Y llegó el viento a hilarlos…

Se conocieron a orillas de la infancia, el miedo y la poesía. Se juraron que un día -no sabían ni cómo, ni dónde, ni cuándo- regresarían a salvar la magia que habían dejado allí en la costa.

La fortuna decidió no cruzarlos cuando tuvieron hijos -cada cual con quien halló en su propio camino- y fueron bautizados en la misma iglesia con una diferencia de apenas media hora.

Tampoco quiso premiarlos la suerte aquella tarde de invierno en el bosque, en la que ambos -ignorando por completo su cercanía- rogaban por un refugio ante la tormenta inesperada.

Después, el siglo transcurrió sin preguntarles nada y de pronto, una noche, las olas del silencio o del insomnio les devolvieron la promesa que habían relegado porque sí, por cobardes.

Durante las siguientes décadas, buscarse uno al otro volvió a ser una manía compartida en secreto. Cada uno entendió por su lado, que, si aquella obsesión se había ido desdibujando poco a poco, no había sido culpa del desamor, del olvido o de la falta de paciencia frente al decepcionante resultado. No. En absoluto. Sucedió porque no tenían la más mínima certeza acerca de la posibilidad de que uno de los dos hubiera decidido abandonar la búsqueda.

Sin embargo, la desventura continuó adueñándose de las perversas agujas del reloj y de los calendarios, evitando siempre, por escasos segundos, el reencuentro anhelado.

Finalmente, esta mañana coincidieron, mientras los despedían -entre abrazos, suspiros, lágrimas, flores, rezos- los nietos que, por separado, habían tenido.

Fue justo allí, frente al muelle, escenario de su primer beso, cuando nadie le temía todavía al invisible y conocido ahogo que trae la nostalgia.

Entonces descubrieron que aquel espacio no representaría nunca más el melancólico territorio perdido en el que alguna vez habían sembrado sus sueños, sino que se estaba convirtiendo en un nuevo y esperanzado punto de partida.

Ahora que son hilos enredándose libres en el viento, enhebrarán juntos la leyenda que este puerto y sus costas les debían.

Geografía arbitraria

Quiere un sendero suave, claro, llano…
quiere inventar un plano que contenga
todos o casi todos esos sitios
en los que alguna vez fueron felices.

Quiere borrar, del mapa, cicatrices
y esa sensación rara de caerse,
sin que nada ni nadie la sostenga,
en un pozo empedrado y sin raíces.

Quiere una calle nítida y angosta,
con una costa breve que no aleje
y un horizonte azul que se asemeje
a aquel que señalaron ese día.

Quiere crear alguna geografía
con el sabor extinto del inicio,
sin el ripio, la noche, el precipicio,
la colina imposible, el ruido, el lodo.

Quiere encontrar un milagroso modo
-que no sea otra vez el desencanto-
de contar de memoria aquella historia
sin que le duela tanto (tanto, tanto).

Oye de pronto un pájaro… su trino
despierta su alegría y mientras tanto,
cree en la geografía, cree en el canto
y descubre, delante, otro camino…

Tiempo

Sí, por un tiempo va a dolerte tanto,
en los ojos, el pecho, la garganta…
tal como duele lo que desencanta,
¡no imaginará, la gente, cuánto!

Y querrán invitarte a esos lugares
a los que suelen ir los que están tristes
incluso intentarán contarte chistes
y tornarán tu risa un llanto a mares.

Después, de a poco, irá cicatrizando
tu vacío tan lleno de presente
preguntándote, mientras, hasta cuándo
continuará tu malestar latente.

Una mañana despertarás temprano
recordando algo bueno que has vivido
un sabor, una imagen, un sonido,
y tendrás el futuro allí en tu mano.

Se abrirá otro camino (otros sueños),
cuando logres perdonar y perdonarte,
tal vez vivir no sea más que el arte
de entender que en los finales nunca hay dueños.