¿Quién serás esta noche en el oscuro sueño,
del otro lado de su muro?

(Jorge Luis Borges)

— ¿Cuándo vuelve papá?

Se me congela la sangre. Continúo arropando a mi nieta, una chiquita de cuatro años, una mirada corrosiva, una esperanza imbatible recostada, apretada a su gato de algodón.

—Pronto, chiquita. Pronto.

—¡Ufa, abue! Siempre lo mismo. ¿Cuándo va a venir?

Ya no la veo, arrasado por las lágrimas le doy un beso en la frente, la abrazo y pido que pueda dormir. Que podamos dormir.

Pasan los días, uno igual al otro: adentro, el húmedo confinamiento; afuera, la niebla y la lluvia, el aire sucio y el viento fatal. Y la espera por un mañana que nunca llega. Como tampoco llega el hijo, el militar que siempre nos protegió. A su viejo, a su vieja, a su abuela, a su hija. El hijo salió una noche, cuando el viento apenas era brisa y no este monstruo que trae lo brutal, lo demoníaco.

—¿Cuándo vuelve papá? —pregunta la nieta.

—Cuando afloje la tormenta —le contesto.

Pero eso nunca sucederá.

No nos acostumbramos al silencio. Esperamos por los golpes en la puerta. Salvo después de medianoche. La abuela tenía razón. Quien golpea después de medianoche no es quien parece. Yo lo pude comprobar una vez, una noche. Me quedé al acecho y esperé. Fue suficiente.

Son las 2.30, las 4.00, cómo estar seguro. Me he quedado en vela, cuidando de mi nieta, y escucho esos golpes. Pero no. Parecen uñas agudas, rascando como lo hace un animal. Nunca la piel se me erizará como aquella vez, nunca tendré de nuevo esa pulsión por llorar, de tanto que me ahoga el espanto. La abuela duerme; gracias a Dios, la nieta también. Y lo que se zarandea afuera, rasgando y cloqueando, eso no es hijo, eso no es papá. Aun sabiéndolo, un coraje de viejo me anima un ojo en la mirilla. Y lo veo. Esa sombra enclenque no me ve, pero me presiente y ahora aúlla y escarba la madera con más furia.

El grito se me escurre como fantasma hueco. Con las dos manos como sellos en la boca, me alejo hacia las escaleras, hacia la alta habitación. Desde el primer piso, por las hendijas de la ventana, lo sigo viendo acechando el portal, mordiendo el picaporte, dragando la madera, aullando y dando vueltas sobre sí mismo. Lo veo sin poder dejar de verlo, hasta que me rinde el brumoso sueño. La abuela tenía razón, eso no era papá. Aunque tuviera algo parecido a un traje militar, aunque portara un aire de lejana humanidad, esa cosa desgarrada y envilecida no era mi hijo. Esa cosa no era papá.

A la bisabuela no la pudimos enterrar. Se apagó como una llama breve azotada por la ventisca. De un soplo. Y ahí se quedó, en su cama, varios días, sin que me alcanzara el valor de alzarla y sacarla a la intemperie, donde el viento te castigaba con saña y hacer un pozo semejaba una tarea de titanes locos. ¿Cómo hacerlo? Al final, cuando los bichos la asediaban, me decidí a quemarla en la caldera del sótano. El olor nos deshizo su memoria. Y supe que si había un cielo, yo había sido expulsado a partir de esa aberración. El infierno no era mi miedo. La corrupción que se alojó en mi alma ya había pagado esa eternidad maldita acá en mi misma morada. En esta estación final.

