La escuela tenía el frente como una pecera, todo naranja y blanco. Había un pequeño living separado por un gran mueble donde se exponían diferentes trabajos y más acá mi escritorio. Después las aulas. Toda la escuela era como una casa-chorizo, pero cerrada, sin patio, un galpón-chorizo.
Yo había sido alumna un tiempo y para ese verano me llamaron para trabajar. Era mi primer trabajo serio, nada de changuitas ni hippeadas. El horario era desde la tarde hasta la noche, por lo general merendábamos juntos y llegaba a mi casa para cenar. Disfrutaba mucho de los tés de boldo con cremonas de la panadería de la otra cuadra. También tenía que ir los sábados por la mañana, pero nunca logré llegar a horario. Los días de partido, almorzábamos unos choris de la parrilla de la esquina.
Por lo general, tenía dos o tres horas dependiendo del día, para acomodar, limpiar y pagar cuentas. Después ya empezaban a caer gente para tomar las clases.
Una vez llegó un señor con un volante de la escuela en la mano. Viejo, muy viejo; el tipo era una pasa de uva. Tenía un piloto azul largo hasta los pies. Caminaba lento pero seguro, sus pasos eran firmes. Una especie de Nosferatu. Siempre se sentaba en el sillón y cuando yo estaba de buen humor, le ofrecía un té. Me daba más pena que otra cosa. Algunas veces lo miraba en silencio e imaginaba la soledad de su casa.
Una casa grande. Los amigos muertos. Polvo.
Sus manos parecían dadas vueltas, así como una camiseta cuando está del revés: las venas para afuera, la piel era una hoja de calcar. Las uñas siempre sucias, como si trabajara con tierra. Me dijo que le gustaba estar en el jardín. Que le gustaban las plantas, que las iba cambiando de maceta, sentía que se aliviaban cuando las ponía en una más grande. Me contó que veía como si largasen un suspiro mientras estiraban sus raíces, que le agradecían.
Algunas veces lo escuchaba, otras solamente me quedaba mirando sus cachetes que parecían grandes pozos en su cara. Miraba lo que quedaba de su dentadura, los dos surcos profundos que bajaban de su nariz y llegaban a la comisura de sus labios. Siempre tenía barba de días, pero nunca más corta ni nunca más larga. Su cuello era el de una tortuga vieja. Las partes que dejaba visibles estaban como si hubiese pasado 18 de las 24 horas del día bajo el agua, pero siempre, siempre olía a humedad. Me preguntaba a mí misma si alguna vez lavaría ese piloto azul o cada cuanto se bañaría. El gorro negro de lana, doblado para arriba en la frente, sin importar si hacía frío o calor.
Una vez llegó con una mancha en medio del pecho, pero no quiso pasar al baño. Le traje una taza con agua y una servilleta para que se limpiara. Me pidió ayuda y traté de sacarla, pero la mancha no se iba. Sus ojos parecían más profundos desde esa distancia. Era un negro profundo acentuado por las canaletas de sus ojeras. Su nariz solo era una feta de carne dura con pelos blancos enredándose por fuera, así como los de sus orejas. Sus manos nunca dejaron sus rodillas, estaba perfectamente sentado. Seguía siendo alto, muy alto aún en el sillón.
Escuché la llave. Él también porque se llevó los huesos de la mano a los del pecho e hizo como si se sacudiera. Dijo listo, tiró un buenas tardes y se fue. Mi jefe me preguntó que hacía el viejo. Contesté que había pasado a visitar como siempre. Mi jefe me tiró la bronca, no le cabía nada el viejo.
Era septiembre y la escuela cumplía años. Cada curso, cada alumno presentaba su trabajo anual. Había premios, juegos, sorteos. Venían los padres, amigos, novios, el barrio. Ese sábado amaneció lleno de nubarrones negros. Lo primero que pensamos era en lo que complicado que iba a ser fumar en la entrada. Dijimos de turnarnos, aunque sabíamos que íbamos a terminar todos amuchados abajo del ínfimo techito de chapa.
Ese día movimos muebles de acá para allá. Colgamos todas las ilustraciones y pinturas por todas las paredes de la escuela, armamos una mesada con las tortas para vender y preparamos los diferentes juegos. Las bebidas en la heladera, los vasitos de telgopor apilados y los termos llenos de café. Los truenos sonaban uno tras otro y el miedo de que venga mucha menos gente de la esperada nos empezó a preocupar. Así y todo, sonó el timbre una vez y también otra, hasta que dejamos la puerta abierta para que pasaran directamente. El piso se empezó a llenar de barro y la cortina de lluvia no nos dejaba ni fumar dos secas que ya se nos mojaba el pucho. Empezamos a compartirlos. Me acuerdo que tenía unas alpargatas que para esa altura ya estaban mojadas, entonces decidí meterme adentro. Fui y volví. Rellené termos, repuse papel en el baño y pasé un trapo por el enchastre que se había hecho.
Los truenos rebotaban en el techo de chapa. Cada vez que sonaban parecía que la lluvia se hacía cada vez más fuerte. Imaginaba la luz de los relámpagos, era increíble cómo el sonido rebotaba por las paredes del lugar, cómo lo sentía en el cuerpo, podía sentir la descarga en la tierra.
Otra descarga, pero esta vez la siento en la nuca. Me doy vuelta, estaba el viejo mirándome entre la gente que iba y venía. Un nuevo relámpago, esta vez sin sonido, otra descarga. Sentí como si el piso se hubiese sacudido. Levanto la vista, el viejo estaba de espaldas, mirando un dibujo colgado en la pared. El borde del piloto estaba embarrado, sus zapatillas también. Tenía las manos colgando como si su esqueleto fuera un perchero; de los dedos largos caían gotas, todas a tiempos distintos, estaba empapado. Se puso de perfil para mirar otra historieta. Su nariz de pájaro casi tocaba el vidrio que resguardaba el dibujo. Parecía un buitre mojado, a punto morir.
Seguía lloviendo, seguía tronando. Más de uno temblaba del susto. El viejo se dio vuelta, giró en círculo, no despegó los pies: lo hizo girando con los talones. Me vio y me sonrió. Me hizo unas señas que no entendí hasta que sentí nuevamente mis manos, el peso de uno de los termos. Serví en dos tazas de telgopor y manteniendo la respiración, me acerqué.
Me preguntó cómo estaba.
Le di uno de los cafés.
Me dijo que las lluvias traían buenos augurios porque cambia el viento, el aire se renueva. Después me preguntó si me gustaba esa viñeta. La señaló.
Una mina atada de pies y manos, totalmente desnuda, con un bozal en la boca y los ojos para afuera. Medio BDSM.
Me preguntó si alguna vez había probado.
Me empezaron a doler las muñecas. Sentía los tobillos apretados, me ardían.
En ese momento, sus ojos se volvieron íntegramente negros como si no tuviera, como si se hubieran metido para adentro. Sentía a alguien mirándome desde ahí atrás. Su boca se abrió, me mostró los dientes, pero no tenía ninguno. Los pelos de su nariz y orejas empezaron a moverse como lombrices. Me mostró la lengua, parecía áspera como la de un gato, pero negra y chiquita como la de un loro.
Me preguntó si alguna vez había hecho algo así.
Me preguntó si alguna vez lo haría.
Me dijo que me anime, que iba a estar bueno.
Alguien me tiró del hombro. Una mano conocida que me alejó del viejo.
Su figura se recortó en el fulgor de un relámpago. Batió las alas dejando pedazos de tela azul y plumas negras en medio del barro, en el momento justo que un trueno descargó en la tierra.