El sentido del arte como reflejo de la sociedad conlleva encontrar dentro de este un espacio de constante transformación, reconocible por la perenne búsqueda que coloca al ser humano como un insistente hacedor. Este patrón, además, se manifiesta en múltiples ámbitos del quehacer colectivo, el cual es capaz de abrir nuevas ventanas con invenciones que aparecen reiteradamente, cual hologramas que de repente se materializan una y otra vez.

Cabría mencionar en este escenario la reflexión que entregaba el escritor argentino Leopoldo Lugones, en una apología a la labor del poeta en las dinámicas civilizatorias (donde se entiende también a la ciencia), refiriendo que: “La civilización no es otra cosa que un conjunto de ciertas invenciones, comunicaciones y convenios, cuya expresión irremplazable es la palabra”.

Aquí, “la palabra” se entiende como la única que llega a describir, en la acción poética, el rostro del tiempo, las palpitaciones de la creación o la transmutación de las emociones en el orden de las cosas. Lugones marcaba que en las sociedades es trascendente tener poetas que vivifiquen el lenguaje (la palabra) y lo organicen progresivamente como parte del guiño evolutivo.

En este sentido, la permuta que acontece al ser humano suscita en la sensibilidad del artista, quien se alimenta del “tiempo que le toca vivir”, una interpretación dinámica de la realidad, concediendo dicha apreciación a los receptores que logren alcanzarla y entremezclándola, así mismo, dichos espectadores con sus propias experiencias.

No obstante, en el lenguaje de las creaciones artísticas cuyas fases se adhieren a las escenas circundantes, llega a presentarse también una preponderante pauta, marcada por el denominado “crítico de arte”, quien expone, entre otras cosas, un fondo contextual y articula las tendencias existentes, permitiendo un anclaje de alguna manera más acertado entre los creadores y el público receptor.

La impronta del artista que se desplaza entre la subjetividad y el mundo adyacente que transita (como ya lo mencionamos, en una constante metamorfosis) llega a ser, para el crítico de arte, una de sus principales búsquedas en el ejercicio de encontrar esos conectores y hacerlos digeribles para el colectivo. Perseguir no solo la ruta del artista, sino el contexto que genera una razón en donde se inserta dicha ruta.

La intimidad sensible que percibe el crítico desde una posición receptora llega a descifrar el horizonte que impulsa al artista, concatenándolo con su propio sentir, encontrando símbolos de compatibilidad que pudieran aparecer bajo ese mismo halo.

He aquí que el crítico adquiere desde su sensibilidad todas las vías posibles para aflorar desde dentro con una actitud y colocación artística, realizando con su abordaje una extensión creativa de la acción que allí ocurre. Tras una exploración y valoración de las técnicas, contenidos, o conceptos, el crítico además afina su mirada, permitiéndose entroncar su visión del mundo con la del artista, partiendo de un instinto congénito para percibir los estímulos que las obras encierran.

Nótese, por ejemplo, la particularidad que puede capturar una imagen bien acertada desde la cámara y la sensibilidad de un artista fotográfico, donde el impulso y la emoción se asientan sobre un escenario bien colocado por el ojo sensitivo y la búsqueda de ciertos elementos que puedan medrar hacia el plano creativo. Una vez realizada la obra, se presenta el toque crítico, que además atenderá la gráfica recreando nuevos significados y concatenando sus propias aristas, compatibles solo con el fragmento de tiempo capturado.

La ampliación y acercamiento que propone el crítico está sujeta a las dinámicas volubles de las cuales hablamos inicialmente. Es decir: el artista encuentra una “sombra” donde pueda descansar su creación y el crítico se adhiere a este punto para incrustar el espectro cambiante, removiendo las entradas que le proporciona el creador inicial.

En otra materialización de esta práctica, se puede atender al pasaje de uno de los personajes más trascendentes dentro la llamada “estirpe maldita”: el poeta francés Charles Budelaire (conocido además por sus ensayos de perfil crítico), quien, desde su postura adusta y amarga hacia la existencia, llega a apreciar el doloroso concepto del pintor Delacroix, quien se caracterizaría además por superponer el estímulo del color sobre las definiciones precisas del dibujo, marcando una nueva tendencia de lo que se determinaría como romanticismo, ante el pase del neoclásico.

En su obra La Libertad Guiando al pueblo, aparece un cielo de brillo desteñido sobre la lúgubre ciudad; un cuadro pujante de dolor y esperanza, abatido de exánimes cuerpos innecesarios, como suelen colocar las guerras atravesadas por el hombre; la euforia de un principio y de un fin que se desprende en las miradas amedrentadas de los que luchan; el cruce de la realidad sustentado por el fervor y la fuerza que entonan una nueva vivificación del color.

Ante tal hecatombe, podemos sustraer una breve línea a modo de crítica que adecuaría el poeta romántico, señalando que él ha visto a la misma Libertad caminando sobre cadáveres en un mundo de violencia y sufrimiento, que muestra la frialdad y crueldad del cosmos.