El Antique warehouse

Anna dijo que sólo había una forma para ligarme a su hermano y esa era ir al Rave que estaba organizando en el Antique Warehouse. La invitación era difícil de conseguir, pero Anna, no sé cómo, pero lo logró. Consiguió dos boletos para Miró o un par de cervezas. Ir a la fiesta era mi oportunidad. No era mi mejor plan, porque esos intentos siempre me salen mal. No sólo porque mis papás jamás me dan permiso para salir sino porque siempre suelo quejarme de las colas, los turistas que se cuelan, las formas en las que te registran y la extraña sensación de que, en realidad, no son tan divertidas. Más bien, me resultan aburridas. Pero, por Diego, por un beso de Diego y de todo lo que pudiera pasar, estaba dispuesta a todo.

Pasé los días y las noches con insomnio haciendo tácticas para salirme de la casa sin que mis papás se enteraran, porque todas las que se me venían a la mente para hacerlo con permiso, terminaban en un fracaso total. Así que, para evitarme los sermones de mamá y los gritos de papá, suspiraba hondo y metía todo el aire a los pulmones para decretar con todas mis fuerzas que me iba a salir sin permiso y sin que se dieran cuenta. Regresaría a casa y ellos estarían roncando plácidamente. Sí, tener propósito es el primer paso para lograr el éxito, ya lo había decretado. ¿No le dice eso mi padre a sus empleados?

Vería a Anna directamente en el Antique Warehouse. Tomaría el autobús en la parada que está cerca de la casa y que para frente al antro. Ellos me regresarían a casa. O, con suerte, Anna se regresaría con alguien más para que Diego me trajera de vuelta y aprovecháramos la soledad del coche. Sentía que la suerte estaba de mi lado y que las nubes del malagüero se alejaban conforme se acercaba la fecha. Todo iba a salir bien. Todo estaba muy bien calculado.

Y, así como a toda capillita le llega su fiestecita, llegó el día. Era el momento de abandonar los planes y empezar con la ejecución. Esperé a que la casa estuviera en calma para empezarme a arreglar. Pasé un plumín de delineador líquido sobre los párpados para dibujar líneas de diseños tribales. Hice un delineado alargado para definir más la mirada, me puse unas pestañas postizas largas y unas cuantas piedritas en los pómulos. Me vestí como una princesa gótica. Acomodé todo en mi cuarto para que pareciera que estaba ahí dormida. Salté la ventana de mi habitación, salí caminando echa bolita para atravesar el jardín de la forma más disimulada posible y ya en la calle, corrí hasta la esquina. Al dar la vuelta, me detuve a recuperar la respiración y para acompasar el ritmo cardíaco. La calle estaba húmeda pues había llovido unas horas antes.

Era una noche tan silenciosa y solitaria que parecía que el ruido de las nubes al deslizarse por el cielo me llegaba hasta el fondo del cuerpo. Mi corazón se fue desacelerando. Lo sentí como una esponja que absorbe el agua del charco tan grande. El frío y la humedad del ambiente hacían que mis pies tiritaran y mis manos jalaban la falta tan cortita para taparme los muslos. No sé cómo logré correr tan rápido con esos tacones tan altos. Y tanta velocidad sirvió de poco, el autobús pasó frente a mí y por más señas que le hice, no se detuvo. Tendría que esperar media hora más a que llegara el siguiente.

Aunque era tarde, Don Cleto Cano, el del puesto ambulante de fruta, estaba recogiendo sus cosas y subiendo la penca de plátanos a la camioneta estaquitas que parecía pujar cada que le ponían algo sobre el lomo. Me entretuve mirando su ir y venir, cuando se iluminó la pantalla de mi teléfono. Era un mensaje de Anna: ¿Dónde estás, Natalia? Sigo esperando el autobús. Es tardísimo, apúrate si no, no nos van a dejar pasar. Toma un Uber y date prisa. No puedo tomar un Uber, mis papás me ubicarían de volada. Bueno, haz lo que sea, pero llega ya.

Sentí que me hormigueaba todo alrededor de la panza. Me asomaba a ver si ya venía el autobús y nada. Don Cleto Cano insinuó que tal vez, ya había pasado el último de la noche. Empecé a sudar, quería llorar. Tanto plan sirvió para nada. Sólo alcanzaba a pensar en la cara de Diego que se desdibujaba en el recuerdo. Y, justo en ese momento, como si hubiera caído del cielo, un auto se detuvo frente a la parada.

