Tegucigalpa (Honduras), 1998.
Setenta y un inmigrantes aparecen muertos por asfixia en el interior de un camión refrigerador abandonado en una carretera que une las capitales de Austria y Hungría.
(Nota fría de un informativo televisivo a la hora de comer)
El obispo de Utrecht se despidió de Miami: esa ciudad ordenada, de mar transparente, repleta de jardines con piscina, para llegar a un país abrupto, lleno de improvisación y ondulaciones, donde las casas parecían estar construidas en un precario equilibrio y había polvo en lugar de césped, techos de chapa en lugar de tejas de arcilla. Cerró los ojos. El sol madrugador se filtraba por la ventana y advertía a su mirada que había merecido la pena empujar las experiencias sin planificación. El miedo, enganchado a todas las advertencias, quedaba ahora bajo folios en blanco que ya no quería rellenar.
En Tegucigalpa la noche se columpiaba en los cerros, desafiando la planificación urbanística para mostrar un paisaje donde nada tenía fin. Adrianus de Utrecht aceptó gustoso el encargo de asistir a la reunión de Honduras. La jerarquía de la iglesia católica de distintos países latinoamericanos coordinaba acciones sobre gobiernos y agencias internacionales para paralizar las reivindicaciones de organizaciones de derechos humanos. En el ombligo del continente todavía quedaban fieles, cada vez más amenazados por los credos protestantes. Esa puesta en escena le venía de perlas, aunque también le obligaba a extremar las precauciones.
El encuentro no fue fácil. Había demasiados anillos atascados en los dedos de personajes mediocres, discursos largos que acudían a preceptos inventados por el hombre, parrafadas extraídas de supuestos textos sagrados. Se creó un petit comité para tratar el caso de una niña de quince años embarazada en El Salvador cuya vida estaba en riesgo. . La familia pedía un aborto terapéutico, pero la Iglesia se oponía. Adrianus escuchaba sus argumentos y los encontraba demasiado rancios y mezquinos. Se le revolvía el estómago. Uno de sus colegas defendía la tolerancia cero porque, según él, cualquier excepción abriría la caja de pandora. En Honduras, El Salvador o Nicaragua la iglesia seguía presionando para que la legislación y su aplicación encerrara en la cárcel a las mujeres que abortaban. En ocasiones no salía bien y tenían que acudir a un hospital público.
Todo esto ocurría después de que el nuncio de Santo Domingo, creyéndose intocable, abusara de cientos de jóvenes. No hubo ningún comentario en la reunión. Un diácono al servicio del pederasta buscaba a los chicos más pobres en el Malecón para satisfacer sus deseos. No se esforzaba en disimular. Cuando las instituciones de derechos humanos se vieron inundadas por las denuncias que respaldaba Unicef, el nuncio se amparó en su inmunidad diplomática. También ayudó la mano dada por las autoridades del país. Lo dejaron salir para evitar que fuera a juicio . Refugiado en el Vaticano reincidió. Guardaba decenas de fotos de menores desnudos en el disco duro de su ordenador. Fue arrestado, pero le concedieron ciertas prebendas y lujos después de declarar trastornos de personalidad. El perdón de dios que era negado a las mujeres que interrumpían su embarazo sabía ser generoso con los servidores de cristo arrepentidos.
Le quedó un día libre en Tegucigalpa y el obispo pidió a la archidiócesis que le organizara una visita a una escuela pública del área rural. El arzobispo le sugirió que había otras opciones y que la mejor sería la de asistir a un colegio católico donde iban los hijos de las personas más influyentes del país. “Ya sabe su excelencia lo peligroso que es acudir a esos barrios pobres” –añadió. Pero Adrianus no se rindió: “No tengo miedo. Dios está en todos lados, sobre todo en las colonias más carenciadas. Además, los dos entendemos que el catolicismo en Honduras forma parte de la sociedad.” No tuvieron más remedio que conducirlo donde pedía.
Allí corroboró que las privaciones y la violencia negaba a sus habitantes lo recogido en la Constitución. El profesorado hacía lo posible para postergar la entrada de niñas y niños a esa realidad sin reglas ni pudor. Crecían en un campo salvaje, hacinado, lleno de cables, minado, sometido a vigilancia y silencio.
El maestro Mario lo condujo hasta una casa verde, algo alejada del edificio principal, para ver las llagas de la pobreza. “Parece familiar, pero allí torturan y trocean a quienes no acatan las reglas de la mara”. Al levantar la mirada, Adrianus creyó ver reflejado en sus ojos el inicio de un límite que no debían traspasar.