¿Hace cuánto se fue papá? Él lo era todo para nosotros. Su ausencia nos ha dejado un vacío que se nos va llenando de pulidos vicios, tan ajenos a una nieta y dos surcados abuelos. Nuestra casa, nuestro cuarto se han poblado de insólitas alimañas. Después están los demás habitantes: pájaros, rayas, víboras, sapos. Todos en armonía, todos aprendiendo el equilibrio natural que solo nuestra presencia parece interrumpir. Estamos cercados. Fuera, el vendaval. Dentro, estos bichos. Todo parece odiarnos. Y no van a dejar de hacerlo hasta destruirnos de hambre o desesperación. Pero aún somos nosotros, nuestra nieta y dos abuelos, sin papá. Estamos en las garras del mono. O de su maldición. Ya no hace falta que sea madrugada. Cada vez que el viento golpea puertas o ventanas nos miramos esperanzados de horror.

¡Es él! ¡Es él!

Pero no precisamos mirar para saber que afuera no hay nada humano, que algo siniestro lo ha reemplazado. Cuesta aceptar que lo que arrecia allá fuera no es papá. No es hijo. No es nieto. No es nadie. O quizás sí. Pero algunos horrores es mejor no bautizarlos para no otorgarle un poder mayor.

Hace unos días que nada se escucha puertas afuera. El viento poco a poco tiende a amainar, aunque no es para confiarse. ¿Cuánto ha pasado desde la invasión? Desde esa tarde aciaga en que la niebla lo cambió todo, ya ha pasado tiempo. Nos acostumbramos. Nuestra nieta ya no pregunta por nadie. Se hamaca en la mecedora de la abuela, abrazada a su gatito de algodón.

Estamos a la improvisada mesa. Despacio, la abuela corta la carne seca que papá nos trajo, cuando aún era el condecorado militar. Es lo que nos alimenta, lo único que no huelen esos bichos cegados de arena. El afuera y el sótano ya no son problema. El problema es la escasez. Vamos a agradecer, les digo. Y empiezo. En el nombre del padre…

— ¿Papá no puede traer más?

—Cuando todo mejore, seguro vendrá a traernos más.

Pero nunca nada va a mejorar.

Hace seis días que no comemos. Ya no se puede seguir. Hay que decidirse a salir, me dice la abuela. Afuera algo habrá. Y lo que fuera, será mejor que seguirnos acá. Muriendo a segundos.

—Papá ya no va a volver —dice la nieta.

—Voy a ir a buscarlo —le digo.

—Vos tampoco vas a volver, abuelo.

No sé qué decir. Le paso su gato.

—Cuidalo —le sonrío—. Él te necesita.

—Cuidate vos —me dice la abuela.

Le doy un beso. A las dos. Y salgo.

Cuánto tiempo ha pasado. El barrio está apenas reconocible. Allí donde yo mire, brotan desolaciones. Las casas vecinas, derruidas y ganadas por maraña de plantas y raíces salvajes. El frío me castiga la cara y delante me grita el camino gordo de mugre y vegetación. Hace mucho que no me muevo. Ahora lo hago a pasos dudosos. Por la edad, por la desacostumbre, pero es por otra cosa que me muevo lento. En la puerta se distinguen las marcas de papá. Las mordidas en las tablas, las picaduras en el picaporte, los restos de pelo, la sangre seca, todo le pertenece. O es lo que le resta. Detrás de mí, las escaleras chillan obscenas como si hubieran olvidado cómo crujir bajo el peso humano. Pero nosotros no olvidamos. Aún somos humanos. Mientras quede uno, jamás podremos olvidar.

Recuerdo no haber estado tan lejos del pueblo. Sin embargo, estoy seguro de que se ha movido, ha mudado sus cotas. Ahora este es un lugar por equivocación. Ahora hay selva donde hubo senderos, hay lobos y ninfas donde hubo hombres y mujeres, hay humos de espanto donde hubo diáfana libertad. Pienso en mi nieta, en abuela. Pienso que este mundo no las acogerá nunca. Me toco el corazón: hay una opresión donde antes hubo alegría.

