Germán  Rodríguez Galeano
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Germán Rodríguez Galeano

Con un muro de ladrillo de fondo, sentado en una banca de madera verde, con las manos entre las piernas y el uniforme de colegio azul y gris, miraba el horizonte. Es un instante, quizás uno de los primeros que recuerda de su infancia, al salir de la escuela materna, cuando la nana lo recogía para ir un rato al parque, donde subía y volvía a subir las escaleras de aquel pequeño fuerte para pasar por el puente colgante y deslizarse por el rodadero. Muchos años se perdieron en el recuento. Pasaron muchas reuniones familiares, fiestas de cumpleaños, abuelos, tíos, tías, padres y amigos. En un abrir y cerrar de ojos, transcurrió el instante de la niñez. Atrás quedaron los edificios plásticos que construía, piso sobre piso, y los largos recorridos de pistas imaginarias dibujadas con tiza sobre el suelo.

Esos retratos en los que se reconoce, además de lejanos, tienen un aire ausente; no recuerda haber formado parte de ellos. Sin embargo, ahí están, fotos vívidas, imágenes en las que quedaron registrados trozos de alma, suyos y de todos los que se encuentran ahí.

El colegio, lleno de aventuras. Los zapatos negros cruzaban como botas de pantano por el lodazal de las aguas negras, un largo canal que bordeaba la cancha de fútbol y que recorrió en un par de ocasiones. Las rodillas verdes por la mancha de fútbol hacían del pantalón gris uno de payaso, y la punta del zapato rota significaba la adecuada ventilación para que el rocío de la mañana refrescara durante todo el día el pie, a causa del juego de antes de las 7 sobre la hierba. Cuando sonaba el timbre y comenzaban las clases, aún sudado y con el uniforme deshecho por el juego, entraba al salón, esperando que la profesora aún no hubiera llegado.

Los profesores, los compañeros. Las compañeras. Aún recuerda cómo se veían esos cabellos dorados con el ulular del viento, el brillo de sus ojos. Ahora que lo piensa, imagina su cara de idiota viéndola a ella, su cabello y sus ojos.

Once años de colegio dieron paso a la escuela de leyes, fría y distante. ¿Por qué leyes? ¿Por qué no? Se descubrió y redescubrió en este camino. Se tituló en la Universidad Libre, en el centro de Bogotá, donde sin mucho estudio y con menos pasión logró terminar sus estudios. Fue un logro no menor, pues significó un gran esfuerzo, la recompensa a la persistencia. Sin vocación y sin inteligencia es lo único que se puede realizar. Como dijo Pierre-Augustin de Beaumarchais: "Mediocre y sabiéndose arrastrar, uno llega a todas partes".

Antes de titularse, ya había comenzado a trabajar en archivos legales y en entidades públicas, lo que con el tiempo le permitió adquirir un panorama particular que, en conjunto con su visión y carácter, formó su opinión sobre la realidad que lo rodea.

Con algo de experiencia, se especializó en derechos humanos y cursó una maestría en Transformación de Conflictos y Construcción de Paz en la Universidad INCCA. Optó por esta formación, la de los derechos humanos, por ser quizás la menos legal de las ramas del derecho. Ignorante que es y seguirá siendo, desconocía que esta rama es una parte del todo.

Fue estudiante de cultura e idioma francés en Burdeos, ciudad en la que adquirió la capacidad de ver su lugar en el mundo y de identificar la manera en que lo ven, desde su cultura y su lengua natal.

Se siente afortunado con su familia. Antes de ser abogado, intentó ser piloto, bombero, astronauta, filósofo y arqueólogo, todo producto de la televisión norteamericana.

Ahora, ya lejanos los rodaderos, se encuentra más bajando que subiendo. Siempre duda, y no de manera muy metódica, sobre casi todo. Las dudas no las despeja; por el contrario, lo sumen en una nebulosa de inquietudes de la que sale más embarrado que limpio. Apasionado por las letras, está en la búsqueda de la quintaesencia de la escritura, la piedra filosofal que lo catapulte del anonimato al desprestigio.

¿De quién estamos hablando?

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