Al explorar los prolíferos escritos del costarricense Luis Fernando Quirós, es perceptible en sus críticas de arte la aparición de numerosos personajes que han circulado en la historia creativa de su país y de la región centroamericana poco más o menos en los últimos cincuenta años. Si bien nuestro narrador no se autodefine en expreso como historiador de tal oficio, sus anécdotas, críticas, vivencias, ensayos, entrevistas, conferencias, artículos, docencia, curadurías, gestión y producción cultural colocan un andamiaje donde se articulan diversas temáticas artísticas, permitiendo organizar una cronología que nos lleva a registrar el paso que ha seguido nuestra región hasta su actual escenario.

Recurrimos a Quirós a modo de entrevista junto a su aporte textual para marcar algunas pautas que han surgido en el trayecto del arte contemporáneo costarricense y regional, el cual se ha adaptado a las dinámicas de un mundo vertiginoso, donde los cambios suceden de forma drástica, precipitada; y nuestro continente recibe el eco de tales movimientos. Le toca así a la disposición artística erigir nuevos planteamientos, acomodándose sobre un terreno abrupto que divaga entre la memoria y el tiempo real.

Si bien es la década de los noventa la que define Quirós como una gestación sustancial y colectiva del denominado “Arte contemporáneo”, sobre el cual queremos aterrizar nuestro enfoque; nos cuenta que sucedió previamente un flujo de artistas costarricenses que se introdujo en lo que se leía desde Europa como “Arte moderno”, el cual a su vez marcó el primer distanciamiento del “Arte clásico”, caracterizado este último por la búsqueda de reproducciones realistas y la estética de la figuración. De esta manera, para finales de los años cincuenta empezaba un guiño hacia la dimensión abstracta sobre los lienzos del costarricense polifacético Rafael García Picado (Felo García) cuyo prisma en esta fase no figurativa diría: “El arte, más que tener sentido, debe ser sentido por el observador. Más que reflejar el entorno, debe contribuir a reconstruirlo a partir de la sensación de lo vivido sensorialmente”.

Importantes artistas en este país acompañarían a Felo en aquella transición reconocida como la primera gesta vanguardista, quienes incorporaron en sus trabajos la experimentación, lo matérico, geométrico, óptico y cinético; llegando a trabajar colectivamente: Manuel de la Cruz González, Néstor Zeledón, Luis Ávila Vega (Luis Daell), Harold Fonseca, Hernán González, Cesar Valverde y Guillermo Jiménez; apareciendo como el Grupo Ocho a partir de 1961.

De tal coyuntura podemos extraer un particular análisis en la entrevista que Quirós realiza al pintor José Pablo Solís en el artículo Memoria y abstracción en el arte centroamericano, expuesto en la Revista Meer en febrero 2021, dice Solis:

Los pintores están influenciados por la pintura universal; a finales del siglo XIX, desde la historia de la pintura podemos explicar la abstracción. El trabajo pictórico de Cézanne significó una radical transformación del sistema de representación establecido por Leonardo Da Vinci. La pintura se independiza de su relación mimética con la realidad para centrarse en sus elementos propios sintácticos. Existe un inicio con Cézanne, continuado por el Cubismo de Picasso y Braque, radicalizado por Kandinsky y Mondrian, que ya conocían los pintores centroamericanos, pero ante esta información la pintura se vitaliza en el contexto del istmo, más en lo originario, y no tanto por la información proveniente de Europa.

Relacionado a la década de los setenta nos refiere Quirós otro relevante capitulo con un empuje del arte político ante el peso de las dictaduras centroamericanas; tiempos en que el artista costarricense Juan Luis Rodríguez Sibaja volvía a su país después de haber participado en la primera Bienal de París, destacándose como ganador de dicho evento con su instalación “El Combate”, componiendo una alegoría a partir de la fabricación de un ring de boxeo con cuerdas de alambre de púas, sillas y boxeadores de hielo, marquetas del sólido pintadas en rojo y negro que al derretirse bajo la mélodie du Partisan daría pase al excéntrico título que propició el diario Le Figaro: “La primera Bienal de París se inaugura con un charco de sangre”.

Sibaja ampliaba el panorama del arte costarricense entrando por la puerta grande en el viejo continente, e insuflaba el ambiente del arte contemporáneo en Centroamérica. Ya en su patio, el artista además introduciría la técnica de grabado en metal.

En aquella década se celebraría la primera Bienal centroamericana en la recién inaugurada Biblioteca Nacional en 1971; la obra “arte objeto” del guatemalteco Luís Díaz Aldana obtendría allí el mayor reconocimiento. Se trataba de una pieza en madera de grandes proporciones: “El Gukumatz en persona”, una creación directa de la mitología maya quiché, con la cual Aldana también coronaría ese mismo año en la XI Bienal de São Paulo.

El suelo tico empezaba a albergar a artistas procedentes de otros países del istmo, tal es el caso de diversos creadores guatemaltecos como los hermanos Moisés y Cesar Barrios, trascendentes actores del grabado y la pintura; Arnoldo Ramírez Amaya, consagrado en el dibujo; la artista visual y activista Isabel Ruiz, el integral y didáctico Roberto Cabrera. Así también el pintor y escritor salvadoreño Armando Solís, el reconocido pintor generacional nicaragüense Armando Morales, y cabría mencionar aquí, en torno a este paisaje, al intenso y terrenal poeta Carlos Martínez Rivas, también del vecino pueblo.