El niño me sale al cruce. Se le nota la maldad en los ojos. Si bien está entero, algo en él ha mutado. No es un niño. Es un engendro, un hijo de Chernóbil, de Hiroshima y Nagasaki, de los campos de exterminio, del Napalm, de todas las desgracias del mundo. El niño es un resumen y un compendio. Un modo de entender el futuro. O de despreciarlo para siempre. Allí no cabe nada. El niño me pide ayuda, me quiere tocar. Pero su maldad es repelente. Hago todo por esquivarlo, por dejarlo detrás. El engendro chilla y se apretuja la cara. Bufa y babea y me sigue. Parece a punto de correrme, pero se tropieza al paso y cae y se revuelca en la arena fangosa. No es una imagen esperanzadora. Y es la única que hay. Pero yo sigo buscando. Tal vez aunque más no sea un signo de otros tiempos. No hay esperanza, pero lo busco. Por alguien más, lo busco.

La arena ha reemplazado al verdor. Ha dejado las marcas en las paredes de la ciudad muerta. Esto era el centro. Este era el corazón del pueblo. Nada hay vivo ahora y es poca el agua que me queda. No hay redes potables ni oasis para surtir. Por primera vez me asalta el ansia de volver. Esta expedición es un fracaso. Enseguida veo el humo. A medio kilómetro, el humo. Varios brazos subiendo al cielo, borroneando el sediento sol. Y es como un incendio, una llama que ilumina la lejana expectativa. Eso es algo, pienso. Y me da miedo.

El olor de la carne, ya la había olvidado. Está por todos lados en este mercado persa. Cuánto hace que está. No debe ser hace poco. La organización de las tiendas, los recursos de conserva, el despliegue militar me hacen sospechar que ellos ya lo sabían. Algún referente del gobierno me reconoce, me dice que me esperaba, que hijo fue uno de los mejores en servicio. Antes de entenderlo del todo, me lleva al carro mejor, pide el especial, me da de probar un sándwich. Especialidad de la sangre, me dice. Y morder el primer bocado es como regresar a casa, es como vencer a la muerte.

Veo el frigorífico, las ropas raídas colgando en perchas en la entrada. Los militares, las autoridades saben nuestras preferencias. Saben lo que vamos a buscar. Búsquelo, me dice. Es su derecho y su deber. Entre el hormiguero de prendas, distingo la chaqueta. Es él, es hijo. Se lo muestro al mercader, al matarife.

—Está entero, por supuesto —me dice.

—Me lo llevo —le digo—. Entero, por supuesto.

—Así lo esperábamos —dice el matarife—. Un hijo sabe el valor que le otorga su padre.

Y el corazón se me desprende y me baja a los pies.

El matarife se mete al frigorífico. Me hace entrar con él. Me acomete el frío de lo que voy a hacer, de lo que no puedo evitar.

—Cómo lo va a llevar —me dice—. Es grande.

Trago saliva, le contesto lo más lógico: trozado en porciones de 3 y preparado para el mayor tiempo posible.

—Pierda cuidado, jefe —me dice—. La carne de los embichados se conserva muchos años.

—Cómo lo sabe —le pregunto con espanto.

El jifero no me contesta. Pero lo sabe. Yo sé que lo saben todo. Del mismo modo que yo, al ver a hijo en la camilla de metal, desnudo y deforme, sé que no es él. Aunque lo haya sido alguna vez. Ahora vuelve a ser hijo en la medida en que vuelve a ser el sustento de la casa. El que nos salvará la vida, la que nos queda, una vez más.

Cuándo vuelve papá, me dirá mi nieta al verme entrar, el gato de algodón en su pecho. Acaso diré que, de algún modo, él nos manda comida y siempre estará con nosotros. La nieta no entenderá, pero el olor de la carne le abrirá las narices. Por la ventana, la abuela verá la camioneta militar, luego verá las bolsas, y entenderá. Vamos a agradecer, diré ya vencido. En el nombre del padre. Y los convocaré a un abrazo de a tres. Y en tanto nos apretamos con esfuerzo y rabia, el llanto nos verá borronearnos sin culpas, sin hijos que esperar.