La pintora e investigadora costarricense Carmen Santos Fernández (1913-2002) fue la primera artista abstracta costarricense en exponer su obra fuera del país y ser parte del movimiento de vanguardia mexicano en los cincuenta. En el presente ensayo, el crítico de arte e investigador Juan Carlos Flores Zúñiga examina su historia, proceso creativo e influencia pionera.
A primera vista su creación atrae: pinturas monocromas no figurativas donde, bajo la textura explotada con habilidad, yace una energía como fuego contenido, pocas veces vista. No hay trampas visuales con las que gratuitamente parecen intentar confundirnos, a veces, algunos pintores de oficio consumado, no hay anécdota o tema: hay profundidad de concepción y un manejo de la forma muy profesional.
Carmen Santos Fernández era una mujer de baja estatura, larga cabellera negra, ojos claros, sonrisa constante y gran vitalidad. Con ella pude, a principios del noventa, pasar revista a su obra y a su vida en la antigua casona que habitó en Escazú, en una de esas noches que prefería para pintar y que le recordaban a otras de fines de la década de los 40, en Nueva York.
Era entonces jefa de enfermeras de cirugía del Hospital Líbano, en el Bronx, cuando alguien le habló de una exposición retrospectiva de Vincent Van Gogh en el Museo Metropolitano de Arte.
El estímulo visual fue tan grande que, apenas regresó a su departamento, buscó algo que hacer con una caja de pinturas de una de sus hijas y una cartulina que daba cuerpo a una camisa nueva.
“Me puse a hacer una figura que resultó imaginativa, sin cabeza, ya que no cabía en el espacio” .
Nutrida por esa experiencia se inscribió en las clases de dibujo de la Liga de Estudiantes de Arte de Nueva York, bajo la tutela de Reginald Marsh (1898-1954).
Pintor de la masa caótica producto de la depresión de la década de los treinta, Marsh fue un pilar del realismo social en la pintura estadounidense. Pintó los alcahuetes y la vida competitiva en la calle, encontrando placer en las afirmaciones de vanidad y desesperado individualismo en el ambiente de los barrios bajos de Nueva York.
Marsh, que testimoniaba el entorno social con mucha expresión, se encontró en 1949 ante los dibujos de Carmen y exclamó: “¡Este es el mayor avance!” A la siguiente semana, la artista se encontró sin su sitio en la clase de dibujo. Marsh se le acercó y le dijo: “Venga, tengo una tela para que empiece a pintar”.
Las figuras le seguían saliendo sin cabeza, y pronto su estilo se definió en un expresionismo que le hace confesar: “Nunca fui afecta al academicismo. Los ojos de mis figuras no tenían pupilas. Ponía el pincel en el espacio destinado a la cavidad y cerraba los ojos, dejando que la emoción me inundará para entonces pasar el pincel. Entonces volvía a abrir los ojos y veía lo que había hecho”.
Después de clases, pintaba en su habitación hasta las tres AM, para luego ir a trabajar a las siete al nosocomio. “No sé de dónde sacaba fuerzas. Dejé todo, hasta el matrimonio, para que nada ni nadie me impidiera pintar”.
Pintando con Rivera
Al cabo de cinco años, Santos dejó la Liga para trasladarse a México en 1956 por invitación del muralista Diego Rivera (1886-1957), con quien hizo amistad y colaboró. “Esto es muy bueno Carmen,” le dijo Rivera al observar fotos de sus trabajos.
Durante los siguientes meses, intercambiaron cartas en las que Rivera expresa un gran afecto por la pintora costarricense y la invita a pintar con él en varios murales que proyectaba para el Zócalo de la capital mexicana.
“Abandoné todo, renuncié a mi empleo, vendí mi apartamento y me reuní con él. Fue una hermosa relación y aprendí mucho, pero Diego estaba ya débil por el cáncer que se le había declarado durante su estadía en la Unión Soviética. Yo lo acompañaba a sus sesiones de cobalto y pinte con él en algunos de sus últimos trabajos”.
Ocho meses después, Rivera muere. Entonces, Carmen se inscribe en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, donde tiene de maestro de pintura al muralista Ignacio Aguirre. También estudia escultura con Alberto de la Vega, quien fomenta en ella el modelado en barro con acento expresionista.
“Cuando los otros alumnos vieron que yo no hacía pupilas, ni uñas en los pies y las manos de los desnudos, me aseguraron que el maestro de la Vega se enojaría conmigo. Sucedió todo lo contrario”.
Renuente a cualquier práctica académica, más por naturaleza que por conducta, no pintaba los desnudos in situ, sino que tomaba apuntes en grandes hojas de papel manila y luego, en su estudio, buscaba una síntesis que representaba en la tela.
