I

Las cosas son como son

Si recuerdo bien, Bolaños citó que los hombres están condenados a la derrota y que es preciso dar pelea, de todas maneras.

Estoy convencido de mis cien años, aunque el calendario dice que he cumplido cincuenta y dos. Sucede que las fechas se miden en meses, horas, hitos, recuerdos, yardas, golpes y no sé cuántas cosas más. El reloj de mi cuerpo estima el tiempo de los huesos y las coyunturas; llevo enraizado el dolor de la persistencia en las grietas musculares. Mi corazón es un músculo agrietado, un accidente geográfico del cuerpo, entra una hondonada arrítmica y un fiordo palpitante.

No importa lo que opine el minutero, ni los relojes cucús de imaginaria, mis cienes conocen el latido de las cosas.

—Che, qué onda Los Griegos —me dijo con un tono inquisidor mientras sorbía el mate amargo. Luego quedó en silencio, con ansias de respuesta.

En una charla de café, un amigo con canas como chapas de cinc me dijo que los argentinos somos volcanes en potencia, coca colas agitadas a punto de ser abiertas. ¡Y qué razón tenía!, antes de diciembre y de las fiestas, falleció de un infarto. Con él se fueron muchos dichos y desdichas. No fui al velorio, aún lo despido cuando inhalo profundo y cuento hasta once. Sus hijos son adolescentes y quedaron solos pero, como buenos zombis tecnológicos, no lo extrañan; yo sí, porque nos enjugábamos las penas mutuamente.

No pasa nada, diría otro amigo, en unos años hay otro presidente y otra runfla del verde y del chamuyo, y todo vuelve a empezar. Ya sabés cómo es, no cambia nada en este país. Si uno hace un pantallazo, parece que están pasando muchas cosas pero, en realidad, no pasa naranja. Esta es la tierra del tinto y del asado; los criollos venimos a sufrirla. Cada vez hay menos asado, menos tinto y menos tierra.

En la calesita loca, los caballos están despintados y resuellan, el cohete se marchitó y las apocadas sirenas perdieron la cola. Dicen que un sujeto pálido enganchó la sortija en una de las vueltas y la escondió en un paraíso fiscal. Si ya sabés cómo es, ¿para qué te lo repito, nene? No naciste ayer.

Parece que lo veo, él tiene siempre la posta. Pero no la tuvo cuando su mujer lo abandonó por otro y le exigió la mitad de todo, un todo que le había costado sangre, sudor y lágrimas. Yo lo escucho como si fuera un oráculo, hace que se sienta importante y, por un momento, olvide su estatus de perdedor. Pobre Juan Carlos, un tercero me dijo que tiene cáncer, pero él lo niega, lo disimula, no lo acepta.

—Dale, nene, no te hagas el otro, largá el teclado y contáme, qué onda con Los Griegos —insistió, ya decidida a escarbar profundo.

Bueno, en definitiva, así estamos en el mar de dulce de leche argentino, las noticias ya no convencen a nadie, son las mismas caras y caretas, los mismos gestos, las mismas sospechas y nulas condenas. Y el colectivo que no viene… ¿habrá paro?

Qué decir de lo que me rodea, si por la ventana entra un chiflete y son los cartones los que aguantan el redoble del invierno. Si acaso cambio el vidrio del paño que está roto o si acaso compro zapatillas nuevas (de las baratas, claro) y dejo de sentir el áspero asfalto en la planta derecha de mi pie. Esos acaso son acosta de otras necesidades irrefutables de la realidad inmediata, la del pico del pichón y la entereza del nido. Si lo pienso con detenimiento, esto podría ser el fin de un capítulo pero ni se acerca. Parecen los pensamientos de un mono con escafandra en un centro comercial o los desvaríos de un pescador de sueños con su mosca alucinante.

Soy un escritor y me la paso redactando sandeces, aleccionando mentes que reclaman caricias de ficción. Claro que hacer un recuento de lo cotidiano no ha de vender en la primera impresión pero, igual, uno lo intenta. Un escritor, que se precie de tal, debe tener pulso de papelera.

Dicho esto, paso a lo trascendental; “no a las enumeraciones”, decía Borges. Uno: vivo con mi hijo de tres años; dos: él vive conmigo y de mi totalidad; tres: nadie más vive con nosotros, ni siquiera una triste mascota. El cuarto ítem podría ser que estamos pletóricos por tener un techo y una parva de amigos, que son como grupis cachondas del mate amargo y las Criollitas. Caen en paracaídas y a inciertas horas; a diferencia de los “parachutes” del día D, estos sí aciertan al objetivo. ¿Qué haríamos sin ellos? En serio… Los pobres tenemos esa Visa Gold, la de la comedida amistad.

