El autor de algunos de las obras más aclamadas en el canon literario moderno, incluyendo El proceso (1925), El castillo (1926) y La Metamorfosis (1915), dibujó e hizo bocetos ampliamente antes de publicar una sola palabra. Max Brod, amigo cercano y ejecutor literario de Kafka, conservó tantos dibujos como pudo.
Cuando Kafka murió de tuberculosis en 1924, Brod ignoró como ya sabemos las instrucciones del autor de “quemar por completo y no leer” su legado al morir, pero a pesar de dedicar toda su vida a divulgar y promover la obra literaria de Kafka, Brod solo publicó una pequeña selección de los dibujos en sus escritos biográficos sobre Kafka y vendió dos de ellos al Museo Albertina de Viena.
La obra permaneció invisible hasta septiembre de 2021, cuando la Librería Nacional de Israel, tras un largo litigio legal, publicó 130 páginas con obras de Kafka. Se trata de varios centenares de dibujos hechos en hojas sueltas y cuadernos, notas, pedazos de hojas mecanografiadas, papel de color, reversos de sobres de carta y cartas.
Ha habido la tentación con Kafka de vincular lo literario y lo visual, y hay ciertamente oportunidades de nuevos descubrimientos sobre su literatura a partir de sus dibujos, pero hay otra manera alternativa de ver esto: como un índice al enfocado compromiso de Kafka con el arte de su tiempo.
Su interés por las artes visuales inició a los dieciocho años, cuando en 1901 empezó a estudiar leyes en Praga y siguió luego, en 1908, cuando ingresó a trabajar en el Instituto de Seguros de Accidentes para Trabajadores, puesto que ocuparía por el resto de su vida.
El arte es un espejo
Fue influido por los posimpresionistas y Picasso en lo particular. En Conversaciones con Kafka, Gustav Janouch (amigo personal del autor checo) comparte la siguiente historia:
Asistí con Kafka a una muestra de pintores franceses en la sala de exposiciones del Graben. En ella había cuadros de Picasso: bodegones cubistas y mujeres de color rosa con unos pies enormes.
—Es un deliberado deformador —opiné yo.
—No lo creo —dijo Kafka—. Picasso únicamente registra las deformaciones que todavía no han penetrado en nuestra conciencia. El arte es un espejo que “adelanta” como un reloj… a veces.
Si bien Kafka parece hablar de la imposibilidad de comprender las nuevas formas artísticas (al menos hasta que nos acostumbramos a ellas o aprendemos el significado o la intencionalidad discursiva del artista), no puedo menos que ver en esas palabras también una prefiguración de la muerte.
El artista, parece decir Kafka (y esta es una lectura totalmente personal), se adelanta a todos los tiempos, y esa deformidad que se nos muestra en la tela no es otra cosa que nuestro futuro inevitable. El arte nos habla del ahora, pero también de nuestra eternidad, sea esta lo que vaya a ser en ese tiempo indefinido.
No obstante, de 1901 a 1906 tomó clases de dibujo y asistió a conferencias sobre la historia del arte. Nunca dejo de dibujar durante sus breves pero intensos 40 años.
Sus dibujos están predominantemente realizados a lápiz, y la mayoría de ellos representan figuras que están quietas o participando en actividades comunes, como caminar, jugar a las cartas, beber o montar a caballo. Todos tienen líneas y contornos, y los cuerpos y extremidades quedan planos con la página, ya sea en blanco o rellenos con lápiz o tinta.
Rara vez los dibujos dan una sensación de masa o profundidad, y Kafka frecuentemente exagera rasgos, proporciones y gestos para amplificar algún aspecto de la figura o sus actividades sobre las que quiere llamar la atención. Más que nada, las imágenes conectan con el estilo de ilustración lineal y caricatura popularizado a principios del siglo XX en Praga y en la vecina Alemania, con el que Kafka estaba muy familiarizado como consumidor voraz de revistas y cultura impresa.
En uno de sus primeros dibujos a lápiz, recortado de una carta, un hombre de mediana edad con bombín y bastón pasea a un perro. Su cuerpo está ligeramente inclinado hacia adelante y estirado más allá de las proporciones normales, y su abrigo largo se ensancha hasta las rodillas, encima de un par de pantalones a cuadros. Los brazos del hombre son palos planos, cómicamente alargados, y sus manos, como guantes redondos. La cabeza está de perfil y es demasiado pequeña para el cuerpo, y se lee como una caricatura, con un bigote ancho, una nariz chata y una cuña semicircular a modo de ojo, inclinada hacia abajo para darle al rostro una expresión severa. El corte en la página deja solo visible la parte posterior del cuerpo del perro, y aquí las líneas son menos pegajosas, más curvas y desenfrenadas. Le dan a la criatura una forma bulbosa, con pies de gran tamaño que Kafka enfunda en botas con cintas.
El estilo de Kafka de exagerar cuerpos y rostros, y su tratamiento general esquemático de la forma, de hecho, remontan su origen a este momento, a la forma en que la caricatura de principios de siglo presentaba la figura humana: la escala relativa de sus rasgos desproporcionados, el cuerpo en sí es negro o un recipiente vacío delineado por contornos, cabezas y rostros a menudo de perfil y representados solo con líneas y una calidad narrativa general de la escena. Kafka incluso escribió títulos en algunos de los dibujos, como si enfatizara que hay una historia en la imagen. Cada dibujo no está exento de humor.