Al padre de Mario, ex policía, lo habían matado cuando él tenía once años. Le confesó que hubiera preferido que migrara para los EE. UU. Esa era la historia más común entre los niños y niñas sin padre. Bastaba con conversar con ellos unos minutos para hacer aflorar los relatos de los progenitores que habían cruzado la frontera. El país entero lloraba la ausencia de los padres.
“En otro tiempo –le contó Mario- trabajé para el ministerio de Hacienda. Me mandaban a cortar la luz de las personas más humildes porque había muchos impagos. Fue idea de uno de los tantos presidentes sin escrúpulos de este país, otro más que creció en la abundancia. Cuando salió en la televisión dijo que algunas personas eran muy vagas y la gente honrada no tenía por qué pagar su electricidad. Aquel día me levanté temprano y el alba me hizo apreciar mejor las cosas. Corté la luz en algunos hoteles de la zona y en las residencias de calles pavimentadas, pero decidí no operar contra las más humildes. Una señora vendía frutas en una mesa bajo una bombilla. Tenía que mantener a cuatro hijos después de que sus padres desaparecieran. ¿Qué sentido tenía apagar esa luz?” – le preguntó al obispo retóricamente.
Pero no todos los maestros eran como Mario. Escuchó algunas clases, la utilización de aquellas reglas que señalaban amenazadoras. Uno de ellos definía el espíritu catracho y después mostraba las banderas de otros países. El obispo se dio cuenta que no sabía situarlos en el mapa y trató de ayudarle. De poco valían esos colores sin sus territorios en las geografías discontinuas de los continentes.
Al salir de la escuela, el cardenal escuchó el relato de una niña que tiró de su túnica:
Padre, le quiero compartir una historia porque me gustaría que cuente al resto del mundo lo que nos ocurre. Hace una semana fui secuestrada. Me hubieran trasladado a otro país si no hubiese conseguido escapar de la casa loca en donde me retuvieron para violarme. También llevan allí a quienes no pagan el impuesto de guerra. Sé que algunas de mis compañeras solo aspiran a convertirse en las novias de los mareros. Dicen que para eso no es necesario estudiar. A veces las comprendo porque aquí nos hacen repetir todo como loritos, sin analizar, sin buscar los porqués.
Adrianus se quedó parado, viendo en los ojos de la niña su propia indignación, la de las víctimas del abuso de poder, sin saber cómo responderle, atrapado en su túnica púrpura, incapaz de derribar los muros de la pobreza y la exclusión o hacer frente a la ausencia de Estado que permitía que adolescentes de doce años como Elisabeth le hablaran como si tuvieran cien.
Por mí no se preocupe –continuó -, siempre tuve una vida muy dura y he podido sobrevivir, pero me da miedo que esto pueda ocurrirle a mis amigas. No todas son como yo. Algunas no sobrevivirían. A mí me gusta saber cosas de otros lugares, qué ocurre en el mundo, qué pasa también aquí cerquita, en mi ciudad.
Adrianus dejó la colonia Libertad con otra nueva herida, sabiendo que las élites que agasajaban a la curia de aquel país pocas veces alunizaban en lugares como ese y menos se dignaban a departir con las adolescentes sin recursos. Mario se despidió con lágrimas en los ojos: “Sabe padre, visitas como la suya nos dan aliento para seguir erigiendo estandartes contra la tormenta. La escuela, aunque parezca mentira, continúa siendo el único espacio libre en este lugar. Los de ahí fuera la respetan porque también quieren que sus familiares encuentren otras oportunidades que les permitan elegir su futuro”. Adrianus recogió ese dolor y todo lo que allí iba contenido. El sufrimiento abonaba cada día su sacudida telúrica.
Ya de vuelta al hotel de Tegucigalpa, el obispo se despojó de su hábito para salir cuando la oscuridad hubiera transmutado la piel de la ciudad. Tenía los datos de un consultorio con conexión a internet alejado del distrito hotelero desde donde filtraría la documentación que había ido juntando durante aquellos días. Dale ya la estaba esperando para difundirla entre medios de comunicación y organizaciones de la sociedad civil haciendo alusión a “fuentes confidenciales”.
El obispo había preparado una nota referida a la reunión de representantes del Vaticano y de la iglesia católica de todos los países latinoamericanos en la capital hondureña para buscar líneas de acción que presionaran a los gobiernos y partidos políticos. Trataban de evitar el avance de la agenda de derechos sexuales y reproductivos. Iban a seguir criminalizando a los servicios de salud, evitando la despenalización de la interrupción del embarazo o la aprobación de las leyes de matrimonio igualitario. Todavía menos querían oír hablar de la inclusión de la educación sexual en los currículos de los colegios. Tratarán de evitar “que se falte al respeto de los dogmas de la doctrina católica frente a la perversión de las lecturas izquierdistas y enemigas de la fe”, citaba textualmente de uno de los documentos internos.