—¿A dónde vas?

—Voy al Antique Warehouse, a una fiesta.

—Estás de suerte, voy para allá. Si quieres te llevo.

Inspiré profundo, hice un rápido recorrido de opciones y, si quería llegar con Anna y Diego, esa era mi única posibilidad. Lo otro era regresar a casa e irme a dormir.

No me contesta

El último autobús de la ruta llega algo retrasado. Anna se acerca a ver bajar a los pasajeros. Natalia no bajó. Ya le había mandado siete mensajes y parecía que traía apagado el teléfono porque pintaba sólo una palomita y tardaba mucho en que se pintara la segunda. Ya tenía más de una hora sin estar en línea.

—Anna, ¿y Natalia? —a Diego ya se le está agotando la paciencia.

—No me contesta, ya le he mandado montones de mensajes y no responde.

—Se hace tarde, ya no la podemos seguir esperando. ¿Entramos?

—Me mata si no la esperamos.

—Ya estuvimos aquí mucho tiempo, a lo mejor no la dejaron venir o la cacharon saliéndose sin permiso. Lo que es seguro es que ya no va a llegar.

Anna eleva los hombros y suspira. Tiene un mal presentimiento, pero sabe que su hermano tiene razón. Entran al Antique Warehouse. La música está tan fuerte que no se puede escuchar otra cosa, mucho menos la campanilla de mensajes entrantes. Anna se desentiende de su teléfono y empieza a bailar con el grupo de amigos de su hermano. En las paredes y en el techo, las luces proyectan imágenes de Joan Miró, el artista catalán que pinta como reproduciendo dibujos de niños de preescolar. El lugar está a tope. Anna se olvida de todo y salta por la pista de baile sin parar.

Va al baño, porque el efecto de las cervezas no puede esperar más. Se escucha el retumbar de la música, pero con menor intensidad. Saca el teléfono del bolsillo. Tiene quince mensajes de Inés, la madre de Natalia. Todos dicen más o menos lo mismo. ¿Está Nati contigo? También hay un mensaje de Damaris, es una orden: ¡Márcame ya! Anna se preocupa, no quería que Damaris supiera que habían ido al Miró o un par de cervezas porque no la habían invitado. Ya le llamaría después. Pero, justo en ese suena el timbre del teléfono, era ella.

—Dama, oye yo…—quería darle una excusa de porque no la invitó. No pudo.

—Anna, ¿está Natalia contigo?

—No.

—La están buscando por todos lados y no la encuentran. Llaman a su teléfono y no contesta. No le contesta a nadie. Inés me ha marcado muchas veces. Ahora sí que la armaron gorda. Ya se formaron cuadrillas para buscarla. Mi papá les está ayudando a encontrarla. En serio, ¿está Nati contigo?

—No.

Anna cuelga la llamada y marca el teléfono de Natalia: no contesta.

Un coche verde

Es Inés la que se da cuenta de que Nati no está en su cuarto. Pasó a desearle buenas noches, como siempre lo hace. Como siempre, tiene que hacer de tripas corazón porque cada intento por aproximarse a su hija resulta en lo mismo, en malos modos rayanos en groserías que le rompen el corazón. Es la adolescencia, ya pasará, se dice y con paciencia recoge los pedacitos de alma que se le cayeron al suelo y los pone en su lugar.

Eres muy tolerante, Inés. Eres muy permisiva. La consientes mucho, la maleducas, la echas a perder. Por eso, Natalia no te respeta. Por eso, te hace como trapo. Por eso… La madre puede hacer un inventario de razones por las que el padre cree que su hija la rechaza. Además, tiene una lista de los motivos por los que su hija está como está, desde luego, todos son culpa de Inés. Es su culpa que Nati tenga malas calificaciones, que traiga reportes de la escuela, que tenga el cuarto hecho un batidillo, que siempre ande diciendo mentiras. Todo eso y todo lo demás es su culpa. Y, decir que no le importa sería mentir. Le duele y no sabe qué hacer. A veces, la quiere echar al escusado y jalarle. No es justo que al cariño le respondan con displicencia y grosería. No obstante, lo sigue intentado.

