¿Soy una bruja, papá? No lo eres, María. ¿Y por qué me veo como una?
Los tratamientos que los médicos ordenaron dolieron al aplicarse y dolieron más cuando fallaron. Su cuerpo nunca se vería como el de sus hermanas o sus primas, que estrenaban coquetería. El vestido más hermoso no pudo cubrir su cuerpo torcido, el sombrero más extravagante no pudo alargar su cuello y no hubo ademán que atrajera la atención hacia su rostro bonito. En la edad de la vanidad, María no pudo ejercerla, la desechó sin probarla y siguió viviendo en su pintura. ¿Qué te hace feliz, hijuca de mi alma? Pintar. ¿Qué es la felicidad, María? La reconciliación con la vida, papá.
¿Que María estudiará pintura en Madrid? ¿Sola? ¡Enloqueciste, Enrique! Dejad a mi hija en paz.
Así, María se instaló en Madrid a los veintidós años. Lejos de Santander y de la protección de su apellido, volvió a enfrentar la hostilidad de las calles, ¡Bruja!, gritaban señalándola y persignándose. El viento en cambio, acarició cada día su rostro bonito y ella se sintió libre, gracias, papá, decía en silencio. Estudió con los maestros más reputados y en sus ojos reconoció el respeto que sólo había visto en los de su padre. ¡Dame la suerte, bruja!, aullaban los ignorantes ensuciando la espalda de sus vestidos restregando sus billetes de lotería, es como si viera el alma de las cosas, susurraban sus compañeros de clase y atinaban. “Hasta pronto, corazón de caleidoscopio”, firmaba su padre las cartas semanales mientras ella aprendía a bailar con la vida.
“Papá ha muerto”, leyó María y Cristo se cayó dentro de su alma. Releyó su última carta, “... cuánto quisiera estar ahí y ayudar, tener la capacidad de viabilizar cada objetivo, saltar de gozo contigo con cada realización, y ganarme un pedacito del mérito para regalártelo… te encargo que cuides el tesoro más grande, el más bello regalo que jamás haya recibido, cuídate por favor, hija de mi alma…”. La hija de Enrique se lavó la cara, tomó un pincel y obedeció a su padre. Meses después, ganó un premio. No queda nada por enseñarte aquí, María, lánzate a París y expón tu genialidad, dijo uno de sus maestros y su corazón de caleidoscopio pegó un brinco.
¿Una mujer sola en el extranjero? ¡Enloqueciste, María! ¡Una mujer no puede vivir sola en otro país!
Las mujeres de su tiempo sólo aspiraban a ser el ángel del hogar. Era difícil estrenar aleteos angélicos si una no tenía un hogar propio, y un hogar propio sólo se conseguía si un hombre la escogía a una, de entre todas las mujeres. Una mirada amante, el vértigo de un beso o la magia de un abrazo-quita-miedos, estaban a más distancia de María que la luna, porque ningún hombre percibía la inmensidad de su espíritu ni la belleza de su rostro. Entonces María enloqueció de verdad, pidió una beca a dos instituciones de Santander para estudiar pintura en París, y la consiguió.
En el año mil novecientos nueve María llegó a París con una carta de recomendación para la Superiora de un convento y consiguió hospedaje y comida a cambio de clases de dibujo para las alumnas de las monjas. Las niñas se burlaron de su cuerpo y ella estaba tan feliz, que no tuvo ganas de sufrir. Buscó y encontró una habitación fea y fría, pero pagable y se mudó. Bebió mucha leche y comió mucha carne para estar fuerte. El viento parisino acarició su rostro bonito y ella se sintió libre, gracias, papá, dijo en silencio y Enrique bailó en su pecho. (¿Qué te hace feliz, hijuca de mi alma? Pintar.) Antes de que la beca terminara, uno de sus maestros firmó: “… de seres como ella depende que el arte español se regenere y reconquiste su elevado renombre”1. Regresó a España para pedir otra beca.