Para neutralizar al investigador infiltrado, también adjuntó un informe con sus pesquisas sobre la agenda de las Naciones Unidas, aportando las pistas suficientes para su identificación. Visitaba todos los días la página web de las instituciones, conocía sus lenguajes, los pequeños enfrentamientos que podía utilizar para abrir brechas entre las posturas de unos y otros. Además,Cees incluyó entre la documentación la lista de los gobiernos que habían tenido contactos recientes y habían mostrado simpatía para la causa vaticana, y otra de las organizaciones de la sociedad civil enemigas con la postura de la iglesia. Dale sabía de los peligros de esa filtración, pero sentía que era un mandato imperativo, la única forma de alertar a otras instituciones, de conminarlas a trabajar.
Llevaba semanas buscando información de quién era quién en distintos organismos internacionales. Había que asegurarse de que los archivos no llegaran a los legionarios de Cristo y miembros del Opus Dei infiltrados, soldados de la fe dispuestos a desvestir al sentido común. Era experto en averiguar identidades a través de las redes y en enviarles información de forma fiable. Los destinatarios podrían acceder, desde sus plataformas, a comprobar las IP que visitaban la página institucional. Así estarían alerta, serían más prudentes. La curia romana era un ejército que no descansaba. Había ocurrido otras veces: presidentes y ministros acababan bloqueando decisiones políticas por convicciones religiosas y por las concesiones que hacían a los mensajeros papales. No podían permitirse el lujo de perder América Latina: el subcontinente con más católicos del mundo. En algunos países sus dirigentes se declaraban socialistas y cristianos a la vez e incluso muchos pueblos originarios abrazaban al catolicismo. La iglesia, que había despojado o deformado esas culturas, se filtraba por las grietas de su propia agresión para sentarse en butacas de terciopelo. Era casi sadismo.
Cuando abandonó el hotel de Tegucigalpa rumbo al aeropuerto, vio un cartel publicitario en la carretera que decía “no matarás”y que firmaba dios. El encuentro de Cees con Nabila Farhat, una periodista tunecina que vivía en Guatemala, estaba programado para el día siguiente en la Ciudad de Panamá. Hasta que cruzara el control de pasaportes, su identidad seguiría siendo la del obispo Adrianus de Utrecht, pero en el hotel había reservado una habitación con el nombre de Cees Blijdenstein, director de la oenegé Transparencia Internacional. Llevaba dos maletas de distintos colores que podían acoplarse una dentro de la otra. Se cambió de ropa en un baño del aeropuerto y dejó la más grande en consigna. También quedaron allí sus enormes gafas de pasta negra. Solo dispondría de unas horas para su encuentro con Nabila en la ciudad del canal. Su cabeza, enganchada a la injusticia que padecían las niñas, iba pergeñando la petición que le realizaría a la periodista tunecina. Lo más urgente era organizarse para evitar la muerte de la salvadoreña. Esa era otra forma de matar, descarnada. Cuantas más organizaciones y más ruido se armará mejor.
Los grupos que se hacían llamar “pro-vida” nunca estaban callados. Su adoctrinamiento y manipulación tenía consecuencias graves para la garantía de los derechos de las mujeres. Había que asegurar una buena defensa en los tribunales. La organización que representaba podría financiarla y agitar el tema por sus redes. Si los hombres parieran, el derecho a decidir sobre el propio cuerpo estaría permitido desde hacía mucho tiempo, pensó Adrianus. En la iglesia hablaban de transgresoras de la ley natural: ellas debían obediencia ciega a lo que el macho estipulaba, estaban para limpiar los platos sucios de la sociedad, especialmente las más humildes y sin recursos. La imagen en negativo de la mortalidad materna era fea: se dictaba en el basural del mundo, en las cloacas de un orden completamente revertido e injusto.
Lo escribían los mismos que consideraban intolerante que las mujeres llegaran al sacerdocio. A veces, a Adrianus le costaba disimular cuando miembros de la curia decían usar la palabra de dios llena de embustes y falacias: los dedos que apuntaban eran los mismos con los que se masturbaban.
Antes de despegar rumbo a Panamá contempló todos los soles deslumbrando el sentido. El error de cálculo se mencionaba tibio, el sacrilegio vago. Miradas desde el fondo de un vaso transparente que el polvo del camino siempre acababa opacando.