A Ignacio Viladevall Palaus.
Por los buenos recuerdos alrededor de Irene.

Sí, yo estuve allí, en aquel inmenso cementerio con vistas al mar y en el que la luz solar refleja, en los cristales de los nichos, ese diminuto batir de las olas contra la rompiente del puerto. Donde las gaviotas, sobrecogidas por la presencia de la muerte humana, apenas si se posan. Leve, ligeramente, prosiguen un vuelo rasante hacia el mar ansiando la cuna de la vida, huyendo de las empinadas avenidas en las que miles de cadáveres se hacinan. Por una de esas calles, cuesta arriba, avanza una pequeña comitiva precedida de un féretro.

Si en este momento asistiéramos a la proyección de una de las últimas películas de Bertolucci, y ésta fuera una de sus escenas, la cámara ofrecería una larga serie de primeros planos, para, inesperadamente, darnos un plano general con derivación hacia la izquierda y desde arriba de todo cuanto sucede frente a nosotros, mudos testigos del silencio que discurre.

Y yo, es decir, tú, te verías desde el pequeño cortejo sentado en la sala a oscuras, con las manos cruzadas frente a la nariz, oficiando una oculta plegaria cuyo sentido último no aciertas a comprender. Y al finalizar la proyección te perderías por las calles, pensativo, a la deriva, escapando de esa muerte que reclama su tributo de dolor necesario y final.

Me había llamado la hermana, única persona de su familia con la que mantenía relación. ¿Que cómo fue su muerte? ¡Y qué importa eso ahora! La cuestión es que está muerta y la van a enterrar y no lo piensas más. Desciendes por la calle de Fernando, buscando las Ramblas; cuando cruzas Avinyó piensas en Ignacio sorprendiéndote a ti mismo con palabras pronunciadas en voz queda: «Estará corrigiendo Risa maternal».

Antes de tomar un taxi te acercas a una florista y le pides una docena de claveles. «¿Son para su novia?», «sí, desgraciadamente», contestas dejándola perpleja. Ya en el taxi, más tranquilo, haciendo recuento de tus últimas impresiones te dejas llevar por las imágenes, continua sucesión fotográfica en la ventanilla del coche. Entonces se produce en tu mente ese extraño fenómeno cinematográfico que tan bien conoces: el presente se oscurece y la vida de otro tiempo se ilumina en el registro de tu memoria. Un flash-back redondo con música de jazz.

Yo era mucho más joven, y aún no conocía los afanes de mi propio cansancio.

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Hoy canta Paco Ibáñez en el salón de actos de ese pequeño hotelito de la rue de Rennes, tan frecuentado por la extrema izquierda francesa y que hace las veces de burdel para los que, como yo, no gozamos de los favores de una amante. Los carteles, estratégicamente situados e impresos en tinta azul, pregonan por toda la ciudad la solidaridad de los socialistas franceses con sus colegas españoles.

Atravieso la plaza Saint-Sulpice y desciendo por las escaleras del metro. Espero en el andén. La carta que ayer recibí de Barcelona ha sido terminante y no deja lugar a dudas: «A las cinco en punto de la tarde, en la estación de metro de Denfert-Rochereau se te acercará una persona que tú no conoces y mediante…». En fin, ya era hora, pues he estado esperando casi un mes y medio para entrar en contacto con esa gente que prepara… Pero bueno, sin duda alguna el lector estará preguntándose quién soy, qué misterio es éste y qué hago en París. Os puedo decir que, efectivamente, llegué de Barcelona hace dos meses, que corre el año de gracia de 1975 y que, por una fatal caída que a más de uno le ha costado una noche de insomnio, la policía ha desarticulado —es la jerga periodística que se emplea en estos casos— el aparato de propaganda del grupúsculo con el que estoy comprometido, un grupúsculo muy activo, sobre todo en el dominio de la práctica teórica.

Tras una larga serie de variopintas peripecias, la policía logró apresarme en Figueres, pero como al llegar a comisaría cometieran la torpeza de dejarme solo unos minutos junto a una ventana que daba a la parte trasera de la misma, y comoquiera que no había vigilancia alguna, decidí, sin consultar con nadie, tomar las de Villadiego. Y aquí estoy, confortablemente instalado en una pequeña habitación que comparto con un americano, en el 46 de la rue Vaugirard, quién sabe si en el mismo cuarto del protagonista de El desvanecimiento, esa novela de Jorge Semprún, de trazo corto y memoria larga y que narra, como podréis comprobar si acudís a su lectura, la increíble aventura de un militante comunista español, cargada de muchos elementos autobiográficos de la misma, de la misma aventura narrativa, quiero decir. Y es precisamente desde aquí, es decir, desde el 46 de la rue Vaugirard, que he salido cruzando la plaza Saint-Sulpice hacia la estación de metro del mismo nombre, en la que ahora estoy y desde la que os cuento lo que ahora termina.

