Madame Memoria es una gran y sutil fingidora.
(John Banville)
El azar que me asiste es científico. Si la línea que separa la realidad y la ficción es a veces laxa, ocurre además que este azar hace concurrir hechos que encajan con tanta exactitud como si hubieran sido piezas fabricadas a la vez.
Conocer en el mismo momento a los dos hombres más importantes de mi vida puede ser casualidad, puede ser suerte, puede ser una condena. En realidad, fue las tres cosas.
Año tras año, caminando por los vericuetos que me cercaban y me alejaban de ellos (para amarlos, para odiarlos, para tratar de ignorarlos), alguna vez me he preguntado por qué los encontré a la vez, por qué la vida no me permitió ordenar tanta pasión y tanto dolor. Por qué todo vino junto, todo fue junto.
Cualquier sospecha resulta inútil.
Lo repaso y caigo en la cuenta de que siempre acaba sonando de fondo Chopin. Sus Nocturnos. Tanto en las noches de euforia, como en las de llanto. También en mi intento de desaparición en esa neblinosa temporada varsoviana. Era el centenario de Chopin y Polonia estaba empapelada con su efigie y su música era la banda sonora de la vida cotidiana. Tanta belleza sensorial me permitía escatimar que también los polacos veneran a Juan Pablo II.
Y pájaros. Muchas veces hay pájaros en momentos raros. Y se me rompen los collares, de pronto, sin que haya hecho ningún movimiento brusco. Y me duele el riñón, me duele el miedo.
Me ha perturbado mucho que ambos resuciten periódicamente, en los momentos más inopinados. Cada uno a su manera. A veces juntos y a veces separados.
Uno siempre en forma de amor-odio, como corresponde al exquisito bipolar que siempre ha sido, y el otro en forma de regalo o de literatura.
Los he odiado tanto por reaparecer y me he querido escuchar sus carcajadas maledicentes y mezcladas, orquestadas ante mi perplejidad.
Me recuerdan, los muy desgraciados, el verso de Carlos Pardo que decía "¿cómo recuperar mi tiempo y malgastarlo?"
Hace trescientos millones de años, cuando los seres humanos comenzaron a mentir, su cerebro se expandió y evolucionó.
Lo que más miedo me da es olvidar el tono y los gestos de mi abuela, pensar en que las fotos mentales que yo guardo se puedan traspapelar. Los veranos eternos a su lado que me dieron la poca seguridad que me asiste.
Su belleza. Debo recordar siempre quién fui con ella, quién fue ella para mí.
Cuando la lloraba, el poeta siempre me decía que una sociedad que ya no puede enterrar a sus muertos con las manos es demasiado bárbara. Suena a pensamiento extrañamente melancólico, pero me lleva hacia lo más importante; que nuestros vivos son gracias a nuestros muertos. A esa idea de los antepasados futuros.
El vencejo pasa nueve meses sin posarse. Duerme en vuelo. Libertad agotadora.
Escuece un poco descubrir que jugar siempre en el precipicio es lo que me hace estar viva. Caer para subir, subir para caer.
Me gustan los adjetivos y supongo que también la histeria.
En la dicotomía memoria-ficción me pierdo o me confundo ahora que casi toda la ficción parece basada en la memoria. Ahora que para mí toda la literatura es biografía, no necesariamente auto, pero si una materia filtrada por la propia mirada. O por la propia piel. Es difícil reconstruir las voces.
“¿Un momento de felicidad es sentir que la puerta esté bien cerrada?” se preguntaba Jorge Guillén.
Si el enamoramiento es una opiácea sensación química y una imparable rueda de sustituciones, entonces debo funcionar como cualquier yonqui pero sabiendo que esta droga no mata (o no formalmente) y los dientes no se caen. Incluso puede ocurrir que en algunos momentos esta droga me embellezca.
Es el bucle que sustituye constantemente el amor por el sexo, y luego por la fascinación y luego por algún placebo efectivo. Pero siempre en círculo, siempre en el eterno retorno que me dice que no hay salida.