Kilómetro 82 de una vía secundaria: un tramo olvidado donde los rieles devoran el horizonte y el viento lleva siglos sin noticias. Tren 1992405, tipo Avant. El vehículo yacía tan herido y exhausto que se detuvo al atardecer.

Primero, fue un silbido agudo, luego un temblor que recorrió cada vagón, y finalmente, un silencio que absorbía todo. Dentro, el aire se volvió espeso, como si una sustancia invisible estuviera impregnando las paredes, el suelo, incluso los rostros de los pasajeros. Cada vez que alguien miraba a otro, los contornos de sus rostros parecían desdibujarse por un instante, como si la mirada, al cruzarse, los transformara lentamente. Nadie lo notaba. O quizás nadie quería notarlo.

Las ventanas estaban empañadas. No era el calor lo que las cubría, sino algo más sutil, algo que las hacía parecer distorsionadas, como si el paisaje fuera solo un reflejo roto. El vagón entero parecía suspendido en una dimensión donde las sombras ya no seguían las reglas del tiempo. Los relojes marcaban horas imposibles. A veces retrocedían, a veces avanzaban, y otros se quedaban fijos, ignorando el movimiento exterior. Se derretían a cada segundo.

Tres figuras destacaban en este extraño cuadro: una anciana vestida de púrpura, que parecía haber olvidado su nombre; un hombre de traje gris, con un maletín vacío y una expresión hueca; y una niña, que sostenía un móvil con la mirada fija, mientras la pantalla iluminaba su rostro. La niña no los veía o tal vez no quería verlos.

—No importa si no puedes oírme. Estoy aquí —susurró la niña, mientras los dedos acariciaban la pantalla apagada.

El tren se sacudió. No fue un movimiento normal. Fue como si se estirara, como un cuerpo que se estiraba más allá de sus límites. La vibración recorrió a cada pasajero. De repente, algo cambió. Las figuras de los otros pasajeros, al mirarse, no reflejaron lo que solían ser. El hombre del maletín, al dirigir la mirada a la anciana, vio cómo su rostro comenzaba a perder textura. Sus facciones se diluían y desmaterializaban en un parpadeo, dejando atrás una superficie lisa, uniforme. La anciana hizo lo mismo al mirar al hombre: su expresión se volvió vacía, como si cada pensamiento que pudieran haber tenido se hubiera desvanecido en un espacio inalcanzable.

El hombre del maletín levantó la mano, como si intentara tocar algo invisible, pero su gesto parecía más un mecanismo que un movimiento humano. Al observar su reflejo en la ventana, vio que sus dedos se alargaban con cada movimiento, como cables flexibles, extendiéndose en un loop infinito. El sonido de sus propios movimientos ya no era el crujir de huesos, sino un leve zumbido, como si su cuerpo fuera una máquina que nunca descansaba.

La niña, atrapada en la luz de su móvil, era la única que no parecía afectada por la distorsión de la realidad. Cada vez que sus dedos tocaban la pantalla, la luz de la sala titilaba, y el mundo a su alrededor se transformaba en algo irreconocible. De repente, cuando levantó la mirada, la anciana y el hombre del maletín no parecían ser lo que ella recordaba. Había algo profundamente inhumano en sus movimientos, como si todo su ser estuviera en espera de una orden, como si sus cuerpos respondieran a algo que no era la vida misma.

Los relojes del vagón se unieron en un eco, sus agujas girando en direcciones opuestas, creando una melodía disonante. Los pasajeros empezaron a moverse como piezas de un rompecabezas incompleto. Los gestos, las palabras, todo era repetido, impreciso, como si todos estuvieran ejecutando una coreografía que no comprendían. La niña apretó el móvil contra su pecho. Su pantalla brilló por un instante, como un espejo en el que, por un segundo, pudo ver lo que no quería ver: su propio rostro, ahora completamente distinto. Los ojos vacíos de la anciana la observaban desde el reflejo de la pantalla, pero sus facciones ya no eran humanas, solo contornos de metal, una carcasa sin alma.

Un murmuro comenzó a recorrer el vagón. No fue la anciana ni el hombre del maletín quienes lo emitieron, sino el tren mismo, que parecía estar tomando forma, absorbiendo las vibraciones del ambiente. Las luces parpadearon, más rápido, creando sombras que se deslizaban por las paredes, sin explicación. Los pasajeros dejaron de moverse. Estaban quietos, observándose unos a otros, pero algo en ellos había cambiado. Los rostros se desintegraban en la luz de los dispositivos. El tren respiraba, y cada respiración se sentía como un golpe que rasgaba la realidad.

La niña, que ya no sabía si se encontraba allí o en algún otro lugar, observó cómo las figuras frente a ella continuaban, pero sus movimientos eran mecánicos, como una repetición interminable. Ya no existía el dolor, ni el deseo, ni la lucha. Solo quedaba el zumbido constante del tren, el sonido del metal arrugándose, retorciéndose, cayendo en un abismo sin fin.

El hombre del maletín no entendió lo que sucedía. Sus ojos se nublaron, y al mirar la pantalla del móvil, vio una serie de números que no pertenecían a ningún sistema que pudiera conocer. Las luces continuaron parpadeando, y en el instante exacto en que la niña susurró al móvil, las paredes del vagón se sacudieron como si todo fuera un holograma a punto de desvanecerse. El tren era un monstruo, pero lo más aterrador era que los pasajeros ya no podían ver la diferencia entre la realidad y la máquina. Sus cuerpos, conectados de alguna forma al aparato que sostenían, comenzaban a ser parte de él.

Cuando finalmente nos detuvimos, fue en una estación que no tenía nombre, un espacio suspendido entre mundos. La anciana descendió, sin mirar atrás, pero al hacerlo, sus pasos sonaban vacíos, como si no pisara la tierra, sino una capa de aire espeso. El hombre del maletín se quedó allí, parado en el andén, mirando al horizonte sin entender qué había perdido. La niña guardó el móvil, su pantalla ahora completamente negra.

El tren desapareció en la niebla.