Me despertó el sol de la mañana. La luz caía sobre la colcha formando dibujos. Retuve el aroma de los jazmines que traían recuerdos de otros años, de otras mañanas. De pronto alguien tocó la puerta: “Vengo a traer una carta”… Me incorporé despacio. Mis pies rozaron la alfombra. Después tomé un saco y me lo abroché confundida mientras me acercaba al picaporte.

¡Sí! Efectivamente una carta me había sido enviada. Reconocí mi nombre escrito a mano, con tinta azul y en una caligrafía que no me era familiar. Instintivamente di vuelta el sobre, descubriendo, para mi sorpresa, que no indicaba remitente. Lo apoyé en la mesa del comedor y me quedé observándolo a la distancia. Era un sobre más bien pequeño, de papel de seda con reborde rayado, parecía de esos que se utilizan para correo aéreo. Me intrigó. Me ilusionó. Me alegró. Y esta imagen, como un eco, retumbó en algún lugar profundo.

Nunca fui de ansiar aquella carta o llamada que nunca llega, o de soñar con el amor perdido u olvidado; pero ese día sin motivo aparente, ni racional fundamento, deseos desconocidos me invadieron el alma. Tal vez fue el encanto, en nuestros días infinitamente potenciado por su extravagancia, de esta forma de comunicación, que guarda la belleza de lo dicho con la inspiración de la mano. ¡¿No lo sé?! Quizás fue simplemente el azar, el que quiso que esa mañana, y en ese instante, mágicamente me diera permiso para soñar. Me deje llevar y fantaseé infinitas posibilidades sobre lo que podría contener la extraña misiva. Inicié así un viaje imaginario en el que yo era la protagonista, la heroína, la mujer amada, la abanderada de una causa noble, una invitada especial a experimentar los secretos de la alquimia.

Es sabido que todo viaje (aún el imaginario) cuando es sorpresivo, no programado, nos produce cierto estado de anarquía, movimientos sísmicos que nos expulsan de nuestra cotidianidad. A veces es esta distancia la que nos permite tener otra visión de nuestra propia existencia. Empecé ese viaje, acepté el riesgo, y disfruté la posibilidad de verme transformada por la experiencia. Así sin darme cuenta, ni de cómo ni porqué, me encontré frente a mi misma, indagando en mi interior más profundo, cuestionando mis creencias, mis ritos y mis promesas, replanteándome la seguridad de lo viejo y lo gastado, reavivando antiguas vocaciones, valorando mis afectos más sinceros, animada con otra fuerza.

Sospecho que a esta altura del relato se estarán preguntando… Al fin de cuentas, ¿abrió el sobre? ¿De quién era la carta? ¿Qué contenía? En honor a la verdad, les debo confesar (con sutil, pero muy sutil, desazón) que lo que ocurrió después realmente posee tal insignificancia que prefiero omitir su relato, ya que temo incluso ponerle un tono jocoso a mi maravillosa vivencia.

Lejos de mí está el romper la ilusión creada. En definitiva, si algo me enseñó el sobre, es que el mundo no es otro que aquel que nosotros queremos ver.

P.D.: El universo de lo manuscrito, donde la ilusión y la espera son protagonistas.

La mano sobre el papel, el trazo de la tinta, el peso de la carta como objeto tangible. La escritura manuscrita le otorga una singularidad irrepetible: la presión de la tinta, la inclinación de las letras, los pequeños titubeos que revelan el pulso de quien escribe.

El tiempo de espera entre el envío y la respuesta. Espacio de reposo, La carta viaja, cruza manos desconocidas, descansa en estantes, espera su momento. No solo transporta palabras, sino la huella de quien la sostuvo, el roce de unos dedos, el perfume del papel.

En cada sobre que llega, hay más que tinta: hay presencia, hay memoria, hay el eco de un abrazo a la distancia. Quizás por eso Emily Dickinson escribió: “Una carta te hace sentir inmortal, porque es solo la mente del amigo, sin el cuerpo”. Y, quizás por eso, recibir una carta nos devuelve por un instante la ilusión de vencer el tiempo. Y es por todo eso que si alguna vez alguien decide escribirme una carta en papel que sepa que me hará feliz.

Buenos Aires, 12 de Noviembre de 2024