Ser felices, con mi pequeño sabandija, es como una estratagema, un dogma o una cruzada, sinceramente lo creo. Será que nos vasta la risa que generan las persecuciones aleatorias, típicas del cine de los ochenta, con barquinazos y derrapes, durante los vanos intentos de peinar o limpiar los restos de galletitas de chocolate, en torno a la boca. Acción por el estilo, que deviene en míticas carcajadas, a rajatabla de dientes, con ojos de monolitos lunares y picardía genética. Nos conmueve saber que allí están los libros y el leñero, los juguetes en sus cajas, la bicicleta con rueditas, el té con leche en un jarro de aluminio que nos asecha, los abrazos espontáneos y un pañal que hay que cambiar y que es la idiosincrasia del universo, en su carácter natural bien cagado por la pauta evolutiva.

He dicho el leñero, pues tenemos una estufa, donde crepita la leña que recogemos, con astucia de merodeadores callejeros y desde todo lugar posible. Todo ello, inclusive el cartón y el papel que quemamos, promueven el ritual del fuego, la mera contemplación de la llama y su silueta sempiterna, paradigmática y encabritada. Ahí estamos, como proyecciones del pasado ancestral humano; dos seres de amplio fuselaje; uno, sentado cual Buda enano de abundantes rubios cabellos, tan largos como la paciencia de una momia y tan libres como el sueño del ave enjaulada; el otro, lo indefinido de un tono eclipse y terracota, con ropa de fajina y a la moda brutal del momento, arrimando maderitas y rebuscados tocones a la hoguera. Dos entes autónomos, meros científicos del ocio, premios nobeles de la contemplación, juntos ante el embrujo del calor. Padre e hijo, dispuestos a todo con tal de pasar el invierno.

Por cierto, este último presidente, que aún está de estreno, nos ha dicho que no hay plata, que hay que recortar de todos lados. Con tanto recorte me preocupa que un día la taciturnidad o la contemplación. Por mi hijo, espero que la tijera no llegue a esos extremos.

—¡Heyyyyy, te estoy hablando! No te hagas el padre superado, ni el escritor famoso, quiero saber —insistió como una loba a la que los cachorros se le mueren de hambre. Comencé a pensar que debía contarle aquello. Lo de Los Griegos.

Como les decía, suelo meditar y entrar en trance cuando paso la escoba, creo que es algo común entre los padres solteros, un viajecito astral rebotando entre cacerolas y baldes con agua jabonosa. Al bajar, por lo general en picada, reafirmo los chocantes acontecimientos próximos, a saber: es factible que cocine polenta o arroz con un tuco bien fundamentado: pimentón, laurel y orégano de la quinta (somos pobres pero organizados).

La noche anterior amasé tortilla parrillera, lleva un poco de grasa vacuna y una pizca de bicarbonato; por supuesto, un buen trabajo de brazos y manos. A mi hijo le gusta y, también, a los que vienen a matear.

Debería ser un capítulo aparte: “los que vienen a matear”, ya que es un variopinto muestrario de personas; sus edades varían y hacen un degradé entre los que tienen todo por delante y lo que dejaron todo atrás. Una curiosa gama de criaturas selváticas del Tuyú y el amplio Buenos Aires, territorio amado de mis recurrentes amigos. Suelen traer ofrendas al dios del momento, ente autárquico y espontáneo que salpica a la conversación con miradas profundas o sonrisas que parecen trabajadas con un cincel de aceptación o un escalpelo del aguante. Un espíritu invisible, que siempre está revoloteando en el ambiente cargado de melancolía y de aire compungido de un fuelle tanguero. Entre los tributos, puede haber pan del día de ayer, leche en polvo para el querubín de la casa, ropa de segunda mano para el mismo bandido o cualquier menjunje comestible que sume calorías.

La puerta de nuestra casa se abre con un crujir amistoso y no tiene cerradura, candado o alarma alguna. La hice yo con tablas de madera, sin cepillar, en una tarde de sol particularmente larga. Mi hijo colaboró escondiendo el serrucho, mejor que un duende, y haciendo que renegase como cantante al que se le tilda el playback. Sospecho que un hado ha reencarnado en su cuerpecito, una criatura del bosque con otras reencarnaciones apelotonadas en su esencia, porque es un colmo de travesuras con forma de niño que corretea a pasito picado y en plan terrorista de las oportunidades.

