Como el guión bien documentado de una interesante película histórica o el tema de una novela basada en el pasado, esta exposición se inspira en un extraordinario hecho de crónica militar acaecido en 1778, cuando del puerto de Livorno (Italia) zarpa el Westmorland, un veloz barco mercantil armado de cañones.
Willis Machell, el comandante asume la orden de conducirlo al puerto de Londres, donde lo esperan aquéllos que le habían encomendado sendos tesoros. En la bodega custodia un cargo variadamente valioso: 33 grandes formas de queso parmesano y una serie de cajones repletos de obras de arte acumuladas por algunos vástagos de barones ingleses a lo largo del Grand Tour (serie de viajes a Italia de formación cultural). De hecho, a bordo de la fragata se encontraban piezas artísticas adquiridas como souvenir por los ilustres herederos ingleses (como los hijos del primer ministro, del conde Bessborough, del barón de Fordell o del príncipe de Gales) los cuales ejercieron, vanamente, esfuerzos de todo género para recuperar dos retratos y todo aquello que hubiera podido recordar aquel viaje emprendido a Italia en compañía de los propios tutores. Frederick Ponsonby, vizconde de Duncannon, había mandado cargar en el navío diversas vistas de los sitios arqueológicos romanos, abanicos decorados y tomos de arte; George Legge, por su parte, vizconde de Lewisham, pinturas al óleo, bulbos de flores, libros y hasta muestras de lava del Vesubio.
La incautación de aquel patrimonio artístico y sentimental, se convirtió en objeto de disputas asegurativas y negociaciones diplomáticas. En una de éstas, el ex jesuita John Thorpe encontró a José Nicolás de Azara, el embajador español en Roma, para hablarle, confidencialmente, de un cajón de contenido muy especial.
En la Westmorland viajaba, efectivamente, incluso un bloque de mármol de Siena, con las iniciales ThD, en el interior del cual se había colocado, en una sección secreta, un cofrecito que contenía reliquias, que el Papa enviaba a Lord Arundell, para la capilla del Castillo de Wardour. La caja permaneció en la Academia de San Fernando a lo largo de siete años, aunque, por fin llegó a su destino, donde seguidamente se descubrió que contenía realmente las reliquias de San Clemente.
En Málaga el ambicioso tesoro de la bodega fue adquirido por la sociedad Quillin Galwey & O’Brien y de ésta pasó a la propiedad de la Compañía de Longistas de Madrid. En aquella transacción el cargo habría podido dispersarse si no hubiera sido por los enviados del Rey Carlos III de Borbón, que lo adquirieron por la cantidad de 360.000 reales de plata.
El botín substraído parece, que ahora, haya cristalizado un conjunto de circunstancias perdidas, pertenecientes a ese puñado de aristócratas. En el equipaje de aquellos viajes instructivos habían añadido diccionarios, guías de las ciudades, textos... además de una serie de mapas, grabados y vistas de Italia. Sin tener en cuanta los recuerdos bajo forma de retratos de los mismos jóvenes señores, que los habían comprado. marcando las clásicas etapas italianas. El encargo de una pintura a un conocido pintor, como Canaletto o Piranesi, era el evento típico del viaje. Igual que los lienzos de Pompeo Batoni, que retratan a Francis Basset o George Legge, representan el ejemplo más sofisticado de inmortalizar la propia imagen ante un paisaje romano para testimoniar una extraordinaria e inolvidable vivencia in situ.
Transcurrían los años de la Guerra de Independencia norteamericana que, en el escenario del Mediterráneo, enfrenta a ingleses y a franceses. La suerte no estuvo de la parte del Westmorland que acabó siendo capturado por la Marina Francesa y conducida, escoltada, hasta el puerto de Málaga. Y de ahí, después de pasar de unas manos a otras, el valioso contenido artístico, acabó en el poder del Rey de España, que lo destina a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, donde aún se encuentra. Bien custodiado invisible y silenciosamente.
Cabe recordar que las menos valiosas formas de queso Parmesano y otros productos alimenticios fueron comprados por la Compañía de Longistas de Madrid. Mientras, aquel cargo artístico constituye un patrimonio intacto y valiosísimo que hace revivir las aventuras de viaje del mitificado Grand Tour, aquella aventura de formación que los jóvenes de la aristocracia británica se proponían llevar a cabo.
De ese enorme patrimonio, constituído por enteras bibliotecas, cajas llenas de partituras musicales nunca más ejecutadas, pinturas y grabados nunca más admirados. La Bienal del Dibujo ha podido extraer una serie de acuarelas de William Hamilton (Chelsea, 1751 -Londres,1801) y especialmente de John Robert Cozens (Londres, 1752 -1797), que ilustran lagos volcánicos del campo romano, vistas del Vesubio y de los Campos Flegreos (últimamente tierra de inquietantes episodios sísmicos), así como numerosos retratos de los jóvenes de la nobleza encargados en los lugares típicos, junto con otros testimonios de la vicisitud histórica de una embarcación que en vez de seguir un viaje geográfico realizó una accidentada e interrumpida travesía.
Estas enigmáticas obras, que el público puede admirar por primera vez, protagonizan una de las máximas citas expositivas de la IV edición de la Bienal del Dibujo hasta el 28 de julio, en el Museo de la ciudad, Rimini, cuyos comisarios son, José María Luzón, director de la sección artística de la Real Academia de San Fernando de Madrid, junto con Massimo Pulini.
Resulta un evento dentro del acontecimiento, en los períodos de apertura, está prevista la ejecución de conciertos, con algunas composiciones inéditas de Joseph Lidarti (Viena, 1730 – Pisa, 1795) presentes en el depósito madrileño, dando sonido a la voz y a las notas silenciosas tras largo tiempo.
Se trata de obras de un singular arte visual, que poseen la capacidad de liberar sonidos de una época remota, explica el también comisario de la Bienal, Massimo Pulini -catedrático de Pintura en la Academia de Bellas Artes de Bolonia- que concluye: Es como si destapando un frasco de perfume, ciertas músicas durmientes por más de dos siglos, tengan ahora la posibilidad de volver a su natural dimensión sonora.
Indudablemente el cargo de la Westmorland constituye un hallazgo inigualable, capaz de narrar de cerca, cómo se formaba y cómo se organizaba el mítico Grand Tour hacia finales del siglo XVIII.
Paradójicamente, tras el asalto, aquel tesoro saqueado y posteriormente adquirido ha llegado hasta nosotros bajo forma de un equipaje muy personal de una juventud que no se demostró tan afortunada como parecía al principio.