Los periódicos santanderinos de los últimos meses de mil novecientos once reportaron que “doña María solicita que se continúe pasándole la pensión para estudios pictóricos…”. Un par de funcionarios ofreció regalarle una máquina de coser para que se ganara la vida y dejara de molestar. Consiguió la beca con la advertencia: “será la última”.
De vuelta en París, compartió una casa módica en costo y pródiga en ratones, ruidos y hollín. Pintaba de día y socializaba de noche en tertulias fabulosas con los genios que estaban grabando sus nombres en la historia del arte y reconocían a María, es uno de nosotros. María bailaba con su pincel, porque hasta los genios eran miopes y a ninguno se le ocurría invitarla a bailar. ¿Cómo será el amor? se preguntó, no pudo ejercerlo, lo desechó sin probarlo y se zambulló en el Cubismo, el rey de la vanguardia. Andaba compartiendo miedo con los valientes y estirando los centavos, ¿venderemos algún cuadro?, cuando una guerra comenzó. Sus centavos, rebeldes, se hartaron de los estirones y se encogieron tanto que desaparecieron. María tuvo que volver a España y sus amigos llegaron con ella.
En Madrid, los genios organizaron una exposición y fue un escándalo. Los peatones vieron las obras a través de las vitrinas, se quedaron mirándolas señalándoselas unos a otros y muriéndose de risa por tanto rato, que el tráfico madrileño se atoró. La crítica también se burló, “son cosas absurdas, que dicen son cuadros y esculturas, manchas antiartísticas…”3. Pinta lo que quieras, María, pero consigue un trabajo con paga segura, ¡por favor!, le dijo su familia tantas veces, que comenzó a considerar la posibilidad de abandonar sus sueños porque, además, un zeppelín estaba bombardeando París y La Gran Guerra era de un espanto nunca visto hasta entonces. ¡Bruuuujaaaa!, volvió a perseguirla la chusma de su país. Una noche, María vio a su propio fantasma penar en sus sueños. Al amanecer del día siguiente, tomó sus pinceles, enrolló sus lienzos y volvió a París. ¿Una mujer sola en un país en guerra? ¡Enloqueciste, María!
La Belle Époque moría a fuego, hambre y terror. Una noche poco después de su retorno, diecisiete bombas llovieron sobre María. Asistió a los funerales, lloró, y cuando volvió a casa, siguió pintando, aunque lentamente, porque tenía los brazos helados y no había carbón. “Malvivía, pero resplandecía...”, escribió alguien2 que la vio entonces. Los parisinos enloquecían sin saber cuál sería el próximo blanco y un Viernes Santo, fue una iglesia. María y sus amigos se refugiaron en el campo. En una excursión, descubrieron una playita solitaria. El viento marino acarició su rostro bonito, ella se sintió libre y se metió al mar corriendo, vestida y feliz. ¡Soy de La Marinera!4, explicó a los genios que la miraban turulatos.
María alcanzó el triunfo definitivo con La Comulgante, probablemente su obra más dura. La comenzó a pintar durante su última temporada en España, cuando su propio fantasma la previno del peligro de rendirse. Los críticos se rindieron a sus pies y María fue libre para pintar el resto de su obra a su estilo.
Internet califica de “triste” a éste ser humano monumental. Quizá una mujer que inspira lástima siga siendo más comprensible que una mujer valiente.
Notas
1 Hermenegildo Anglada Camarasa, uno de los maestros de María Gutiérrez Blanchard en París, firmó esa declaración.
2 La crítica sobre la exposición de “los pintores íntegros en Madrid” apareció en el ABC.
3 Ramón Gómez de la Serna vio a María Blanchard durante la Primera Guerra Mundial en París.
4 La Marinera es el sobrenombre de la ciudad de Santander.
5 El artículo incluye frases del capítulo siete de En el nombre de Sixto, Editorial Los Cántabros, libro basado en la historia de la familia Gutiérrez Cueto (María Gutiérrez Blanchard es hija de Enrique Gutiérrez Cueto).