No fue el idioma
ni la latitud que era idéntica a la de mi adolescencia
ni el frio de no vivir lo acostumbrado.
Fue el olor
rimando con color
sabiendo a dolor
llamando calor
queriendo amor
el olor…
que fue penetrando lenta y sabiamente en mis necesidades de extraña vagabunda sobreviviente, que al paso de cuarenta y ocho y tantos otoños, caminando por El Cementerio, sentí por primera vez que estaba pisando el lugar donde mis restos iban a seguir su ciclo. El ruidoso retorno se había diluido en el Mar del Norte y la tierra donde mis raíces se ramificaron, nueve veces hoy, poco a poco traspasó la piel bajo mis uñas.
El descanso que da lo conocido, la misma llave que abre la puerta de entrada, y a oscuras, encontrar la cama con la increíble gratitud de tener mañanas previsibles y solamente cambiables por viajes deseados a lugares elegidos con equipaje organizado hacía levitar mis pies sobre la superficie de este paseo, que borró como un rayo la urgencia de morir donde nací que había, sin yo quererlo, hecho que Monika prometiera hacerse cargo del cuerpo y retornarlo.
Mirando los cielos marinos de la isla que me acogió, sigo paseando con pies bien calzados, a sabiendas que mis descendientes son tan de aquí como yo ayer fui de allá, y el circulo se cierra pensando en los abuelos que sintieron que la pertenencia al no ser, siempre hereditaria es posible e imaginable a pesar de huracanes y drones que endurecen el cariño y me devuelven a la carrera contra el tiempo para impedir terminar bajo tierra, y la voz de mi madre susurrando que los mejores se van y la prohibición absoluta de que alguno de sus hijos precediera su muerte e impidiera el sueño de ver crecer las aceitunas.
Color que nos va a permitir asemejarnos y seguir creyendo que las palabras nos salvarán al convertirse en poemas o canciones bailables que superen los límites que van del susurro al grito desesperado de los que parten donde las puertas siguen cerradas pues las claves que deberían ser no son aún y el cuándo se aleja en viajes de 11 minutos que utilizan la energía de toda una nación africana para traspasar la atmósfera ennegrecida por la misma cápsula que transporta al nuevo viajero que se niega a escuchar a Greta.
El dolor se agudiza, el estío del norte finaliza en la comedia brutal de un occidente que sigue su marcha bajo una melodía que desentona la verdad que nadie denomina por creerla apócrifa cuando es tan cierta, verdadera, como innombrable.
Fue el perfume
del verde húmedo
la suavidad del consuelo
el recuerdo del verano
extrañando carreras, risas y caricias.
Lo que me hizo nuevamente cambiar las letras que tenía pensadas, como un algoritmo que me iba a trasladar sin más tropiezos de mi trabajo a casa que hasta ayer seguía creyéndola mía, cuidándola más, llenándola de letras, música, recuerdos, frutas, verduras y otras golosinas…