Kafka, el gran reidor
Contrariamente a la imagen de sus fotos cuando la tuberculosis estaba avanzada, Kafka no era un hombre triste. Ha habido una antigua desconfianza intelectual respecto al humor y a lo chistoso: la idea de que ambas cosas son lo contrario de la profundidad filosófica y emocional, y no, en realidad, dos de sus facetas.
Como han apuntado Astrid Dehe y Achim Engstler en Las páginas cómicas de Kafka (2011), Kafka era un “hombre sin sosiego que fracasaba una y otra vez, casi forzosamente”, pero a la vez era una persona con mucho sentido del humor.
En sus cartas y diarios leemos sobre ataques de risa en el trabajo y situaciones disparatadas durante sus viajes. Su amigo, albacea y editor, Max Brod, cuenta que al leer El proceso en voz alta, Kafka se reía tanto “que por momentos no podía seguir leyendo”. Y Kafka mismo escribió a su primera prometida, Felice Bauer: “También sé reír (…), incluso soy conocido por ser un gran reidor”.
Cuando nos construimos una imagen de la obra de un artista o escritor en particular, lo hacemos basándonos en lo que, a través del azar o el esfuerzo, ha sobrevivido al paso del tiempo. Por eso su obra literaria es más ampliamente conocida y reconocida. Pero aun desconociendo su vena como artista gráfico, resulta claro que las imágenes en el estilo de este notable personaje son una combinación de realismo y absurdo, ya que sus protagonistas son atormentados por situaciones surrealistas gráficas y memorables.
La influencia kafkiana
A través de sus obras, Kafka exploró los temas de la culpa, la ansiedad y la alienación, y su estilo se convirtió en un hito tal que se formó e introdujo la palabra kafkiano para describir estados desesperados como los que se encuentran en sus escritos y dibujos.
La influencia póstuma de Kafka se ha hecho sentir en las artes visuales, la cinematografía y la música. Vienen al caso el filme de Orson Welles de 1962 basado en El proceso, una impecable comedia negra donde un burócrata es acusado de un crimen nunca especificado; Franz Kafka: El castillo, un álbum de 2013 realizado por el legendario grupo electrónico Tangerine Dream; y no menos importante: El final feliz de “Amerika”, de Franz Kafka, una compleja instalación del artista alemán Martin Kippenberger exhibida en 1994, centrada en el pasaje donde el protagonista aplica para un trabajo en el mejor teatro del mundo, viajando por Estados Unidos.
Nueva interpretación pictórica
En el marco del centenario de su muerte, nos ocupa en lo particular La metamorfosis, o transformación, tal vez su obra más popular, que el artista Philipp Anaskin ha explorado mediante nueve pinturas que forman parte del libro conmemorativa publicado en junio del presente año por la Editorial Costa Rica.
Como he declarado en mi critica con anterioridad, Philip Anaskin se ha posicionado con resiliencia entre dos realidades aparentemente opuestas pero complementarias: por una parte, apela a una audiencia joven con propuestas bidimensionales de gran dramatismo que tocan la fibra de las preocupaciones existenciales y cierto nihilismo imperante en el presente y, por otro lado, se apropia de los conceptos plásticos y técnicas de escuelas figurativas y realistas como el impresionismo, el expresionismo, el realismo socialista y el realismo pop para comunicar su propia síntesis.
Sustentada a menudo en un dibujo académico, ejecutada con rapidez sobre la tela que se despliega junto a otras obras que realiza paralelamente como en serie, Anaskin se nutre de la memoria multicultural propia y colectiva para comunicar, con un tono satírico unas veces y nostálgico otras, la resiliencia del dolor, la pérdida, la doble moral, las amenazas y los horrores del presente.
Hay tres tipos de influencias que el artista asimila tempranamente en su carrera a partir de su estudio del arte, el cine y la literatura de posguerra, de las que se vale para articular un análisis crítico más preciso en su producción. Las tres convergen visualmente en La metamorfosis, no como ilustraciones, ya que se mantienen íntegras como pinturas en gran formato, sino como un acto disruptivo, no exento de humor, y a la vez agonizante liberación que parece no tener fin. Bien escribe Kafka en dicha obra: “El arte es para el artista solo sufrimiento a través del cual se libera para sufrir más”.
Presente en estas obras, tanto las que son parte del libro como en la presente muestra, vislumbramos un delgado hilo entre literatura y plasticidad que nunca llega a cruzar completamente. Tal como Kafka en sus dibujos y escritos busca la simplicidad centrada en una humanidad casi sin piel, de apariencia ordinaria y mediatizada por la sociedad de consumo, pero sublimada a través de un humor negro.
Para lograrlo, representa con autenticidad la figura humana envuelta en un espacio atemporal, donde las tensiones de una memoria resiliente, propia y prestada, en este caso de Kafka, sobre temas frecuentemente existenciales, apelan a una audiencia oprimida por un entorno mediatizado por el miedo y la mentira, expresado en lo perverso y lo grotesco, como en el universo de Kafka.
Anaskin contribuye indudablemente con esta muestra a liberar al espectador de algunas ataduras y evasivas que limitan su libertad, devolviéndole su derecho a experimentar sin cortapisas, sin acudir a la interpretación meramente literaria, el mundo de Kafka.
Finalmente, nos recuerda a Kafka cuando escribe en su serie de cuadernos Blue Octavo:
El arte vuela alrededor de la verdad, pero con la clara intención de no quemarse. Su capacidad radica en encontrar en el vacío oscuro un lugar donde poder captar intensamente el haz de luz, sin que esto haya sido perceptible antes.