Roma, 2013.
Miles de personas se siguen agolpando a las puertas de Europa. Sirios, somalíes, eritreos, iraquíes, afganos, etíopes claman por un papel, por un futuro.
(firmado por una periodista cansada de la fría estadística. En Human Wrong Watch)
Así era la ilusión de seguir buscando el principio y el fin del universo: tan solo un espejismo. Las mentes más lúcidas apenas pudieron elucubrar acerca de su impenetrabilidad o concentrarse en un detalle. Messier distinguió como cúmulo a las Pléyades: un grupo de estrellas jóvenes formadas cien millones de años atrás a partir del colapso de una nube de gas interestelar. Fue un descubrimiento que apenas sació su curiosidad ante las infinitas incógnitas que presentaba la bóveda celeste. Eran estrellas jóvenes, formadas hacía cien millones de años a partir del colapso de una nube de gas interestelar, pero las incógnitas que quedaron sin descifrar del resto del universo eran infinitas. En una revista de Ciencia, Adrianus de Utrech contempló una imagen de un par de nebulosas de la constelación de Sagitario, ubicadas a 5.000 años luz de distancia, y se mareó ante tantos signos de interrogación. Si ahora todos esos astros volvían a su cabeza era para distraer el peso que cargaba a sus espaldas o tal vez para hacerlo más intenso.
El cardenal sabía que el momento estaba cerca. Si algo había aprendido de la Iglesia era su capacidad de convencer a la gente para formar parte de la red, para ponerla al servicio de ideas que acataban por fe: una ilusión que se aderezaba con milagros y beatificaciones. Creía saber quiénes eran los culpables y cuál había sido el motivo. El delito llevaba la firma de aves carroñeras en lucha por un cadáver, lo que terminaría favoreciendo su propósito. Hizo creer que simpatizaba con quienes lideraban la caza de brujas y su talante a favor de la purga lo alejó de toda sospecha. De los implicados, el cardenal Hernández, miembro del Opus Dei, era quien más motivaciones tenía para robar la documentación y quien más desconfianza le provocaba. Pero había otros buitres merodeando el cuerpo del anciano Papa.
Adrianus logró formar parte del Comité de Cardenales que investigaban. La propia presencia de Hernández y del representante de la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe hacía de esa indagación una burla más, garantía de que nada importante saldría a la luz a menos que alguien estuviera dispuesto a pasar ocho años en la cárcel. Hernández andaba por ahí como poseído por el diablo que él mismo había ayudado a crear. Los medios de comunicación, instigados por el gabinete de prensa papal, esparcieron la sospecha sobre el mayordomo y divulgaron el bulo de un robo motivado por dinero. Intervinieron sus cuentas bancarias, correos electrónicos y llamadas telefónicas. Era más fácil admitir la debilidad del pecado de la codicia que airear las verdades podridas que cimentaban el imperio de dios en la tierra. Eso ponía en riesgo toda la montaña de patrañas levantada a lo largo de los siglos. No tardaron mucho en culpar también a una mujer laica, perteneciente a la Secretaría de Estado del Vaticano. Cada vez que ese templo blanqueado ardía en escándalos se atribuia el pecado original a cualquier Eva que andase cerca.
La filtración creaba grietas en las paredes de mármol de la basílica de San Pedro. Criminalidad financiera y corrupción. La prensa ya había publicado la malversación de fondos por los dos responsables del Instituto para Obras de Religión. La noticia venía repitiéndose desde que en los ochenta un arzobispo, presidente del Banco Vaticano, fuera acusado de malos manejos y fraudes financieros. Se asoció con mafiosos que después darían pistas sobre las andanzas del banquero de dios. Pero el Papa lo protegió y murió tranquilo en los Estados Unidos de América. Las corruptelas no habían hecho más que ir en aumento. La opacidad multiplicaba las ilegalidades. La santa sede llevaban años invirtiendo o lavando dinero, miles de millones, en diferentes divisas, hacia cualquier parte del mundo, sin discriminar cómo ni dónde. No importaba a quién dañaba, ni si con esas acciones el infierno estaba más que asegurado: se aferraba a la riqueza terrenal, a mantener a toda costa a esa organización asentada en un relato repetido a lo largo de los siglos.
Oscuridad. Donaciones para la caridad despilfarradas. Los fondos que llegaban a sus fundaciones para los niños enfermos pagaban la remodelación ostentosa del apartamento de un cardenal. Otras guardaban millones de euros en sus cofres mientras inmigrantes y refugiados se concentraban a las puertas de Europa en condiciones inhumanas. El silencio cerraba las almas, pudría sus corazones. Algunas voces pedían más transparencia, pero no rozaban a la comisión de cardenales controlada por los grupos que más favorecían el status quo. Adrianus era testigo de esas miserias y cada vez sentía más asco de las paredes de museo que le protegían.