Trabajé muchísimo durante las décadas de los cincuentas y sesentas; exponía, individualmente, una vez al año. En ese proceso no me percaté de cómo mi trabajo evolucionaba de una figuración expresionista a una no figuración también expresionista.
En 1958 iba a exponer con cuatro pintores en el Primer Salón Anual de Pintura y Grabado, en las galerías de arte ubicadas Chapultepec por el Instituto Nacional de Bellas Artes, y preparé una obra con base en unas botellas y un papel viejo, mientras escuchaba a Vivaldi; luego hice otro trabajo y, todavía frescos, los envié a la muestra porque tenía que viajar a Nicaragua al día siguiente.
Cuál no sería mi sorpresa, cuando de regresó a México, en el avión, leo en el periódico que Carmen Santos expone abstracto. Ya antes habían dicho, falsamente que hacía cubismo, así que presumí un error. Pero me esperaba una nueva sorpresa cuando entré a la exposición y, buscando mi obra, distinguí un cuadro, no sabía que era el mío, donde las botellas y el papel se habían transformado en no figuración, en expresionismo abstracto.
La ruta de la abstracción
Al año siguiente, mientras preparaba una muestra individual no figurativa, Santos se enfrente a una de sus mayores crisis.
“No podía pintar, no podía pintar. Ponía telas en tres caballetes distintos y no me salía nada. Tal fue la desesperación que casi me tiro del balcón de mi casa, que estaba en un cuarto piso. Deseaba matarme, porque lo único que me importaba no lo podía hacer. Hoy, me doy cuenta en retrospectiva que la crisis era parte del cambio operado en mi concepto y práctica pictórica.”
En los meses y años siguientes, su obra se afirma formal y conceptualmente. La omisión de títulos en sus cuadros se vuelven parte de su estilo. “Me interesa dejar que el espectador interprete a su manera, según la sugerencia de la obra. El dibujo describe y precisa, el color evoca e insinúa”, declara por entonces a una crítica de arte mexicana.
Su combinación de colores cede lentamente a una monocromía, Principalmente a partir de 1959: descubre que el blanco, el negro y los grises son afines a su sentido de la sobriedad y muy difíciles de emplear.
“Cuando hay muchos elementos en un cuadro, los valores de un elemento al otro se debilitan. Al principio obraba diferente; ponía todos los pigmentos juntos y los revolvía. Pero con el tiempo he ido purificando y controlando lo que es mi pintura”.
Su obra pictórica mantiene una búsqueda de la síntesis. Algo así como los impactos de pocos colores que muestran las fotos de la atmósfera terrestre tomadas desde el espacio exterior.
“No siento temor al vacío, como En el Barroco y el Rococó; no siento la necesidad de iluminar la tela con una amplia gama de colores”, afirma.
La preocupación por el color, sin embargo, la lleva a trabajar en un vitral para una iglesia mexicana junto a dos amigos y colegas suyos: Andrés Molinares y Víctor Martínez. Pero le molestan los colores disponibles para el trabajo: están ausentes los intermedios, por ejemplo, entre rojo y verde. Y, tras realizar tres vitrales, abandona el proyecto con el fin de investigar, por su propia cuenta, colores alternativos para composiciones con vidrios de colores.
Pasa cinco años dedicada a este estudio, mientras sigue pintando hasta que domina el problema, descubriendo las alternativas colóricas deseadas. Todo esto coincide con su regreso a Costa Rica.
Consolida aquí el trabajo en vitral iniciado en México con el establecimiento de su propio taller, donde aprende de un herrero la técnica de la forja de hierro y se dedica, por espacio de 12 años, a crear estructuras de vitral para el diseño interior en iglesias, casas de habitación y algunos establecimientos comerciales.
“Aunque he tenido necesidad de dinero toda mi vida, y he pasado hambre en México y Estados Unidos, nunca pacté con el entorno. Cuando transité de la figuración a la no figuración, no faltaron galerías y amigos que me pidieron que abandonara mi concepto para regresar al otro, que sí se vendía. Pero para mí, la pintura es como la naturaleza, tan profunda como ella. Nunca pinto con la idea de vender, nunca. Si vendía algo, antes y después, era por suerte”.
Presencia y olvido
Desde 1967, cuando regresó a Costa Rica, trabajó ininterrumpidamente el vidrio, otro ámbito artístico, sin renunciar nunca a pintar. Tanto es así, que en 1974 expuso, a raíz del traspaso de poderes.
