto al que no pudo amar; la de Elías, a quien amó tanto y solo quería ser su amigo; y la de Imanol, que siempre le dijo que al verla se le paraba el corazón y que no se moría por el regocijo de verla y tenerla con él.
Imanol y ella fueron la ecuación magnífica: cuerpos con el don de la ubicuidad y la invisibilidad, un exceso gozoso, deseos en movimiento. Fueron una intensidad inestable, una hipertrofia del acto de amar, un anhelo que debía ser satisfecho sí o sí, sin importar más nada. Se aturde con el sonido de dos mareas de amplitud máxima en el juego de centros de luz que brillan y se oscurecen al mismo tiempo. Tenerte. Tenerla.
Tenerla, sí, tenerla. Pero ella no lo tenía, lo compartía. Y, en medio de toda la emoción que le despertaba en el alma, siempre le quedaba la felicidad de verlo una vez más, la esperanza de mirar esa cara que era como un mapa de tierra ajena que ella conquistaba y vencía en cada encuentro.
Ella, una intrusa que se convierte en un doble inmortal en el que germina una vida. Ella, ante el desdoblamiento de su propia existencia. La incertidumbre de si habrá una próxima tarde en la que jugarán semidesnudos y en la que sus labios, siempre tan cerca unos de los otros, se beberán el aliento y lograrán ser uno mismo. Cada vez que Mariana se lo decía, Imanol le susurraba: “¡Qué joven eres!”, como si él tuviera 120 años. La brecha de edad es de apenas 19 años. Sí, 19 años, una esposa, un par de hijos de ese matrimonio, otro par que andan por ahí, y ahora este.
No, nunca fueron uno mismo. Y, como sucedió otras veces, un día Imanol se descuidó (o tal vez se trató de un tipo de violencia que se escapa y se escurre por una rendija para iniciar, otra vez, el naufragio) y dejó su teléfono sobre la mesa de noche. Una vez más, Rita encontró las fotografías que lo delataron. La imagen de una chica tan joven con cuerpo de niña le revolvieron el estómago.
Te lo dije. Te lo advertí. Te dije que ésta sería la definitiva, que no toleraría una más. Te juro que sólo fue un juego. Te prometo que esta es la última vez. Te aseguro que ya no me acuerdo de su nombre. Eres un pobre diablo.
Mariana recibió la llamada de Rita. No tuvo la astucia del buen militar que toma precauciones físicas y morales para su defensa. Esto se acabó. Supo de inmediato quién le hablaba. Estoy embarazada. Ese es tu problema, más te vale resolverlo. Vas sola.
Imanol hizo mutis. Ni respondió a sus llamadas. Dejó en visto todos sus mensajes, cortó contacto sin aviso y sin explicaciones, dando curso a su desaparición. Fue como si una ráfaga de viento se llevara la cama de flores que compartieron. Fue la derrota de una creación artificial. Era el vencimiento de la fragilidad. Era puro simulacro.
Mamá no se enteró de inmediato. Fueron los llantos a voz en cuello, los golpes de puño contra el muro de su habitación, los ojos inyectados y la nariz roja. Fueron las tantas veces que preguntó “¿Qué pasa?”, y el enfado de siempre contestar “Nada.” ¿Cómo que nada?
La cara de cera de su madre se aparece en ese video cinemático que se proyecta frente a sus ojos, son instantes. La expresión de asombro y la certeza de entender esa realidad tan concreta que se materializa toda en un segundo sin tener siquiera la oportunidad de pasarlo por el filtro de la comprensión profunda y tener que aferrarte a la intuición animal. Es una descarga eléctrica que ilumina las palabras impronunciables e ilegibles que son captadas por los sentidos de la vista y el tacto. Es lo que es.
Por encima de todo, hijita querida, sé fiel a ti misma y legítima, no permitas que el engaño se apodere de tus labios ni de tu ser. “Sé fiel a ti misma y legítima” era lo que escuchó de su madre desde que era una niña. Son las palabras que resuenan mientras mira el cielo azul cargado de nubes algodonadas, antes de siquiera sentir el dolor de las fracturas o de presagiar lo que dolerá el impacto contra el asfalto de la calle.
Mariana se siente tan sola, tan vacía, vuelta al revés. Es una bolsa de huesos rotos. Pude sentir y contar cada uno de sus órganos. En el punto de inflexión en el que deja de volar y empieza la caída, no nota la diferencia entre lo que existe y es real y lo que no. Gira en el eje de la eternidad rotativa. Cae en la cuenta de que va a morir. A morir dos veces: morirá ella y morirá la vida en ella. Una lágrima se desliza por el contorno de la nariz hasta llegar a la comisura de sus labios. Mira hacia arriba y se hace cargo del mucho cielo que hay allá en las alturas.
La película de su vida se detiene. No existe nada más que esas vidas que caen del cielo y se estrellarán contra el suelo. ¿Y si se abriera una oportunidad? Parece como si una ventana se abriera entre las nubes algodonadas. Mariana pide con el corazón y con fuerza: “¡Ayuda!”
Cae sobre un arbusto que la lanza al pavimento y la estrella en mitad de la calle. La gente la rodea. ¡Un médico! ¡Llamen una ambulancia! Voces, más voces. No la muevan. Cuidado, está embarazada. ¿Usted quién es? Soy su madre. ¿Qué pasó? La atropellaron. ¿Quién? Quién sabe, el conductor huyó. ¡Qué barbaridad! ¿Por qué llora, señora? ¿Yo?, por nada, por nada, responde la mujer despeinada con la blusa manchada de café. Tiene una raya de pintalabios que va desde la comisura de la boca hasta el lóbulo de la oreja. Gloria se cerciora de que la mujer está viva y corre lejos de la escena. Su auto está escondido en el garage de su casa a una cuadra de ahí. El ulular de la sirena de la ambulancia resuena a los lejos.