En la noche de Luna,
en esta noche de Luna clara y tersa,
mi corazón como una rama oscura
salta sobre la hierba.
¡Qué alegre está mi corazón ahora!
¡Con qué gusto levanta la cabeza,
bajo el claro de la Luna pensativo
esta medrosa rana de tragedia!
Arriba, por los árboles,
las aves blandas sueñan,
y más arriba aún, sobre las nubes,
recién lavadas brillan las estrellas…

(Miguel de Unamuno)

Anoche, sin querer, coloqué la luna entre mis ojos. Unos finos velos de nubes grisáceas la envolvían misteriosa. Y se disolvió gradualmente en mi cerebro, como un dulce en una boca hambrienta.

Mis neuronas ahora brillaban con suave luz de luna, y procesaban los impulsos de una manera más romántica y reflexiva.

La señalización, a estaciones operativas lejanas, ahora estaba abrillantada de luna. Los receptores de imágenes en los nervios ópticos interpretaban todo en tonos de textura azulada, y los transeúntes que pasaban ante mi vista resplandecían con un aura esotérica y mágica.

Todo parecía estar rodeado de una brisa tropical, playas arenosas y cantos de bosque, en medio de aquel pavimento urbano y estéril que recorría de regreso de mi trabajo, en aquel congestionamiento de tráfico, aquel anochecer, cuando la luna se disolvió en mi cerebro.

De súbito, los juegos de palabras y las interpretaciones intelectuales que me habían estado asaltando toda la vida, los pensamientos y su relación con la realidad quedaron interrumpidos. Y me maravillaba ante cuántas palabras hay y qué tan exactas son las cosas que describen, mientras conducía bajo la influencia de un cerebro ebrio de luna.

Imaginaba cuantas cadenas de palabras, de kilómetros de largo, como elefantes agarrándose sus colas en procesión, estaban almacenadas en los recovecos de mi mente. Y trataba de conjeturar cuántos millones más existirían en estanterías de bibliotecas y en áticos olvidados, empaquetadas en textos, en blanco y negro, a la espera de ser traídas a la vida, a la leyenda y a la convicción, por los rayos de luz de los ojos de alguien.

Volúmenes de palabras clasificadas en cosas que se pueden medir y predecir: la ciencia, cosas que son medibles, predecibles y controladas; la tecnología, colecciones de pensamientos sobre de dónde y hacia dónde; la filosofía y cada tema subcategorizado.

Además, vivían en manuales de todo tipo: para la cocina, los negocios y el sexo, para la etiqueta y la reparación de coches, para todo lo que se concibe en el espacio, palabras, libros, diferentes escuelas, diferentes opiniones, mayoritarias y minoritarias. Cavilaciones infinitas derramadas en palabras, palabras que zumban alrededor de mi mente como mosquitos salvajes en un pantano.

También pensaba, que hay igual número de libros y palabras (o quizás aún mas más) sobre esos mundos internos que no se pueden medir, que tratan de trazar lo sutil, lo inefable, que contienen explicaciones metafísicas o rimas mitológicas, que usan estrellas y planos de consciencia en un lenguaje exaltado para describir nuestra ubicación en el cosmos, adjudicando a cada uno un papel.

Crean una hermosa historia que nos ayuda a contrarrestar las áridas cadenas de palabras de los descriptores y medidores que llenan las estanterías con procedimientos de vida y las normas imperantes.

Y finalmente están esas palabras, las de las noticias diarias y de última hora. Cadenas de palabras de corta duración que describen y repiten, en distintos tonos, las últimas tragedias y chismes, para saturar la mente y satisfacer la inagotable curiosidad humana.

¡Tantos libros, títulos, palabras, definiciones que son abrazadas con tanta pasión y convicción!

Pero en el estado lunático que me encontraba, sentía que usar palabras para explicar la existencia era como tratar de atrapar nubes para alimentar a un niño hambriento, un sustento inútil, creando una ilusión de alimento.

Yo me he alimentado de tantas palabras, y he estado bajo la influencia de muchos libros, y me he matriculado en muchas de escuelas de pensamiento que significan tanto en momentos particulares de tiempo.

