A la Generación 1974 “Jaime Torres Bodet”, del Centro Regional de Educación Normal (CREN) de Iguala, Guerrero, en México, por sus bodas de oro.
En México, a la persona que imparte enseñanza, que da clases, se le llama maestro. Es el responsable del proceso enseñanza-aprendizaje. El título profesional no lo asienta así, pero el uso, sí. Para decirlo de un plumazo, en el siglo pasado se acumuló un deterioro en la imagen de esta profesión; en un cambio que parece deslinde, se intentó sustituir el nombre por el de “académico”, “docente” y alguno que otro más. Se arribó, entonces, a un clasismo, donde el docente es alguien superior al “simple” maestro. Por fin, como tantas veces, el pueblo y su lenguaje se impusieron y el titular de la digna labor que nos ocupa es llamado, y seguirá siéndolo, “el maestro”.
Los maestros de la generación que lleva el nombre de don Jaime José Vasconcelos y Jaime Torres Bodet | Meer desarrollaron la labor, que tiene todos los adjetivos arriba mencionados, precisamente en un espacio con su propia carga adjetival: el estado mexicano de Guerrero. De manera que ¡gloria a ellos!, por haber hecho, de esa forma, el bien a sus semejantes.
Estamos de acuerdo todos en que el sustantivo “maestro” pareciera un adjetivo, que concedemos a un individuo que hace lo que hace con maestría, que domina su oficio. Este dominio, esta especialización, no tiene que ver con un título académico; se puede tener —dicta el lugar común— aun sin haber terminado la primaria. Así, tenemos maestros cantores, maestros mecánicos, maestros joyeros. También usamos esa designación para aquel refinamiento que algunos imprimen a lo que hacen: es un maestro en la carambola de tres bandas, es un maestro de la palabra, es un maestro en lo que hace, decimos.
En cambio, cuando esta designación es para una persona que se dedica a la docencia adquiere, mayor o menormente, una connotación peyorativa: “¿Eres maestro? ¡Ah!, entonces eres pobresor”; “terminó Filosofía, pero como en ningún lugar se solicitan filósofos, se metió de maestro, mientras…”. La remuneración —que por cierto es superior, por lo general, en el sistema oficial sobre el privado— es baja, y muchos están como maestros en tanto que su área de estudio y quizá especialización llegan a ser justamente reconocidas en su ámbito propio.
A esto hay que agregar la falta de apoyo de los padres de familia al maestro. Del extremo de “¡péguele, si no le obedece!”, con el que los padres transferían su propia autoridad a la que ya de suyo tenía el maestro, se pasó al extremo de “vengo porque dice mi hijo que usted le apretó su bracito, y estoy aquí para que me lo apriete ahora a mí, a ver si es tan bueno”, con el que los padres acaban de desautorizar al ya de suyo desautorizado maestro.
Se culpa al maestro de los últimos lugares que México ocupa en las mediciones internacionales. Esta crítica desconoce las condiciones en que se desenvuelve la docencia. Y por condiciones no solo se entienda precariedad de recursos, sino casos como el de quien atiende a grupos de sesenta —leyó usted bien— alumnos; maestros de secundaria, como los de Artes, que pueden llegar a veintiún grupos a los que deben atender.
Maestros magistrales
A todos: al maestro que no disfruta lo que hace, al que carece del apoyo de los padres de sus alumnos, al que no puede —por más que quiera elevar los índices de aprovechamiento de sus educandos—, es posible, con todo, traerles a colación algunos rasgos, puntos de vista, actitudes, de maestros magistrales en su labor.
Don Melitón Guzmán, en la escuela particular que sostuvo en una bella casona de Orizaba, enseñaba a sus alumnos desde ¡a sentarse! en una silla a ocuparla en tres tiempos: retirar la silla, instalarse, meter la silla, sin arrastrarla, evitando ese ruido tan molesto con que el vecino de arriba —que no estudió con don Melitón— nos hace sentir que ya llegó. De igual manera se enseña en algunos lugares, las escuelas militares por ejemplo, el uso de los cubiertos en la mesa. En el “Laubscher” del maestro Guzmán los alumnos leían y escribían, pues su director entendía que ambas competencias se alimentan una a la otra, y publicaban en su periodiquito —el diminutivo desde luego que se debe a su tamaño— que se iba nada menos que a la imprenta. Existen tipos de letra que caracterizan una época: Palmer, Script; los alumnos que estoy evocando adquirieron el estilo de letra institucional. Nadie que tenga esa letra puede haber estudiado en otro lugar que no sea el “Instituto Laubscher”.
