Rara vez se le olvidaba algo a la tía, sin embargo, esa tarde caleña tan calurosa no supo qué responderle a su sobrino cuando le preguntó [cómo le fue con la vacuna]. Ante la pregunta lo único que atinó a decir fue [¿Cuál vacuna?], su sobrino insistió, [la del COVID, tía]. Ella de nuevo no supo qué responder, sin embargo repuntó, [que yo recuerde llevo todo el día en la casa].

El día anterior el vigilante de la unidad residencial la había atajado en la portería, atajado porque estaba camino a no sé qué tienda. Cuando el vigilante le preguntó para dónde iba ella le dijo que a comprar unas cositas. El acucioso vigilante se comunicó con su hermana que tuvo que bajar desde el quinto piso del edificio al instante para devolverla a la casa.

Graciela según tengo entendido no se casó y no tuvo hijos. Vivió casi toda su vida en la casa que era de sus padres, una casa en forma de herradura, de cuartos que bordeaban una pequeña selva en donde había un gallinero o algo por el estilo en el centro. Toda clase de hierbas, matas, un pequeño perro negro de panza blanca de no más de 40 cm llamado Coco. En el extremo occidental de la casa había un cuarto real con decoración europea de verano en el cual entraba la luz sin descanso. Había un baño en cada punta de la herradura.

Lo más curioso de la casa era su estratificación, el ala izquierda tenía un estilo sobrio mientras que el ala derecha que daba al oriente conservaba casi intacto el decorado de la época en la que la bisabuela vivió. El resto de la casa estaba compuesto por un cuarto enorme con una pequeña ventana que daba a la calle principal, un par de pequeños cuartos contiguos, una cocina con hornos eléctricos y de leña y un comedor.

Mi familia, me refiero a mis padres y mi hermano visitábamos el pueblo sobre todo para semana santa. Un pueblo de delicias culinarias, de gente perdida en el tiempo, de abuelos al sol como lienzos perdidos en la luz. La visita al pueblo consistía en el único nexo familiar con la familia paterna. La plaza del pueblo, coronada por una iglesia de torres que apuntaban al infinito, tenía un lindo obelisco homenaje a la emancipación de la mujer, señalaba la valía de la cultura y de la herencia.

En la cocina de la casa era habitual el pan de maíz, la mantecada, la gaseosa al clima y el salpicón caliente para que la fruta desatara su sabor.

Marina o Vanesa era el nombre de la joven que acompañaba en sus quehaceres a la Tía, una chica de cabello negro con una gracia infinita y maneras de princesa. Ella es uno de los recuerdos más hermosos de la casa de la tía. Recuerdo que me decía [parame bolas que soy soltera], y yo que de ser tan niño no entendía el significado real de su enrevesada jerga, solo me perdía en las explicaciones de los juegos que casi nunca llegaba a entender. Una niña con cuerpo de mujer y maneras de princesa, una niña que acompañaba a la Tía y que no solo fue su acompañante, fue prácticamente su hija.

Entre la selva y los cuartos que conforman la herradura había un corredor amplio que albergaba además de matas, una mirla que alegraba el hogar pero que a mí particularmente me maravillaba y me entristecía. No podía entender cómo un pajarito de esa envergadura, tan poderoso y majestuoso podía estar encerrado en la jaula. A la mirla le ponían banano cortado por la mitad, que picoteaba hasta terminar. Se bañaba cumplidita, tan pronto el sol comenzaba a calentar y no bien seca comenzaba a cantar sin descanso.

En la casa de la tía llovía, pero en mi memoria siempre estaba soleada. Mi memoria también me hace revivir la ternura enorme de la tía, tan enorme como el desasosiego de volverla a ver y que no se acuerde de mí.