No es sino hasta 1979 que su dedicación vuelve por entero a ser para la pintura. En ese paso, el vitral enriquece plásticamente y su pintura se exhibe individualmente en México y Los Ángeles.
“Purificarme más y más en lo que plasmo, es lo que me importa. Me preocupa trascender y que mi obra perdure; como también el reconocimiento de mi quehacer me importa, pero no vivo para la aceptación pública de Costa Rica o de cualquier otra parte”.
Tal parece que la soledad era, para Carmen Santos, más importante que la confrontación por medio de exposiciones. “La soledad es para mí, elocuencia. En la soledad me encuentro yo, vivo un mundo que gravita. Es una sensación maravillosa, por eso me gusta pintar de noche”.
Ello explicaría, en parte, su preferencia por los colores negro, blanco y gris.
El blanco y el negro evocan, para mí, solidez, definición, carácter. No puedo evitar ser del siglo Aries. El negro para muchas personas evoca muerte. No quisiera morirme pronto. En mi soledad despliego mis habilidades y percepciones y quiero más de ella. No, no le temo a la muerte: la naturaleza me ha dado muchos dones para desarrollar. Si uno ve la vida encuentra crisis, hambre, dolor, pero también compensación, amor, hijos, arte. Cuando viví en Nueva York, pasé hambre, pero nunca sufrí, porque mi sacrificio me permitía criar bien a mis hijas. Por eso digo que nunca sufrí. Si algún día, especulo, me encontrara con Dios y me preguntara quién querría ser, yo le contestaría, sin titubear: con todas mis altas y mis bajas, Carmen Santos otra vez.
La máxima aspiración de esta pintora costarricense, pionera de la abstracción, cuyo concepto fue madurando con su quehacer, era llegar a conocerse. Un viejo aforismo suyo, pegado en una de las paredes de su casona decía: “Cómo me duele el desafío en la búsqueda de mi ser”.
Energía Sensorial
Santos, quien fue a la sazón no solo pintora sino también escultora en vidrio, apela frecuentemente a la sobriedad de lo táctil en sus producciones bidimensionales y tridimensionales, respetando los materiales ora en soportes de tela y cartulina, ora en metal y vidrio, para que aflore su energía interna en una clara indagatoria que explota lo sensorial.
No obstante, la retina del espectador se ve atrapada con efectos visuales que son tan importantes como el concepto plástico que domina de su indagatoria.
El hecho de que su proceso no esté basado en una teoría en particular, un movimiento, o un concepto nutrido en la abstracción modernista, no invalida sus resultados: Santos comunica lo que experimenta y descubre en los materiales de una manera intuitiva y hasta orgánica (hoy diríamos holística), donde nada es gratuito o accidental.
Hay ciertamente una pasión y un propósito que trasciende rápidamente lo efímero de los efectos matéricos, casi pétreos, de sus paisajes desolados, llevando al espectador a involucrarse en una experiencia mental duradera.
Su testimonio visual nos envuelve en una suerte de aventura, de exploración del abismo existencial y metafísico poco frecuente en la pintura abstracta de su generación. Hay una actitud personal que se proyecta sobre la superficie y en el espacio, con base en un conocimiento empírico donde los conceptos se afirman más por práctica que por teoría, más por ser que hacer.
Claro que es fácil caer en la trampa de repetir en el caso de Santos el clisé de que, en las artes visuales, “unos nacen y otros se hacen”. Pero para ser honestos, pocas veces he podido comprobar en mi carrera como crítico de arte una pasión como la suya al enfrentarse al bastidor o al “vitraux”. Ella no solo nació para ser artista visual, sino que trabajó intencionalmente para depurar su técnica y allanar el camino a la comunicación de su visión personal en la abstracción.
Pocos autores han desarrollado en la región centroamericana el conocimiento intuitivo y sensorial de los materiales artísticos o extra-artísticos como Carmen Santos, así como lo revela el rico empleo que hizo de ellos, especialmente en telas de gran formato a lo largo de su prolífica carrera o en los vitrales de las iglesias y edificios que iluminó con sus conceptos.
Con un encanto que no parecía mermar con los años y una obra que crecía hacia la síntesis monocroma, buscó y comunicó su esencia vital participando en muestras individuales y colectivas hasta el cambio del milenio, cuando su salud mermo gradualmente.
Aún no se le reconoce en el medio costarricense. Pocos investigadores se han ocupado de su legado y casi ningún museo posee obras suyas en sus colecciones. Un epitafio indigno de una vida consagrada a las artes visuales y pionera en la abstracción regional.
Entrevista
Conozca a la artista mediante una entrevista grabada el 29 de marzo de 1990 por el autor.