Este tumor lunar acaecido por ese accidente de dejar que la luna se cayese adentro esa noche ha metastatizado en mi cerebro. Y no puedo explicar por qué me he vuelto tímido de las palabras, excepto por las más básicas.

Mis neuronas parecen haberse hinchado y están esponjosas, y me siento como hipnotizado en trance amarillo, y no puedo construir oraciones largas durante mucho tiempo.

Esto a veces es muy vergonzoso, ya que la gente me escribe o me llama por teléfono, o me detienen en el camino para hablarme. Yo miro sus figuras de contorno azulado o escucho sus vibraciones que revelan secretos, que viven detrás de sus cadenas de palabras.

Cuando la comunicación es electrónica o por escrito, siento más la poesía que la lógica, porque aparece fosforescente. Y reacciono a las comunicaciones evitando las definiciones de intelectualidad, simplemente sintiendo matices que, de alguna manera, son bastante claros para mis células cerebrales infestadas de luna. Y respondo de la misma manera, con una respuesta lunar.

Buscando aliviar ese estado, un día viajé una larga distancia de agua y tierra, a un lugar remoto donde me habían dicho que vivían los que más sabían de todo. Me preparé como para un examen para entrar a una universidad de primer nivel. Revisé todas las escuelas de pensamiento predominantes sobre las cosas concebidas en el espacio. Leí, también, todos los tratados místicos, astrológicos, Vedanta, Sufíes, Rosacruces.

Durante cuatro años estuve bajo una intensa absorción y meditación en todas las posturas, preparándome para poder comprender esa sociedad secreta de los más sabios. Mis templos mentales estaban repletos de contenidos y símbolos, y me veía a mí mismo ante una presencia mitológica, recorriendo remotos valles, enfrentando dragones, guiado por estrellas y gloriosos signos, números en combinaciones mágicas, y duendes, hadas, ángeles y los espíritus de mis ancestros. Todos ellos fueron convocados para prepararme para el encuentro con aquellos que se decía sabían más de todo.

Y por fin llegué al lugar. Era una campiña sencilla y hermosa, a través de caminos estrechos y agradables con campesinos de tiempos inmemoriales que pastoreaban sus ovejas y vacas y atendían sus cultivos.

Allí, al final de un camino blanco y polvoriento, había un pequeño recinto. Mi corazón vibraba de anticipación y expectación, y yo pensaba: “¿Cómo serán estas personas?” Y los imaginaba con largas túnicas blancas, esbeltas, magníficas, como Gandalf, el sabio, irradiando una luz esotérica de sus auras, pronunciando palabras suaves y misteriosas.

Entré y me encontré con un hombre con lentes entrado en edad, robusto y fuerte, con una camiseta y un par de pantalones ordinarios, que me miró como un tío de campo al que no había visto en mucho tiempo y me abrazó con mucha ternura, mientras me decía: “Bienvenido a casa”.

Las torres de palabras se derrumbaron junto a mis máscaras imaginarias y volví a ser niño. Se esfumaron los símbolos en mi cerebro: no más categorías universales, no más mitos ni órdenes, ni caminos complicados.

Simplemente me senté a su lado totalmente relajado, bañado en una atmósfera de certidumbre y conocimiento, y escuché su respuesta a alguien que le preguntaba detalles sobre un rincón en particular del camino y sobre una escuela de pensamiento en particular.

"Sobre eso…", sonrió aquel hombre de bienvenida y amor con una sonrisa de océanos, y dijo: "No sé, lo siento, Yo no sé nada de eso."

Entonces supe que no hay nada que saber, excepto abandonar todo el "conocimiento" y entregarse al amor. Desde entonces, he estado tratando de perder todas estas palabras acumuladas, para deshacerme de esos hábitos de explicar las cosas. Para poder sentarme, tomar la mano de ese Amor en Silencio que siempre nos acompaña adentro y simplemente aferrarme a él.

Y se está volviendo un poco más fácil, a medida que va progresando la metástasis de la luna en mi cerebro.