(…) Ese supremo gesto de confianza que es dormirse al lado del otro: como un guerrero que deja su armadura.

(Sábato, Sobre héroes y tumbas, 1961, Cap. 1, XII)

Cada mañana, después de dormir -o de intentarlo- en la insensata vidriera empañada de la calle, don Lisandro toma su bastón y se sienta, con su guitarra, en las escalinatas que descienden hasta el subterráneo.

Desde allí mira, o hace como si mirara con sus vacíos ojos persistentes, a los hombres y mujeres que se dirigen, apurados, rumbo al empleo que poseen todavía. Como él, desean mejorar el mundo, pero dado que no han encontrado la manera de conseguirlo, optan por la desesperación, la lucha o la espera resignada.

Cada tanto, mientras los percibe recorriendo el túnel, rompe el silencio, sólo que en lugar de cantar, balbucea y solloza.

Quienes pasan por su lado creen que el motivo de su reacción es una tristeza profunda y añeja que lo acompaña desde siempre; otros suponen que se debe a que ha perdido algo irremplazable -un hermano, un amigo, la vista, un perro guía que es mucho más que una mascota- o que le han dado una mala noticia (otra) sin que estuviera preparado. Después de todo, ¿cuándo alguien se halla realmente dispuesto en estos casos?

Los más prejuiciosos sospechan, por unanimidad y sin razones, que está ebrio.

Se equivocan. Aún si padeciera el problema de beber demasiado, que no es el caso, su eventual embriaguez no sería la causa sino la consecuencia de otras agonías múltiples.

Los presentimientos del anciano han abandonado su estado de semilla para convertirse en capullos florecientes de profecías temibles y sabe que muy pronto comenzarán a crecerles nuevos brotes, a menos que haga algo para que no suceda.

A pesar de sus carencias, quiere que el porvenir siga siendo un sueño, no una pobre orquesta gris desconcertada, por eso convoca a religiosos, presidentes, ministros, científicos y reyes a su precaria casa a la intemperie.

Acostumbrados a los punteros, los escenarios y las tarimas para sostener sus egos o exhibir sus certezas con esa seguridad de la que sólo son capaces los sonámbulos, muchos se asombran al comprobar que es un mendigo con la visión nublada quien pretende unir sus opiniones a las suyas.

Don Lisandro posee unas cuantas verdades. O, para ser más exactos, las refleja. Tal vez no más que ellos, pero su ventaja es que se ha quitado a tiempo la venda de los ojos y puede reconocer el abismo aún a tientas.

Por las noches las guarda en una caja de cartón, junto con sus exiguas pertenencias: un vaso descartable, un peine roto, un libro al que le faltan cinco páginas, un abrigo agujereado de lanilla, varias fotos de la familia que una vez tuvo y un lápiz.

Durante el día, las brinda, generoso, a todo aquel que sea capaz de prestarle un mínimo de atención.

No faltan quienes se sienten ofendidos cuando descubren que ese viejito sin techo, que nunca ha pisado una academia, pretende formar parte de su selecta comunidad de sabios dormidos con la secreta intención de despertarlos.

Parece que nadie les ha enseñado a estos señores importantes a escuchar o escucharse. De modo que no sólo desoyen sus corazonadas y las ajenas, sino que además acusan a Lisandro señalando sus zapatos rotos con el dedo índice, sin prestar atención a sus propios pies, que se van sumergiendo, poco a poco, en el barro caótico de la indiferencia cotidiana. Para cuando lo notan, el lodo de la desidia les ha llegado al cuello y apenas pueden asomar sus pálidas cabezas.

Sin rencores, el vagabundo les sugiere que arrojen sus pesados prejuicios para evitar hundirse y consciente del esfuerzo que ello implica, les ofrece que se queden a pasar la noche allí en su esquina de cartón corrugado.

Algunos reemplazan sus habituales citas jactanciosas por incomprensibles onomatopeyas que van de la ironía al desaliento. Otros, amarrados a una vanidad tan obstinada como absurda, desprecian su consejo o, peor aún, se burlan de sus ocurrencias, sin darse cuenta de la catástrofe.

-Pueden descansar aquí -repite, acariciando la vereda con ternura, como quien consuela a un niño- ya verán que mañana se sentirán más aliviados.

Sin embargo, esa posibilidad se ahoga junto con los primeros náufragos.

En un último intento de salvarles la vida les lanza una cuerda de humildad que, por supuesto, rechazan, obcecados, sin dudar.

Y si bien un pequeñísimo grupo la acepta (no sin cierta desconfianza), ante la ausencia de imaginación para descifrar cómo usarla y los constantes desacuerdos, la soga termina atada con fuerza al cuello del futuro, asfixiando, así, a la esperanza.

-Es una verdadera pena -murmura don Lisandro sorprendido- y volviendo a colocarse los anteojos oscuros, se lamenta:

-¡Lo que les sobra de púlpito, les falta de pálpito!

(Homenaje a Sábato)