Pero, si tenéis un poco de paciencia, os prometo no haceros leer en balde. Creo que mi próximo encuentro lo merece.

Cuando las ruedas del primer vagón se deslizan sobre los raíles de goma con un susurro agradable al corazón, éste late con impaciencia deseando que el encuentro se produzca cuanto antes. Quién está al otro lado, cómo es, son preguntas que siempre, los que hemos participado de la clandestinidad antifranquista, nos hemos hecho infinidad de veces, tantas como citas concertadas. Si la cita es de seguridad basta con una mirada. Ver al otro en la barra de un bar, paseando con el periódico significativamente doblado y apostado en una esquina, en la puerta de un cine, o esperando pacientemente ese autobús que se demora, resulta tranquilizador y da una sensación de impunidad gozosa. Si se trata de un contacto para pasar un paquete, una carta o cualquier otra comunicación, tiene lugar una corta entrevista: el tiempo justo para que la palabra justa pueda iluminar un haz de propósitos cuyo desenlace, individualmente, se nos escapa.

En algunas ocasiones, las menos, uno es el responsable de coordinar alguna operación importante. Entonces las cosas se complican: encuentros, reuniones, citas, momentos de complicidad que articulan una relación de la cual queda excluida cualquier intimidad sospechosa. Uno, por ejemplo, puede conocer a fulano, pero su nombre es falso y nada más sabe de él. Puede tener el número de teléfono de su oficina y establecer, así, su verdadera identidad.

Pero qué piensa en realidad, está casado, tiene hijos, le gusta la cerveza, cuál es su historia… no lo sabemos. Si, como ocurre no muy a menudo, nos encontramos con una mujer que nos gusta, el conocimiento no es motivo fácil. El deseo resta inconscientemente sublimado y entre un montón de papelotes la vemos partir tal vez para siempre, mientras los ojos acarician su figura al tiempo que nos llega un cálido sonido de medias y tacones que caminan, alejándose. Y uno se queda cabizbajo, preguntándose qué hace aquí y de qué sirve todo esto.

También hoy, en este instante en que el primer vagón de metro se para al final de la estación, me llegan los ecos de estas preguntas. Y la respuesta viene vestida de negro. Ella aparece ante mí y me dice, según lo convenido: «Me moriré en París un día gris con aguacero»; «del cual tengo ya el recuerdo», contesto yo.

Tras darnos la contraseña que un buen lector de la obra de Vallejo ha urdido en España, Irene me ha cogido del brazo para salir a la calle. En ella todo se resuelve con naturalidad y en pocas palabras; es una mujer de gestos. Tiene una sonrisa alegre, capaz de subrayar con ironía la situación, su circunstancia. Me pide y me da nombres, acontecimientos recientes de la vida española, recuerda con cariño una cena en casa de Alfonso Sastre, en Madrid, hace años, y así, entre la nostalgia del recuerdo y la memoria del pasado reciente me lleva por las calles de París hasta recalar en un café cualquiera del Barrio Latino.

Acomodados en los amplios sillones de una terraza pide un par de cervezas, y a través de la conversación se abre paso entre nosotros una corriente de simpatía que va a desembocar, lo veo venir, en una pertinaz sequía. En efecto, yo no paro de hablar y de beber, pues ella, alejada como está de Barcelona no hace otra cosa que preguntar y rebatir mis puntos de vista. Con seguridad, casi con arrogancia, me dice a propósito de España:

Mira, las cosas son así: el dictador, rodeado de sus fieles, morirá en la cama, y la oposición democrática, que aquí no hace otra cosa que celebrar platajuntas entre champán y rosas, aceptará lo que sea con tal de participar en lo que venga.

Yo le digo que no, que eso no es así, que las cosas no son como ella las dice y que algo ocurrirá, algo que nos dé satisfacción por los años transcurridos, la esperanza acumulada y la palabra rota.

De pronto nos miramos en silencio, parece que algo concluye, ella comprende lo que está pasando y me sonríe, pregunta «¿estás cansado?», «sí, un poco»; le hace una seña al camarero, me adelanto y pago la consumición y dice «anda, vamos».

Así transcurren los días en París, o más exactamente, les après-midi, tomando cerveza con ginebra, o cerveza sola, o café. Unas veces me acompaña Irene y otras, hallándome perdido en la ciudad, aprovecho mi soledad y pienso, escribo, leo, trazo planes para un futuro imposible y descanso; simplemente, descanso.