Posiblemente, jamás pondré una cerradura en nuestra casa, un niño y su padre son bastión suficiente en la noche de las apariciones, los rastreros oportunistas y hasta los grises ávidos de abducción. ¡Hay de aquellos que se atrevan con nosotros! ¡Mawashi gueri y biberonazos habrá de sobra!

Qué poderosos somos, hijo mío.

—Contame de los hermanos esos, punto. Dale porque te revoleo el teclado y vas a putear. O despierto al nene, a ver si así paras con ese tac, tac, tac. Dale, contá. Última oportunidad —esta vez, ella tenía ojos de ofidio y los dedos crispados. Apuré el ritmo del tipeo y me dispuse a hablar.

Como les decía, creo que Bolaños citó que el hombre está encadenado a la derrota, pero, indefectiblemente, ha de entrar en constantes batallas. La pelea de mi vida ha sido mi propio reflejo, ese bastardo obnubilado por la arrogancia y clavadista al vacío. De todas formas, ¡qué bueno que sea mi reflejo y no mi sombra, pues sería más inquietante!

No soy ese sujeto, solo es pasto de la historia lejana, carne de cuneiforme grabado de aventuras, deslices y fracasos; glorias de alcoba, méritos musicales y viajes a lo desconocido. El otro yo en el barro, enmohecido y caduco, que no vale la pena citar. Todos tenemos un lado controvertido, sacado y complejo. ¿Acaso tú no?

Qué cosa rara es uno; mazacote de dudas envuelto en delirios de grandeza, soñador empedernido de viajes a las estrellas y loterías inevitables. Terminamos como un monumento de piedra; una efigie, sin nariz, castigada por los abrasivos vientos del desierto.

Lo importante es él, allí sentado sobre su pañal, a puro culo gordo y felicidad, mientras juega con los camioncitos Duravit y sus muñecos emparchados; a veces, usa los bloques de colores para armar constelaciones infinitas. El niño, ni mío ni de nadie, de él mismo, con su aura resplandeciente.

Qué poderosos somos, hijo. Tú y yo, durmiendo cabeza contra cabeza o tomados de la mano, como si paseáramos por los valles del ensueño. Tu cuerpo arropado irradia calor de supernova, traspasa mi alma y arrastra mis átomos. Pierdo, así, parcelas de mi corazón con tus latidos. Seguro, por las noches nos confundimos de cuerpo e indagamos la vida del otro, entre las costillas y el páncreas, hamacándonos en algún vaso o percibiendo el leve murmullo de la pleura. Cosa mágica, el entrelazamiento cuántico de los seres que se dan vida mutuamente. Amor einsteniano, como una fragua para los piélagos del tiempo. Padre e hijo, amalgama que se apapucha entre las mullidas mantas y respira el mismo oxígeno, hasta el amanecer de la muerte.

Es decir, esta novela no tiene principio ni fin, hay poca corrección y demasiada honestidad.

La verdad, es que hay mucha mentira en lo que se dice y hasta en lo que se calla en las noticias. Todo se muestra invertido, como un tazón de cereales derramado en medio de la hambruna de Burkina Faso. La mentira es la norma, mientras que nosotros dos apostamos a la única verdad: seguir juntos otro día y reír, como si desplegásemos un paraguas ante la tormenta de obscenidades.

Los que vienen a casa son amigos, queribles arquetipos del argentinismo antediluviano. Por suerte, los tenemos a mano, como a las velas durante un apagón. Son opinólogos de política, irremediables profesores de colegios o frustrados semidioses de algún comercio barrial. Alegran las tardes, que parecen ser de la inflación, como las noches y un buen porcentaje de las mañanas.

Yo escribo, mientras duermes, hijo. Siento como respiras a mi espalda, se apagaron las brasas y me abruma el frío. Los dedos caen sobre las teclas como difuntos sin gloria, unos tras otros, en el portento de la madrugada. Ojalá leas esto cuando tus ojos comprendan y tu mente pueda ver.

En nuestra casa, alquilada, hay dos mesas; ambas repletas de libros y revistas que le hacen frente al maremágnum tecnológico. ¿Podría cobijarte con un e-Reader? No creo, los libros son como lecho de hojas otoñales, terrosas y cándidas. Bienaventurados aquellos lectores en sus mullidas calmas, listos para la curiosidad del momento. Libros y niños, se acompañan, créanlo.

Pienso, qué barbarie mi vida, patinaba sin sentido hasta que naciste. Se lo comento a mis amigos, mientras intento no quemar la yerba y cebar un mate decente que, además, es un bien de lujo en la actualidad.

