Con la urbanidad como principios de conducta estamos ante una auténtica forma de cultura con todo y todo (es decir, a pesar de sus opositores, que los hay, como veremos en el artículo del mes entrante). Si esta cultura es un cepillo, como el del carpintero, que desmonta la tosquedad de la madera a su paso, se entiende por qué en Veracruz se le dice al que carece de ella que le falta cepillo, cepillado; gráfica forma de designar al proceso que bien podría llamarse «urbanicidad».

Como tanto en la vida, ese proceso arranca en la casa, los mayores enseñan a los menores —se supone que los ya formados le participan a los formandos: a no hablar con la boca llena, a no hacer ruido al masticar, a cubrirse cuando se estornuda y tose, a tantas acciones que no pueden dejarse sin marcaje personal. Elemental, ¿no?: pues muchas veces se nos escapa, tal vez por ser una infinidad de situaciones las posibles…

…Pero de todas ellas, la número uno es lo que se habla.

Urbanidad al hablar

En el lenguaje hablado es donde más se nota la urbanidad y su pertenencia a la cultura: abre la boca y te diré quién eres.

Es decir (aunque otra vez obvio): no tiene que ser la persona ilustrada, ni de «buena clase», con que se exprese clara y comedidamente, basta. Comedidamente: tomando en consideración a los demás hablándoles de una manera equilibrada.

Se necesita equilibrio en el tono: no hablar demasiado alto ni entre dientes; en las palabras que se dicen: no hablar con cultismos ni en forma chabacana; tratar de que el mensaje sea accesible a todos los presentes, aunque llega a ser muy difícil, sobre todo cuando los hay de todas las edades, escolaridad, preferencia política y religiosa y demás etcétera que complican la recepción del mensaje por la generalidad… No obstante, el que toma la palabra siempre tendrá como un ideal adaptarse a todos, pues no se le puede hablar a un novato como se le habla a un experto; a un niño —dígase lo que se diga— como a un adulto; en fin... y, muy importante, a alguien que acaba de llegar al círculo de conversación que a alguien que oyó todo desde un principio.

Las voces del que habla sin maneras suenan agrestes, mientras que en la posición opuesta llegan a sonar exquisitas. En cuanto a la voz como tal, no necesita ser hermosa, una voz verdaderamente seductora no es la llena de matices —eso es al actuar—, sino la que es plena de educación, aunque sea fea.

Groserías

Dentro del lenguaje hablado un punto y aparte son las «groserías» o malas palabras. Haciendo a un lado la tesis de que no hay malas palabras, sino tan solo palabras, quiero apuntar dos casos de ellas bajo esta premisa en forma de pregunta: ¿qué no estaban prohibidas en los medios?

Por ejemplo, a la hora que escribo el presente, veo en las noticias destacadas del día de plano 3 en las que hubo intempestivamente groserías; fueron la mala nota de la jornada, prendieron la mecha en las redes y demás. Esta mismísima vez un viejo columnista de economía me acaba de dejar perplejo con una grosería, con la que quiso hacerse muy, muy explícito; siendo que su pluma es sumamente clara: ¡qué necesidad! —dice uno.

Urbanidad e higiene

En un tiempo como este, de pandemia, la urbanidad y la higiene no se pueden perdonar; ejemplos: hay quienes usan el cubrebocas dejando descubierta la nariz, es un caso similar al de quien estornuda cubriendo la boca, pero no la nariz ¡que es la mayor fuente de las emisiones!; y, en definitiva, no usar esa forma de protegerse es una absoluta desconsideración —por no decir agresión— a los demás; una falta de urbanidad… y de higiene.

Esas y muchas otras faltas, que por el virus del siglo se potencian, vienen a unirse a una máxima falta de conciencia: escupir en áreas públicas.

La urbanidad según Jesucristo

El mismísimo Jesucristo tuvo dos acciones que son urbanidad. Una de ellas en las bodas de Caná, en el punto donde, tras el milagro, le hacen ver que lo usual es que el vino mejor se dé al principio, cuando la gente lo aprecia, no al final cuando los invitados ya más o menos alcoholizados no lo saborean bien.

La otra demostración es más contundente, y no se confunde con el protocolo o la etiqueta como la anterior: cuando recomendó a sus seguidores no sentarse a la mesa en los lugares principales, previendo que alguien llegue y les diga que no les corresponde ocupar allí. Dicho de otra manera, se ve mal que alguien llegue y se plante en un lugar sin tomar en cuenta al resto de los concurrentes, o a la distribución que de ellos pretenda hacer el anfitrión o el organizador.

La urbanidad en una de las escuelas históricas de México

El siglo pasado existió en Orizaba (en Veracruz, México) el Instituto «Laubscher». Llevaba a la práctica teorías de aquel de quien tomó el nombre, un pedagogo alemán que se distinguió por aplicar sus teorías educacionales revolucionarias en ciertas localidades, señaladamente en esa importante ciudad. Lo dirigía un maestro singular, que fue discípulo del propio Laubscher, el ameritado don Melitón Guzmán i Romero.1 Se le consideraba una de las mejores escuelas del país, tan es así que en las personas que felizmente asistieron a ella su educación se puede tocar, de plano. Su letra es de un tipo único y exclusivo, que no lo hay en ningún otro lado. Pero en cuanto a la urbanidad que estamos tratando se les enseñaba hasta a sentarse, por tiempos (retirar la silla, ocuparla, meter la silla): el abandono de esas prácticas, por juzgarlas exageradas, ha hecho caer en el otro extremo: usted entre a un aula a la hora en que los alumnos llegan y escuchará un escándalo ensordecedor (aun cuando haya sillas suficientes, pues no se debe a la falta de ellas). El actual alcalde, Juan Manuel Diez Francos, quien se distingue por la remodelación que ha hecho de su tierra cosechando el beneplácito de sus conciudadanos, haría muy bien en rescatar la casona donde don Melitón llevó a cabo su excepcional y ferviente obra y dedicarla a una casa de la cultura.

Nota

1 Mal escrito incluso por instituciones que llevan su nombre y debieran conocerlo bien. Esa i no es como la de Francisco I. Madero, no es una inicial. Es como la y de Ortega y Gasset, pero don Melitón sostenía que se escribiera con i. Incluso escribió y publicó un texto explicando su tesis.