«Bajen al sótano para una sesión fotográfica»,

les dijo el jefe de los vigilantes.

Fue un engaño tramposo. De lo que se trataba era de acabar con la vida de los zares rusos, recluidos en Ekaterimburgo.

Era el 17 de julio de 1918. Se cumplen cien años.

El escenario entonces: la casa Ipatiev, en los Urales.
El escenario hoy: un monumental templo en honor de los mártires, cuya historia se puede revisar en el museo anexo. Al conjunto se le conoce como La Catedral de la sangre derramada aunque me parece que dice más llamarla Iglesia sobre la sangre.

Pero existe otra versión del aniquilamiento de la familia imperial: habla de que el mismo oficial les avisó que venía la Guardia Blanca y los combates resultaban ya muy próximos, por lo que debía trasladarlos. Comenzó a hacerlo. Al llegar al sótano les dijo que lo que intentaban iba al fracaso, disparando prácticamente a quemarropa sobre Nicolás II, zar –o exzar- de todas las Rusias. La versión de esta secuencia se divide en otra en cuanto a la llegada a la parte baja de la mansión, la cual dice que se formó a la carrera el pelotón de fusilamiento para enseguida cumplir su cometido.

«¿Que qué?»,

dijo el antiguo monarca.

«Esto»,

contestó su vigilante... y los disparos.

En realidad el zar fue quien menos sufrió, pues cayó al instante. Su hija Anastasia, que se había desmayado ante la escena, parecía medio muerta, y creyendo que había resistido al fuego terminaron con ella a culata y bayoneta. Todas las grandes duquesas tardaron en morir pues se supo desde siempre que lo duro de las joyas que escondían entre las ropas repelió las balas. Esto provocó que los verdugos les prolongaran el suplicio.

Luego de los hechos los cadáveres fueron llevados a sepultar, pero un percance cambió los planes y tuvieron que decidirse por cavar la tumba cerca de la carretera. Se sabe que se les hizo aplastamiento en los rostros para que la deformación imposibilitara el identificarlos. Además se bañaron los cuerpos con ácido sulfúrico. En 1994 se identificó plenamente los restos. Alexei, el hijo varón del monarca, y una de sus hermanas no aparecieron entre los cuerpos. Están perdidos. Claro que no es posible pensar que sobrevivieron, dada la manera exhaustiva como se procedió a asesinarlos.

En los años noventa recibieron ortodoxa sepultura, y la iglesia de esa religión declaró santo a Nicolás. Así que Rusia tiene otro San Nicolás.

Esa declaración de santo, dijo el patriarca, no se hizo por su política –pues esta incluso retrasó la declaratoria largo tiempo-, sino por su muerte infame y la entereza con que la afrontó.

De modo que la figura de él solo, y en segundo lugar de la pareja imperial, son causa de fascinación –y de ensoñación- para muchos, así como de culto, también en el sentido laico del término.

En ese sentido he aquí el tema de la película Nicolás y Alejandra, de Franklin J. Schaffner, música de Richard Rodney Bennett, en la versión de Franck Pourcel, donde este director hace la que en mi opinión es la mejor de todas sus interpretaciones. Una verdadera reescritura de la obra:

Heredero con quien tocó a su término la dinastía de los Romanov y con ella la monarquía, Nicolás no era un estadista. Carecía de visión y de cálculo políticos. Su monarquía incurrió en errores tanto del tratamiento de las situaciones internas -su país vivió un acelerado crecimiento industrial, descuidando las necesidades de los campesinos- como de las externas -expansión rumbo a Asia; conflictos bélicos entre naciones; alianzas con los finalmente perdedores.

Otro aspecto que contribuyó, tal parece que decisivamente, fue su dejar hacer, dejar pasar ante las intromisiones de Rasputín en su política vía la zarina Alejandra, que pasó a la historia por dejarse manipular por el consejero, lo que se aunó a la debilidad del zar.

De manera que sin fortuna en sus decisiones, cansado, víctima de tensiones de guerra -de la Gran Guerra a la que dio pie él mismo-, Nicolás II de Rusia había llegado a 1917 obligado a abdicar atropelladamente.