Va pasando el tiempo y me relajo. Ya no voy escondiéndome de esquina en esquina y con miedo a todo. Ya no siento que si me cruzo contigo me voy a desmayar y ya no fantaseo con encontrarte. Es entonces cuando ocurre: estoy en la cola del cine haciéndome carantoñas con un novio guapo y, de repente, te siento y, un poco después, te veo. Estás lejos y estás cerca. Eres el desconocido más conocido del mundo. Lo extraño es que no siento tu cuerpo y creo que el deseo se ha adormecido.

Como cuando Tolstoi conoció a la joven y cándida Sonia y, antes de casarse, la obligó a leer sus diarios de juventud en los que relataba todas sus fechorías y bravuconadas. El amor debe ser así, lo contrario de ciego. Un amor con los ojos abiertos. Un amor plagado de rencores y siempre cambiante. He necesitado decir siempre quién soy y para ello he debido transitar el camino complejo de averiguarlo. No sé si ese incierto nosotros es un país que seguramente no existe, que tal vez no existió nunca nada más que en el delirio de estos tres desubicados que, para colmo, hacen trabajar a su nostalgia sobre datos rigurosamente falseados.

Un amor tan fuerte que casi nos mata. Estoy segura de que igual que yo padecí tu distancia como si me arrancaran las tripas a bocados tú sentiste algo similar. En tu narcisismo intenso, en tu perversa maldad, ya no sabías vivir sin mí. Siempre me pedías que no te dejara a solas contigo mismo. Que eras tu peor enemigo. En esas noches de bochorno madrileño, tan peculiares, uno piensa que tiene menos sueño, que puede permanecer despierto sin más.

El orden es muerte. El desorden es misterio (la única posibilidad de alcanzar un cierto aliento). No quiero que mueran las fantasías desautorizadas de esa infancia alegre y ficcionalizada en la que todavía sigo a mi manera.

Me gusta el hombre amurallado cuando está desnudo. Me gusta frágil y posible. Me gusta que su lenguaje conmigo sea primitivo. Me gusta cuando se queda dormido. Lo terminé de comprender cuando leí un verso suyo, rotundo, que decía “todo es verbo o es verga”.

Parece ser que nuestro venerado Shakespeare fue, además, estraperlista.

En Tokio hay un oficio que me iría bien: prostituta de pies por más de ochocientos dólares a la semana.

Frank Sinatra compró el cuadro que pintó Hopper justo antes de morir.

No me gusta escribir desde el resentimiento. No quiero retratar un amor tóxico o insano. Prefiero reconocer que los secuestros han sido siempre autosecuestros.

Los mejores ratos eran los que pasábamos navegando solos. Nuestros códigos infalibles: el silencio, las sonrisas y la terminología náutica. Encontrábamos mucha poesía y pocas peleas posibles en nuestros “ciñe más la mayor”, “amarra mejor el cabo de popa”, “trasluchamos ahora”, “mantén rumbo sur”, “vamos de empopada un rato más”, “apróate un poco” o “mira, delfines a estribor”. Palabras de un alfabeto ajeno que nos permitían salir del campo de batalla, reinventarnos un poco y disfrutar. Podíamos construir un mundo propio y un lenguaje que no nos agredía. Silencio y miradas para poder consumar el amor que resultaba precario entre el ruido y la incontinencia.

Había mucho mar de fondo, real, cuando navegábamos juntos pero yo sentía calma completa y te cogía la mano.

Dormíamos en el camarote de proa mecidos y al despertar nos zambullíamos casi sin hablar. La felicidad real era tal que dejaba en mí un rastro claro: cuando llegábamos a tierra y durante muchas noches soñaba que dormía junto a ti en nuestro barco.

Una de las últimas frases que él vomitó sobre mí fue: “tienes la boca atascada de razón”. Comprendí, ya sí, ya por fin, las dimensiones reales de su maestría y de su peligrosidad. El perdón es siempre arbitrario y el rencor es un vínculo demasiado adictivo. ¿Qué hago?

La verdad importa. Aunque la verdad depende menos de los datos que de las metáforas de fondo. Todas esas cosas han pasado, quizás, para que el día 12 del mes 12 del año 12, un hombre casi desconocido, un extraño fundamental, me acompañe sonriente por las calles de Madrid y me bese de manera imprevista en una pequeña capilla vacía. Me saborea y susurra: “te imagino descalza sobre este suelo de mármol”. Ese beso clandestino me resulta largo y real.

Después, en la comida, rodeados de gente, en ese espantoso formato profesional al que dedicamos casi todas las horas del día, hablamos entre risas de la profecía maya sobre el fin del mundo. Todos tan eruditos y tan cínicos y un poco achispados. Lo miro y sé que en pocas horas estaré montada en un coche al lado de ese hombre que, seguro, conduce con calma porque nieva mucho.

Es un viaje en el que lo escudriño de reojo y siento que todo en él me gusta, hay algo que me parece nuevo o inusual. La curiosidad me hace pensar que no soy la mujer gastada y agotada que quizás ya soy. Llegamos al hotel desconocido y nos conducen a la habitación que él ha reservado y que tiene un número inevitable, la 1212.

El miedo, que es brújula, nunca se quita. La cobardía sí.

Notas

"Números" 3: Tan contradictorio en sus pulsiones como en sus miedos.