Toca suavemente la puerta. Hijita, buenas noches. Nada. Nati, ¿puedo pasar? No hay respuesta. Toca con un poco de energía y por esas razones que las madres no saben explicar, decide entrar para darle un beso y con suerte, para platicar un poco. Al tocar el bulto que está debajo de las cobijas, descubre los cojines alineados. Eleva la mirada y se da cuenta de que la ventana está abierta. Corre a despertar a Sebastián y a la vez, marca el teléfono de Natalia que, desde luego, no contesta.

Sebastián ya está dormido. Se despierta de mal humor sin entender por qué grita su mujer. Poco a poco cae en la cuenta. Marca al número de Nati y no contesta. Juntos intentan llamarle a Anna y consiguen el mismo resultado. Sebastián habla de castigos ejemplares y le advierte a Inés que de nada valdrá que la trate de defender. Insisten en llamar a Nati y a Anna. Nada. Nada. Y, nada. Es tarde. Es más de media noche. Después de varios intentos fallidos, a Inés se le ocurre llamar a Damaris, ella sí toma la llamada. Les dice que Nati no está con ella, pero que tratará localizarla. El padre de Damaris se ofrece a ir a ayudar a buscarla, la madre también. Conocen a Nati desde que eran pequeñas.

Cuando por fin, Anna toma la llamada, le cuenta que estuvieron esperando a Nati y que no llegó, Damaris le explica que ahora sí que la armaron gorda. Sebastián sale en el coche, le pide a Inés que se quede en casa a esperar a Nati, todavía tiene esperanza. Recorre la calle despacio, a vuelta de rueda y con las luces altas. Llega a la parada del autobús. Ahí sigue Don Cleto Cano, el del puesto ambulante de fruta.

—Buenas noches, Don Cleto— Sebastián se aproxima.

—Ya ve, todavía aquí. Se me descompuso la troca y estoy esperado a que me traigan la refacción. Mire la hora que es y acá sigo.

—¿Lleva mucho esperando?

—Desde la seis de la tarde.

—Oiga, ¿vio a Nati, mi hija?

Don Cleto se mira la punta del zapato y aprieta los labios.

—¿La vio o no?

—Yo no quiero problemas, mi jefe. Sí, sí la vi. Iba muy apretadita, muy arregladita. Estuvo sentada aquí, en la parada del autobús. Duró un rato ahí sentada, no sé, tal vez veinte minutos. Luego llegó un carrito, de esos nuevitos, y se subió y se fue con ellos.

—¿Qué carrito? ¿Vio las placas?

—¿Las placas? No, yo estaba acomodando las pencas de plátano a la troca. No las vi. Lo que sí le puedo decir es que ella se subió a un coche verde.

Nada

El evento Miró o un par de cervezas había sido la semana pasada. Inés y Sebastián envejecían por segundos. Anna está castigada por no haber respondido a la mamá de su amiga. Se perdieron horas maravillosas. Anna les jura que no sabe de ningún carro verde y les repite una y otra vez que el plan era ir a la fiesta con Diego, se calló los planes que Nati tenía en la cabeza. Llora y llora.

Damaris no puede dejar de pensar en que Anna fue la de la idea de ir al Antique Warehouse y de llenarle de humo la cabeza a Nati. Le resiente que le quitara a su mejor amiga. Nati y ella siempre andaban juntas y no la invitaban. Ya no se divertían juntas y los planes que le proponía, a su amiga le parecieran tan aburridos. La culpa de lo que sucedió. Inés les dijo que encontraron el teléfono de Nati tirado en un basurero al oriente de la ciudad. Es lo único que los policías han logrado encontrar.

Don Cleto Cano sigue vendiendo fruta en su puesto ambulante. Mira a la parada del autobús y ve el cartel que está pegado en el poste, es una imagen de Nati que tiene el título: Se busca. Siente un hoyo en el cuerpo. Se pregunta si debió decirle algo y se contesta que ¿para qué? Ni caso le hubiera hecho.

Los padres de Nati siguen esperando a que alguien les dé algún informe del paradero de su hija. Sebastián toma un retrato de Anna y le pide que vuelva, le jura que no la va a castigar. Inés sigue pegando fotografías de su hija por todas partes con la esperanza de que haya alguna persona que les pueda dar algún informe.

Los amigos, los conocidos, los maestros, la gente de la escuela, los del Antique Warehouse se preguntan qué podrían hacer para ayudar. Del coche verde, nadie sabe nada.