Se evitaba el debate, demasiados intereses entretejidos con hilos de metal. Eran pocos quienes conservaban las manos limpias. El cardenal Adrianus de Utrecht simulaba alguna suciedad para no parecer un alma cándida en medio de una jauría de lobos hambrientos. Lo hubiesen devorado. Pero la espera era larga y la impaciencia le llevaba a abrir las ventanas del palacio de estuco para controlar las nauseas. ¿Y si nunca llegaba el momento para hacer estallar todo por los aires? Tenía que tener mucho cuidado, no sería la primera institución que trataría de aprovechar un escándalo para salir fortalecida. Primero las cartas del secretario de Estado revelando prevaricato, nepotismo y una red de corrupción interna en la concesión de contratos sobrefacturados con empresas italianas y, ahora, la malversación de fondos desde el Banco del Vaticano.
Debajo de las alfombras continuaba oculta la pedofilia, los escándalos sexuales de los jerarcas, los fraudes, el blanqueo de dinero, las desapariciones, las connivencias mafiosas, los contubernios con poderes políticos antidemocráticos… Se seguían maquillando las relaciones que la santa sede mantenía con la mafia. Muchas rotativas al servicio de la iglesia quemando sus resortes a favor del silencio. Era un momento delicado para la imagen pública de la institución y se buscó un nuevo asesor de comunicación: el periodista estadounidense Tom Puppy, simpatizante de la ortodoxia más fundamentalista, quien hasta entonces trabajaba en una cadena conservadora. Un puesto plenamente integrado en la estructura de la Secretaría de Estado. El objetivo fue fortalecer la propaganda orientada a los medios anglosajones para neutralizar las voces críticas que habían ido creciendo en los últimos años. Tampoco la portavocía de la santa sede era clara en señalar culpables. A todo ello se sumaban las complicaciones de las relaciones entre los jesuitas y los miembros del Opus Dei, quienes presumían de amistades fluidas con el Papa.
Una oscuridad como la del interior de los templos, invadida por un moho corrosivo, por sotanas que cubrían el cuerpo a la par que ahogaban el alma. Más la avaricia que la filantropía. Era el resultado de quince siglos de affaires de corrupción, de alianza con personajes de la peor calaña.
En la última reunión con responsables de los dicaterios se había comentado una carta que el presidente de la Conferencia Episcopal italiana había escrito al Papa para informarle de su preocupación por las campañas de las organizaciones de la sociedad civil en contra de la exención de impuestos de la que gozaban los bienes de la iglesia. Solo en Italia poseía entre el 20% y el 30% del patrimonio inmobiliario: casas, parroquias, escuelas, centros sanitarios, hospitales… Muchos de ellos destinados a hacer negocios y obtener beneficios que se invertían para multiplicar la riqueza. El cardenal Adrianus guardó una copia de la carta y, cuando tuvo oportunidad, alejado de los muros de piedra de esa ciudad sin ley, escribió a su amigo el español.
Querido Ramón:
Te envío una información que espero que sea de tu interés. En Italia hay grupos, como el Radical, que se están organizando para impedir que se continúe el trato de favor a la Iglesia. Las exenciones sobre bienes inmuebles y otras ayudas que el Estado italiano da al Vaticano podrían declararse ilegales. Quizás, los grupos que conoces que trabajan por el laicismo en España estén interesados en ponerse en contacto con ellos para organizarse y demandar a estos gobiernos ante la Unión Europea por los trato de favor que se otorga a la Iglesia católica. Es una aberración que en muchos países se proteja a un culto específico cuando cada vez somos más diversos.
Espero que todo vaya bien y que te encuentres con ganas de coger este testigo.
Un abrazo.
Cees
Cees Blijdenstein
Director de la Fundación Transparencia Internacional
Cuando apagó su ordenador portátil, el cardenal Adrianus de Utrecht se quedó en silencio. Había oído decir que la estrella múltiple Alcíone era la más brillante entre las pléyades. También entre los purpurados refulgían unos más unos que otros, pero cuando se acercaba a ellos sentía un fuerte olor a cloaca, el mismo con el que el cardenal se tenía que embadurnar cada mañana. La pestilencia era insoportable en las reuniones con los ministros de la iglesia más influyentes de todo el mundo. Inevitable seguir esperando el momento propicio, cuando ya no se pudiera dar marcha atrás. Le favorecía que se acrecentara el número de temas sensibles y el miedo mayoritario al cambio, que no consideró prudente abanderar. Mantenía un perfil bajo, lejos del favoritismo de ninguna facción. Sabía que carecía de aliados reales dentro de la jerarquía eclesiástica para llevar a cabo su ruptura, pero para entonces habría muchas personas fuera que le ayudarían a poner en evidencia la quietud de la cúpula.
Además de las Pléyades, el cielo también estaba lleno de meteoritos.