Otro apóstol del magisterio, el maestro Raúl Isidro Burgos, enseñaba al final de la jornada a sus alumnos de la antigua Escuela Normal de Ayotzinapa La Ayotzinapa del maestro Burgos | Meer, en el estado mexicano de Guerrero, probablemente a la luz de una vela —pues la luz eléctrica se ahorraba para tareas de primera necesidad—, a corregir los textos que producían en sus intentos literarios de adolescentes. Con la madurez, esos maestros-escritores llegaron a lo más alto en el firmamento literario guerrerense.
Y si de artes se trata, el maestro Gabriel Bretón, de Historia, no se contentó con enseñar bien su materia en el “Centro de Estudios Luis Víctor de Broglie”, sino que, fuera de horario y de sus obligaciones contractuales, formó, entre una buena cantidad de actividades extracurriculares, una compañía juvenil de teatro en su preparatoria, que con escenografía, vestuario y todo acercaba al dramaturgo Alejandro Casona a un público ferviente compuesto por familiares. Entre los estudiantes-actores se encontraba un futuro escritor, Fernando N. Acevedo.
Ahora un caso colectivo, fascinante (entre otros calificativos disímbolos): cuando los maestros —con todo y la dirección— desobedecen los cambios que dicta la autoridad educacional, pero con el argumento de que así los niños no aprenderán, de que se pondría en riesgo el logro del proceso, siguen, pues, aplicando sus probadas técnicas con éxito, mientras algunas escuelas de las que practicaron los cambios fracasan. Esto fue un hecho real, por ejemplo, en la Escuela “Felipe Rivera” de las calles de Dr. Andrade, en la capital mexicana.
Más ejemplos individuales: el maestro Humberto Mota Gama entraba al aula a la misma hora, se dirigía al escritorio, distribuía sus cosas sobre este, sin omitir sacar de la bolsa de su blazer verde su pequeño cenicero de lámina, pues se permitía fumar. Se plantaba ante el grupo indicándole sacar su cuaderno, dictaba el tema y su contenido, daba la página del libro donde podríamos consultar cómo el autor lo presentaba, escribía un ejemplo en el pizarrón, y abría la tanda de ejercicios sorteando a los alumnos para su pase al pizarrón. Siempre hacía lo mismo. “El maestro Mota es ‘rebueno’”, dije al estudiante normalista Jorge Mattus, y le expuse lo de líneas arriba. “Entonces, no es bueno”, me dijo. “¡Cómo!”, repuse, viendo en la descalificación un atisbo de celos del novel hacia el viejo maestro. Enseguida me dio mi primera e inolvidable lección capital de didáctica: “El maestro moderno debe sorprender a su alumno. Nunca una clase debe parecerse a otra, pues se arriesga a caer en la monotonía, donde al grupo le es previsible lo que el maestro vaya a hacer. Al innovar, el grupo va a estar alerta, pendiente de no perderse lo que el maestro desarrolle”, me dijo.
Muy cierto. No se trata de que el maestro nos deje con la boca abierta ante el despliegue de sus saberes, sino de que nos haga aprender y de que planee su trabajo. Sin embargo, hay casos desconcertantes. “Yo ya estudié”, dijo el filósofo Guillermo A. Nicolás cuando un atrevido alumno le preguntó si preparaba sus clases (puesto que, ¡no las preparaba!). El Juan José Arreola maestro se presentaba tan solo a una que otra de sus sesiones: era la clase —la cátedra— más concurrida de la facultad; con total desapego del programa, y del reloj, el maestro sin título enseñaba entonces a sus extáticos discípulos lo que no habían aprendido en todo el semestre.
¿Y… respecto de los malos maestros? No me acuerdo, ¿o pensaría alguien que, después de todo lo anterior, quede lugar para ellos en la misma mente…?, ¿o en el mismo corazón?
Ma. Teresa Chávez Ávila en la ceremonia de su graduación como maestra, integrante de la generación 1974 “Jaime Torres Bodet”, del CREN de Iguala, Guerrero, México.