Ahora, la guerra parece una secuencia inconclusa, las marchas de protesta un salpicré urbano, el politburó es un circo avejentado y, en tu rostro de níspero, la muerte se hace chicle, la desidia es un mísero espárrago y el odio nada más que cuatro absurdas letras mal pegadas. Dime ser meridiano y extraño, ¿le has dado sentido a los segundos?

Qué imperio somos, hijo, al mirarnos, sin prisa, en los dominios del silencio.

—Dale loco, basta de misterio —espetó cansada. Sus mates ya eran un asco.

Al nacer tú, nací en estremecimientos. Fui otro, al instante, aun cuando tus ojos permanecían cerrados y parecías un enviado extraterrestre, rosado y de cabeza extraña. ¡Qué lindo tu plato volador de gestos en esa maternidad!

Sé que esperan el comienzo de la novela. Claro, las cosas son como son, todo debe encausarse de acuerdo a las normas éticas, editoriales y estadísticas. No tengo idea de qué es una novela. ¿Debería ser algo vendible? ¿Qué dirán los youtubers?

Creo que mañana será un día nublado. Un día para creer en nosotros, ¿qué otro camino hay? No se puede ir a la deriva con un hijo. He de tatuar esa frase en el reverso de mi cráneo para cabecearla a cada instante; lo demás, es puro verso.

Mañana toca baño, hijo, y te cortaré las uñas. Luego haremos la búsqueda del tesoro, que son las ofertas, semiocultas, en las remotas islas de los negocios. ¡Es un juego espléndido en la Argentina! Vamos con el motor a pleno al cielorraso de la pobreza y es, naturalmente, una gesta nacional.

Algunos dicen que “esta vez” se solucionará, mientras tanto lavandina o bananas, harina o pasta dental. No te intimides, hijo, papá cocinará rico, contra viento y marea Díganme… ¿se puede observar algo más hermoso que un hijo mientras disfruta su mamadera? Pueden cortar la luz y aumentar el gas, pero nunca refutar la visión indomable de un niño y su leche. Qué joder, para muchos comprar u litro de leche es un suplicio inevitable. Y sí, no me creen, yo los comprendo lectores. No se puede creer lo increíble. Pasen y vean, sorteen la pantalla y entren a un mundo diferente, tal vez sea bueno conocer a la Injusticia en el país de las maravillas.

— ¡Yyyyyyy… qué onda con Los Griegos! —me pellizcó.

Maldita novela, no sé por qué la escribo. Será la catarsis de un padre con un pequeño hijo en luna menguante, con la pava que chilla desde hace una hora y el agua que sufre, se quema. Un padecer de los escritores, mearse en la silla mientras el mundo gira como una rueca de tripas hilvanadas.

Somos como menhires, hijo. Majestuosos en la simpleza.

Iré a acostarme, pero antes te daré un beso en la frente para que, en sueños, divises a ese pájaro púrpura que viene a rescatarte del hastío de los hombres. Somos leones, hijo, mientras leemos Selecciones del Reader's Digest o Patoruzú en la peluquería de Pedro. Te beso en la frente y mis labios se conmueven con tus cabellos.

Mañana abra paro docente o un reclamo de los estatales; qué más da, a tu lado me reseteo.

—Los Griegos es una panchería —le dije.

—Dale, contá, ¿cómo carajos venden tanto? Todas se quieren comer esa salchicha, qué les pasa… —Noté su preocupación y, en honor a la amistad, decidí relatar lo que había averiguado.

—Los hermanos Pappas no vienen de Macedonia, como dicen. En realidad, son dos flacos teñidos de dorado y están tostados en cama solar, tienen acento inventado y se escaparon de Berazategui. Parece que al más alto lo busca la brigada, por robo a mano armada. Terminaron acá y pusieron esa panchería, que es un éxito rotundo en esta crisis. Lo extraño es esa salsa verde flúo que usan encima de las papitas; algunos dicen que es de palta, pero más rica. La gente no para de comprar y consumir. Para mí, que estos tipos tenían un laboratorio de metanfetamina y descubrieron algún tipo de compuesto químico raro —solté todo, sin miramientos.

— ¡Ni empedo compro un pancho ahí, prefiero morirme de hambre! —sentenció ella, sin más—. ¿Cambio la yerba? Me parece que se lavó —agregó con cara de “me saqué un peso de encima”.

—Dale, estúpida, dos mates más y me cago. Sos intensa, vos… No hagas ruido que se despierta el nene.

II

Algún día escribiré este capítulo…