El valor monetario sin precedentes que puede llegar a alcanzar una obra de arte en la actualidad nos conduce a veces al asombro. El valor de una pieza como el cuadro "Salvator Mundi", atribuido a da Vinci, cuyo valor en venta pública podría alcanzar los cuatrocientos millones de dólares, equivale al presupuesto anual que algunos países europeos asignan al ámbito de cultura, y supera en el monto que destinan la mayoría de los países latinoamericanos a la cultura.
Por lo general, las creaciones de artistas considerados “genios”, que han prevalecido a lo largo de ya unos cuantos siglos, se encuentran conservadas en museos. Sin embargo, existen obras que escapan de estas salas y llegan al mercado, para finalmente ir a parar a las manos de grandes coleccionistas, anticuarios, inversores de arte o compradores particulares que nadan en la opulencia. Los exorbitantes precios responden a la dinámica de oferta y demanda del mercado, donde una pintura “única” se vende en virtud de su peso histórico, el renombre universal de su hacedor y la imposibilidad de que tal artista (ya fallecido) pueda volver a producirla.
Sustentadas en la complejidad de sus técnicas, inspiradas muchas veces en grandes relatos, las obras clásicas llegan a ser un bien muy codiciado, suscitando gran interés en las subastas. Hay muchas dispuestas a invertir en ellas una parte considerable de sus vastas fortunas. Durante esas contiendas financieras, con tal de satisfacer sus caprichos y quedarse con el “trofeo exclusivo”, los adquirientes llegan a desembolsar cifras desmesuradas.
Durante el renacimiento italiano, se registró un notable apogeo de la labor artística, en gran parte debido al aprecio y reconocimiento otorgado por la nobleza, que mostraría allí su gusto e inteligencia, abriendo las puertas de sus viviendas palaciegas y disponiéndolas como aposentos para la belleza del arte. Los nobles interactuaban personalmente con los artistas creadores, asignándoles una distinguida condición. Un tipo similar de relación social sería adoptada en épocas posteriores por la burguesía; sin embargo, el afán de esta nueva clase por obtener prestigio a través de la posesión de obras talentosas se veía limitada por su falta de conocimientos y de refinamiento artísticos, de los cuales sí podían ufanarse los aristócratas. Sin embargo, para finales del siglo XVIII, la nueva clase dominante ya tenía tendría acceso a la misma formación elitista de sus predecesores.
La transformación del mundo que llevó a cabo la maquinaria de la primera revolución industrial abriría campo a la proliferación de bienes. Con el tiempo, el mercado se encargaría de ir perfeccionando el aspecto visual de todas las mercancías, en todos los ámbitos posibles. En las primeras décadas del siglo XX, la impresión de las cosas y la apariencia de la tecnología ya se inmiscuía en la reflexión artística. Así lo apuntaba, por ejemplo, Filippo Tommaso Marinetti, poeta y escritor italiano, fundador del movimiento futurista, también conocido por su tendencia fascista:
“Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido de una belleza nueva, la belleza de la velocidad. Un automóvil de carreras, con su radiador adornado de gruesos tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo (...) un automóvil que ruge, que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia”.
Aunque el desfile de productos y la búsqueda de acabados cada vez más especiales se ha mantenido en auge impelidos por el marketing, el arte, a su vez, también ha logrado sobrevivir, sufriendo una transfiguración. En la actualidad, además de conservar la esencia de un símbolo de estatus o privilegio, a su vez enmarca un lenguaje capaz de trascender lo material. En este sentido, el arte también ha adquirido, hoy más que nunca, una relativa apreciación. Es decir, hay un juego subjetivo que permite la venta de ciertas obras en base a la idea del artista y de cómo ésta puede interactuar con el contexto, independiente de la técnica. Así llegan a los museos y galerías ideas muy poderosas que se nutren de múltiples recursos para poner en perspectiva importantes aspectos de la realidad. Sin embargo, debido a lo voluble que puede llegar a ser una idea en un espacio subjetivo, aparece lo que algunos consideran la estafa del nuevo siglo: “obras” que pueden alcanzar cifras astronómicas en virtud de los caprichos de compradores que han acumulado capitales financieros, pero no artísticos.
Muchas ventas terminan respondiendo a una dinámica que responde a las “dimensiones subjetivas” del hacedor y el comprador. Un claro ejemplo de esta al mercado del arte podemos encontrarla en la “merda d´ artista”: noventa envases de lata que contienen el excremento de Piero Manzoni. Así, el artista ha logrado vender sus propias eses como obras de arte, subastadas hasta en 124 mil euros. Otros ejemplos son el rostro de plana ejecución infantil expreso en la pintura sin título de Jean-Michel Basquiat, vendido en 79.85 millones de euros, o las esculturas de acero inoxidable con formas de conejo (Rabbit) realizadas por Jeff Koons, valoradas hasta en 91.11 millones de dólares. También están las vitrinas con colillas de cigarros, vendidas por Damien Hirts en más de 7 millones de dólares, o el banano sujeto a la pared, comprado por 150 mil dólares, idea de Mauricio Cattelan. Por su parte, los lienzos perforados por Lucio Fontana a manera de cuchilladas alcanzaron los 10 millones de euros, y la “obra” titulada “Yo Soy”, que se trata de una escultura invisible, fue vendida por Salvatore Garau en 18 mil dólares.
Es una pieza que “no se deja ver porque no existe, y, por lo tanto, puede ser cualquier cosa que la imaginación perciba”, refiere, un poco irónico el afamado “creador”.