Al despertar y, tras rezar el Rosario en la madrugada, con un café en la mano leo unos tres poemas, ya sea de un solo autor o de varios que están en mi biblioteca virtual, o bien del libro que reposa en mi mesita de luz. Mientras tanto, mi mirada recorre las pinturas que he ido coleccionando en mis viajes, esas que me transportan en imaginación y embellecen mis mañanas, cargándolas de buenos recuerdos y preparándome para el día que comienza.
Después, cuando realizo alguna actividad física, escucho una música motivadora que alegre el día. Si estoy acompañado, es posible que bailemos un poco para provocar sonrisas cómplices. Al llegar el momento de salir a trabajar o de asistir a una reunión, elijo el camino donde haya esculturas y edificios que evocan la grandeza humana, como si con solo verlos pudiera interpelarlos en busca de respuestas a las inquietudes del día. Puntual como soy, cuando espero en una oficina o en un café a cumplir con ese compromiso, suelo revisar en mi teléfono la cartelera teatral o cinematográfica para decidir cómo disfrutaré mi próxima velada.
Por otro lado, al despertar y comprobar que el sol ya está asomando, con el café en la mano, recuerdo que debo volver a pintar las paredes de la cocina, desgastadas por el tiempo. Luego, para ejercitarme, me concentro en mi respiración, cerrando la ventana si los ruidos de la calle me distraen. De camino al trabajo, elijo el trayecto más rápido para no perder tiempo. Y antes de comenzar mis tareas o de reunirme, pienso en lo que podría cenar antes de ir a dormir.
La diferencia entre una visión y otra es, sin duda, artística. El arte embellece nuestras vidas. Comparando y eliminando el arte de sus propias vidas, cada persona podrá descubrir su verdad particular. Esto es algo que he hablado en múltiples ocasiones, especialmente durante el encierro que la humanidad sufrió en 2020. ¿Qué hubiera sido de nosotros sin la posibilidad de consumir arte, sin soñar, sin vislumbrar los diferentes puentes hacia la esperanza que nos tienden quienes, a través de sus expresiones, nos señalan caminos alternativos y despiertan nuestra curiosidad? No creo que exista ser humano que no consuma arte o que no se sienta conmovido por alguna expresión artística. Digo que el arte nos ‘habita’ porque vive en nuestros corazones.
Por supuesto, la experiencia artística resulta doblemente satisfactoria si uno es creador de arte. Quien crea, además de ser consumidor de arte en busca de inspiración, disfruta también del placer de provocar sonrisas, pensamientos o emociones compartidas. El arte no se limita a lo estético, aunque sin duda lo incluye; al atravesar nuestros pensamientos y nuestros cuerpos, forja y conmueve nuestra ética. Nos ayuda a descubrir qué es lo que deseamos y qué es lo que nos conmueve, o a confirmar aquello que rechazamos. El verdadero arte nunca nos deja indiferentes, nos invita a sentir ya sea atracción o rechazo.
El arte nos conmueve, nos transmite esperanza y luz en medio de la oscuridad que nos rodea. Alimenta nuestras ganas de vivir y de compartir en sociedad aquello que nos mueve. Si fuéramos los únicos en ver una pintura, y no pudiéramos compartirla, la experiencia no estaría completa, porque el arte invita a compartir, a celebrar lo que otro ser humano ha logrado expresar, algo que quizá nosotros no podríamos.
Volviendo a aquellos días de 2020, cuando en mayor o menor medida los gobiernos confinaban a la población, lo que nos mantenía vivos era el arte: la música, las películas, los libros, o incluso nuestras charlas tragicómicas, casi teatrales, que nos hacían reír. ¿Cuántos incursionaron en el arte forzados por la necesidad de expresión y el desahogo existencial de esos días? Recuerdo las exposiciones de pintura durante el sitio de Sarajevo, aquella ‘Resistencia Cultural’, un acto de supervivencia.
Siempre he recomendado –porque así ha sido para mí– que el mejor antidepresivo, además del amor (si es que no son lo mismo), es el arte. Alguna vez dije que no creo que alguien que consuma poesía pueda ser una mala persona o desconozca lo que es la esperanza.