Un 29 de septiembre disfrutábamos de nuestro cuarto día en Nueva Orleans, nos anestesiábamos entre tanto jazz pero con la calma tensa que siempre hemos tenido, la calma tensa de amarnos detestándonos. Nola nos pareció la mejor receta para nuestra enésima reconciliación y paseábamos “felices” y acalorados por los canales mientras los simpáticos residentes minimizaban los avisos de la tormenta tropical que se acercaba.

Katrina, se llamaba. Nombre amable, como de niña buena de colegio protestante del medio oeste. Seguimos la fiesta hasta que nos metimos directamente en el horror absoluto. Un espanto inesperado en el primer mundo y que enseña los incomprensibles matices, casi aritméticos, de este primer mundo. El horror de días interminables en los que vimos gente muerta, violencia de verdad, chillidos, devastó Nueva Orleans y devastó, un poco más, lo que queríamos ser juntos. Nos dimos un huracán de realidad.

Exactamente cuando se iban a cumplir siete años de la tragedia tuve que viajar por trabajo a una ciudad cercana y pensé en acercarme sola a Nueva Orleans, no por el morbo de recordar la tragedia, sino por comprobar que mi cerebro podía sobrevivir de alguna manera y conjurar tanto fantasma.

Alquilé un coche y allí me fui, a pasear sola por las calles y a disfrutar de los locales de jazz con un amigo que daba clase en Tulane. Antes de llegar se predijo una tormenta tropical, Isaac. Pensé que con ese nombre, esta vez más duro, más agresivo, la coincidencia de fechas no impactaría en mi destino trágicamente numérico. Pocas horas después, Isaac se convirtió en huracán y yo volví a ser evacuada de Nueva Orleans por la Guardia Federal. Esta vez con cierta ironía, charlando con mi vecino de asiento, Paul, que repetía, casi entusiasmado: “I wanna see what the panic is gonna do to a lot of motherfuckars”.

Los amores incondicionales son patológicos siempre. Quiero ser todas las que soy, ni una ni otra. Todas.

Quiero que me amen así y con defectos retroactivos.

Hemos tenido una relación mucho más marcada por el deslumbramiento, por el cuerpo, por las ganas de disfrutar un paseo que por las palabras sobre un incierto nosotros. Y está muy bien. Nada peor que hacer meta-relación cuando no hay tiempo. Tú y yo siempre hemos gastado el tiempo en gastar el tiempo y en amarnos. Esa es la protección y es el salvoconducto.

Vimos juntos la obra de teatro de un autor mexicano. En ella unos sicarios degüellan a Don Quijote, y se hacen un selfie, orgullosos, posando frente al cadáver.

Leo al siempre anestésico Paul Auster y veo que retrata a mi poeta sin saberlo cuando dice de un personaje suyo que es “el guerrillero del agravio, el campeón del descontento”. Tan contradictorio en sus pulsiones como en sus miedos. Tan valiente por haber sobrevivido a una vida plagada de muertes y exilios, arrasada por la guerra de su país, como cobarde en las distancias cortas.

Cobarde para amarme como yo me merezco y como él merece. Cobarde para reponerse del sentimiento de culpa por estar vivo, de la responsabilidad que le crea no haber sido asesinado con los demás y poder seguir viviendo. El placer que le da paladear un Rioja intenso mientras me acaricia la pierna es también el desprecio hacia sí mismo y la culpa. Es bello y es delicado y a veces es repulsivo. Es el hombre amurallado, pero también el hombre casi infinito.

Cuando se encierra en su propio dolor, olvida a todos los demás y luego su sentimiento de culpa se multiplica porque sabe, y lo reconoce en los momentos de lucidez, que ya su única salvación sobre la tierra es amarnos mucho y bien.

Alguna madrugada me acariciabas y decías en sueños: “me siento tan solo”. Algún amanecer despertabas diciendo que intuías que te iba a abandonar. Que habías dejado de reconocerme.

Soy muy vanidosa. Me gusta pensar que tengo una vida cosida a base de las muchas cosas: de deseo desmedido, de hoteles de lujo y miserables, de una piel definitiva y otra necesaria, del miedo y de los tantos besos, de la extraña calma, del no-lugar y del viaje.

Las fechas parecen diseñadas por alguien macabro. El día de mi cumpleaños, un ya lejano 3 de octubre en que los conocí a ambos, fue aquel en el que mucho después moriría mi padre, que había nacido el mismo día y a la misma hora que mi hermano. Todas estas cifras marean y enmarcan una existencia.

Tenemos que viajar. Un mundo amurallado es un mundo fracasado.

La danza es solo propia de los humanos: porque tenemos imaginación.

Notas

"Números 2": El silencio como ingenua herramienta de salvación.