Hacia 1978 se potencia esta dirección ya que San José se convertía en la sede del Centro Regional de Estudios Especializados en las Artes Gráficas (CREAGRAF) promoviendo talleres internacionales de grabados, litografía, xilografía, intaglio, fotograbado y serigrafía; propiciando la confluencia de partícipes y maestros a través de treinta becas para artistas de la región centroamericana, el Caribe, Colombia y Venezuela. Sobre esta experiencia a la cual Quirós también asistía nos cuenta: “Era un encuentro de gran valor porque había por vez primera una retroalimentación de pensamientos, basados en las realidades de cada país”. Esta tendencia de interacción regional se mantendría gradualmente en espacios más pequeños con la extensión del Museo de Arte Costarricense hacia la Galería Nacional de Arte Contemporáneo (GANAC) en los años 80, década en la cual se incluye además el registro de las Bienales de pintura local Lachner & Sáenz.

Aunque ya existía un panorama que suscitaba el ejercicio del arte contemporáneo y el conceptualismo más allá de las pinturas vanguardistas, la apertura del Museo de Arte y Diseño Contemporáneo (MADC) en 1994 vendría a medir más de cerca esa realidad. Su intención era concentrar este “nuevo” lenguaje regional fungiendo como centro de exploración, exposición y análisis teórico. El giro era significativo, contaba con la concomitancia curatorial de los costarricenses Virginia Pérez-Ratton y Luis Fernando Quirós junto al nicaragüense Rolando Castellón, quienes condujeron a la primer gran exposición Ante América, la cual buscaba recorrer la mirada de todo el continente; sin embargo, aunque la puesta contó con más de veinte artistas del hemisferio, el evento presentaba una dicotomía, pues hubo un vacío de participación centroamericana, dejando explicito el desafío que venía a la par de la reciente institución.

El hueco centroamericano en Ante América –que integraba además el magisterio curatorial del cubano Gerardo Mosquera, la estadounidense Rachel Weiss y la colombiana Carolina Ponce de León– se debía en parte, explica Quirós, a que la curaduría para aquel proyecto se habría llevado a cabo dos años antes (en 1992). La exhibición había llegado al MADC después de haber permanecido en Colombia y en Estados Unidos. Al emprender el proceso de selección en aquel momento, los curadores habrían encontrado que el fenómeno artístico contemporáneo resultaba todavía débil en América Central, no existía un campo de acción reconocido ni un sustento de documentación y difusión que pudiera servir al ojo del curador para articular un discurso consecuente. No obstante, paralelo a esta dificultad, nueve artistas centroamericanos provenientes de Guatemala, El Salvador y Nicaragua, países con altas secuelas de guerras, habían logrado exponer en Inglaterra en la exhibición titulada Tierra de Tempestades, el mismo año en que Ante América se instalaba en San José.

Las debilidades que se identificaron en este primer encuentro implicaron una situación, una necesidad que se tendría que resolver en los sucesivos encuentros. Quirós retoma este episodio en uno de sus issuu en 2016: “Preguntas y respuestas se convirtieron en motor de reflexión. Las inquietudes tejidas allí dieron forma al primer ciclo exhibitivo del museo llamado Mesótica y conformado por tres proyectos anuales, que dieron vuelo a cuestionarse la situación de un arte local/regional/centroamericano, respecto a la escena artística internacional/global, convirtiendo la ausencia de Anti América en tierra fértil, para orientar los esfuerzos del joven museo”.

En lo subsiguiente, del tríptico de exposiciones, llegaría Mesótica II / Centroamérica: re-generación, en 1996, la cual reivindicaría las habilidades del trabajo que yacía tras el telón centroamericano; para esto se habría de pasar por una fase de ajuste, acercamiento, reconocimiento que, de acuerdo a la referencia histórica de la curadora Tamara Díaz Bringas en “La primera guerra de las bananas” en 2019, indica: “En los movimientos iniciales de la curaduría hubo que viajar a cada uno de los países y ver, conversar, preguntar, conocer de primera mano algunas de las prácticas artísticas más sólidas, experimentales y críticas en cada contexto. Paralelamente, se trataba de establecer relaciones: entre obras, entre personas, entre situaciones. La Centroamérica que empezó a dibujarse con Mesótica II tal vez sea más cercana a ciertos mapas del artista Rolando Castellón: cartografías poéticas, hechas de lenguaje, de pequeñas intervenciones simbólicas, de trazados caprichosos o reajustes políticos”.

El esfuerzo desplegado en Mesótica II además de congregar las creaciones dispersas sobre los cinco países a través de veinte artistas, lograría llevarlas a aterrizar en las salas del suelo europeo. La habilidosa gestión de Virginia Pérez-Ratton con el cuerpo cultural y diplomático de aquel continente, junto al Ministerio de Relaciones Exteriores de su propio país, impulsarían la muestra colocándola en importantes centros: Madrid, Turín, París, Roma y Apeldoorn Netherlands, en un itinerario que se extendería por más de dos años.

Parte del recuerdo que nos comparte Quirós se dirige hacia la impresión que causaba aquella Mesótica en Europa. Un público acostumbrado a recibir desde aquí pinturas mesuradas que se escabullían entre la flora y la fauna, quizás exóticas para la mirada distante; esta vez se encontraba con una extraña mezcla: lejos del caballete, los artistas discurrían un lenguaje que se agitaba con las convulsiones de la guerra y se expandía entre los severos grados de posguerra, la memoria y reminiscencias del istmo empezaban a delinear un inusitado frente que corría desde la colonización hasta la presencia de las trasnacionales, la nueva libertad creativa aparecía como una especie de impulso catártico colectivo que no escatimaba en mostrar sus cicatrices y la instintiva búsqueda de su propio rostro ante aquel viejo mundo.