Advertencia: va a encontrar usted, lector, muchos casos narrados a lo largo del texto. Podrán parecerle lugares comunes, ideas consabidas, pero se mencionan para tratar de explicitar y de mostrar vivo, del día a día —asumiendo obviedades— un tema que para muchos está agonizando: la urbanidad. Materia que nos llevará más de un artículo.
Por otra parte, esa misma narrativa descansa en suelo mexicano, de manera que apelo a la comprensión de mis lectores de Latinoamérica y España que, haciendo un esfuerzo, podrán captar fácilmente las conductas que detrás del regionalismo quiero presentar.
La urbanidad, buenas maneras o simplemente maneras para desenvolverse en sociedad, ¿ha muerto?, ¿se ha extinguido sola, el desuso acabó con ella?, ¿no podría servir como llave de acceso al núcleo social?
Esta forma de relación humana debe su nombre al supuesto de que las mejores formas de comunicación —las que son cuidadas, esmeradas y hasta refinadas— son del medio citadino, mientras que la manera de comunicarse entre la gente del campo es rústica. Una debatible razón.
Debatible razón, pues quién no ha visto al hombre de campo prodigarse en atenciones sin importar el precio de lo que ofrece de comer y beber, sino su valor. La valía que le imprime el corazón con que se ofrece.
Todo se encierra en una palabra: «delicadeza». Lo contrario de brusquedad: fineza. Decimos que quien la ejerce es una fina persona. A quien se rige por este valor le importa nunca atropellar a los demás, sino saberlos tratar, no maltratarlos. Y más aún: la urbanidad empieza con uno mismo, en solitario, como veremos adelante.
Es un indiscutible valor
…Entonces, si la urbanidad es el buen trato, nos hace sentir bien, en ninguna forma daña: es un valor. Hay que buscarla, hay que hacerse de ella, puesto que al experimentarla se exalta lo mejor de la persona, se potencia lo humano. Por eso de aquel que afecta a los demás con sus modales decimos que es inhumano. Si él, no conforme… trata mal al que no tiene y bien al pudiente, comete una inmoralidad, incurre empero en ilegalidad al discriminar, y —claro está— carece de urbanidad.
Las buenas maneras aparecen a cada momento. Al hacer cualquier tipo de trámite —desde una pequeña y fugaz compra hasta gestionar el pago de un seguro— nos enfrentamos al trato de alguien de cuyo desenvolvimiento dependemos —nada menos. Esto se ve muy en especial con el valor que se dé a la cortesía cuando se circula en automóvil… ¿no cree usted?
La palabra «urbanidad», sinónimos y algunas ideas afines
La palabra «urbanidad» es prácticamente un arcaísmo. Generaciones y más generaciones nunca la han oído. Muchos que la hayan oído no saben qué quiere decir. Y, por de malas, no pocos de los que saben su significado creen que no sirve para nada.
Civilidad, muy semejante a urbanidad, es un término equivalente, y hay un deslizamiento de la noción cuando se dice «actúa como gente civilizada». «Maneras», «modo», «modales», y las locuciones «buenas maneras, modo y modales» son también equivalentes; las del primer grupo son generales y solo el contexto las hace referirse a lo que aquí tratamos; las del segundo grupo son apropiadas. En el caso de la locución «buen modo» se ha agregado otro factor: la calidez; pero «mal modo» no solo es frialdad, sino torcer la boca, subir la voz, hablar por encima de quien está en uso de la palabra, etcétera.
Otro símil es la palabra «corrección», que igualmente es impropia y solo por el contexto sabremos que entra aquí. Cualifica, identifica, a toda la persona; en lugar de decir que fulano actúa correctamente, decimos que «es» muy correcto. Rectitud, por su parte, ser recto, entra en el dominio de lo moral y de lo legal más que en el de la urbanidad.
Esa invasión del campo de una materia por la urbanidad sucede con frecuencia. Se confunde no solo con la moral, sino con la religión, con el derecho, con la educación. Tan es así, que del que hace gala de buenas maneras se dice que es muy educado, con independencia de su nivel académico, y, —solo por no omitirlo, aunque es obvio— hay gente con alta preparación y baja «educación» —de esta de la cual hablamos; aún más: parece como si la especialización la hubiera llenado de soberbia, y no hay soberbio con urbanidad.
El manual de Carreño
En el año de 1853, el escritor venezolano Manuel Antonio Carreño1 publicó el que habría de tornarse en su famoso manual. Un libro que daba cuenta de las formas correctas de desenvolverse en el núcleo social.
Aunque aparentemente la obra busca que el roce con la sociedad sea exitoso, cava más hondo, ya que plantea esta estructura: deberes para consigo mismo (es decir que la urbanidad ha de practicarse, aunque se esté a solas), deberes para con los demás y deberes para con Dios; y se publicó para su uso en las escuelas públicas (lo que nos lleva a preguntar si se justifica el que no exista —actualizado y todo— hoy en día en los programas de educación).
El texto se convirtió en un clásico y la urbanidad quedó asociada para siempre a él, aunque la mayoría de los que mandan a su prójimo al manual de Carreño nunca lo haya consultado.
Obituario
Desmond Tutu, sudafricano obispo anglicano, partió en las postrimerías de 2021, luego de una vida dedicada sobre todo a la lucha contra la segregación por el color de piel. Su discurso, aunque tratara con políticos, incorporaba con naturalidad al Dios en quien firmemente creía: «Le escribo como ser humano a otro ser humano, gloriosamente creados a la imagen de Dios mismo», escribió por ejemplo en el siglo pasado a John Vorster, entonces primer ministro de Sudáfrica. En 1984 fue, se dice, distinguido con el Premio Nobel de la Paz. En realidad, y sin asomo de duda, el que distinguió al premio fue él.
Alfonso Mejía, quien destacó en muy diferente ámbito, el cine, también murió hacia fines de 2021. El actor mexicano quedó impreso en nuestra memoria como Pedro, aquel niño entrañable de Los Olvidados2 de Luis Buñuel, premiada en Cannes, —hasta donde un jovencito Octavio Paz cooperaba repartiendo volantes del filme. El actor fue premiado con el Ariel y nunca refrendó su temprano éxito de la película que, con justeza, está inscrita en la Memoria del mundo.
Notas
1 Decir «Carreño» es decir el manual, sin embargo, el escritor, traductor, divulgador de la religión católica fue, además, un curioso caso de hombre público y privado. Como lo primero, asumió tanto la diplomacia de su país como la responsabilidad de la hacienda pública. Pero lo segundo pudo más, ya que por dedicarse a la formación de su hija Teresa como pianista renunció a su cartera oficial. La apuesta fructificó, pues como concertista ella triunfó en los Estados Unidos —adonde emigraron. Así Manuel Antonio coronaba la línea familiar, ya que su padre había sido el músico de la catedral de Caracas.
2 Al revisar el presente, noto que los niños entrañables de aquella obra magistral son dos: el otro es —cómo olvidarlo— el niño indígena, «Ojitos», personificado por el actor Mario Ramírez.