Nací y vivo bajo el embrujo y atracción de habitar en ciudades grandes, en el casco urbano, personas variopintas, que adornen calles, hablen y gesticulen, llenen bares, plazas y locales comerciales, y donde el silencio, si es necesario, hay que salir a buscarlo.
Crecí protegida por montañas, ríos de aguas pobres y la cercanía del cementerio cual aviso inequívoco de parada final del colectivo.
Me trasladaron de Santiago a Punta Arenas a principio del año 1960 y mi adolescencia. Pasaron seis años y 1.823 kilómetros en línea recta para aterrizar en la Universidad de Concepción dónde me formé, peleé, estudié, gradué y retorné a Santiago hasta el año 1974.
Copenhague me recibió y aquí me arraigué. Mi primera hija, gracias a mi madre, pudo abandonar Chile y reunirse conmigo.
Aquí se quedó, me alegró con su compañía e inteligencia y me hizo abuela dos veces, nietos, hace ya más de treinta años. En los años ochenta tuve dos hijas más. Los años me siguieron regalando nietas y bisnietos. Tengo la certeza de que mi tronco tiene más ramas. Mi familia es, grande, amorosa, robusta y muy generosa.
Trabajé y sigo haciéndolo en algo que me era ajeno, pero a prueba de errores de interpretación. He sido encargada de finanzas en varias empresas desde 1975 hasta hoy.
Trabajo lejano a mis estudios de Literatura, Pedagogía y Sociología que llenaron y siguen llenando las horas mías.
Horas libres que se reparten entre el placer del retiro, el deseo de los otros, caminar el sendero que bordea y se desliza entre la tierra y el agua y el placer de poder regresar a mi nido. Nido que hace muy poco reduje a la mitad para evitar las afrentas de mis hijas que iban a heredar mis almacenamientos de tantos años y espacio.
Reducir la biblioteca en un cincuenta por ciento no es tarea gratificante, detenerse en cada libro para sopesar la posibilidad de seguir viviendo sin él produce un dolor punzante que llama lágrimas y hoy a dos meses de la desunión duele a muerte. Segunda vez que digo adiós a mis libros. Lo hice en septiembre del 73 y hace un rato, en noviembre del 23.
He tenido la suerte de que los dioses se mantuvieron de mi alejados.
Diosa fue mi madre que me rodeó de letras y me tuvo protegida y muy resguardada de sus propios demonios, acompañándome, nunca lo dudé, con más silencios que palabras y aunque murió hace más de treinta años, sigue aquí, junto a mí, todos los días.
Mi padre fueron mis tíos, sus hermanos, Rubén que ya no está y Baldo a quien aún puedo alcanzar cuando me hace falta. De ellos aprendí a querer a mi madre más y más.
Mi tribu:
Mis hermanos, ellos y ellas, dónde no ocurre hecho nacional -Chile- o mundial que no se converse y discuta con verdadero entusiasmo.
Mi familia la que se quedó allá, la que aquí se hizo y sigue creciendo, abrigando y sobre todo desafiando las alienígenas sensaciones.
Mis amigos, que son el condimento crítico a mis deambulares e indispensables antídotos a certitudes y dudas.
Mis ideas, no han cambiado demasiado. Inmensa fue mi alegría cuando el muro se vino abajo. Sigo desde 1989, creyendo que el occidente siempre será más atractivo para las mujeres y los niños, pero las ilusiones se han dañado. Después de la libertad de mi generación que permitió la Europa de los 90 donde todo era posible, hoy las guerras nos convencen de que irse de este mundo, es cada día más fácil y atractivo, pues cualquier metal que sea escaso vale más que cualesquiera vidas.