En las manifestaciones del arte actual y en particular en la segunda parte del Siglo XX, el denominado Arte Gestual está emparentado con la pintura Zen oriental, el norteamericano Action Painting (Pintura Acción), y los términos Informalismo abstracto y Tachismo tienen una raíz europea abanderada por la abstracción pura, la cual empezó a manifestarse ya hace un siglo, quizás, porque al artista de esos tiempos no le interesaba tanto el sujeto y la categoría del retrato, que por siglos lideró la atención de los museos y salones de arte. También fueron caracterizaciones relacionadas a estas tendencias la pintura, la escultura, la gráfica, la arquitectura, en las cuales se denota un pulso, un bajo contínuo como en los esquemas musicales de siempre pero aún más en lo contemporáneo. Se trata de un golpeteo constante que está en todo proceso creativo y en el ritmo que mueve la vida misma.
Esa métrica es una pulsión que emerge de nuestra sensibilidad y sensualidad más profunda e inequívoca, que si no está en la obra, estaría vacía sin expresar absolutamente nada. Esa vibración contínua (pulso musical) aunque no sea sinónimo de buena práctica en lo musical, por lo general las personas lo marcan con el tacón o la punta del zapato, es algo que se siente, y es hasta provocativo de seguir, o de evitar, pues se trata del continuum de esta realidad que va “in crescendo”.
La artista costarricense, Cristina Gutiérrez, lo lleva a la tela o papel, e impregna de su propio ejercicio cotidiano en todo lo que hace y piensa. Ese pulso es el hilo conductor de la experimentación, captado en un flujo perenne y a veces invisible, pero que se puede graficar, como en las mejores prácticas del arte de todos los tiempos.
Para manifestarlo, el o la artista se prepara, pues pintar es un verdadero performance en el cual se sostiene la energía, hasta que haga vibrar los músculos de las manos y brazos, y abastesca con esa fuerza todo el cuerpo entero, para dejarla fluir en un impulso que lo desgañite, lo desencadene y haga visible, sensible en su gestación pues en todo parto hay dolor. Pero en tanto son caracterizaciones ligadas a los sentimientos personales, a la gestualidad aplicada al pintar o dibujar o hasta al firmar la tela, se ha aprendido a lo largo de la vida y a algo realmente puro y místico, pues son el lengaje del alma.
Por lo tanto, es pintura abstracta en la que tiene importancia fundamental el vigor y hasta quizás, suene contradictorio, la participación en el esquema compositivo de cada cuadro, de una acción descontrolada del gesto del artista, pero son el cimiento para plasmar la obra cuando llega el instante de darle el toque final. Serán situaciones distintas en cada tiempo o momento, y para cada artista serán genuinas pues, cada día, la acción estará abastecida por el carácter y singularidad de la personalidad de el o la artista. Ese es el tesoro que posee y nos brinda el arte, sublime gesto que emerge del alma donde se agregan los mejores frutos del trabajo cotidiano.
Dentro de estas prácticas pictóricas han destacado artistas como Arshile Gorki, Hans Hofmann, Jackson Pollock, Willem De Kooning, Franz Kline, Sam Francis, Tobey, Mathew con sus enormes trazos con pintura negra sobre enormes telas blancas. Está muy cercano este carácter de abstracción al expresionismo informal, donde grabita la pintura de los franceses Jean Fautrier y Jean Dobufet, y a cierta distancia y en otros momentos, pero sin quedar fuera de este esquema tendríamos a Karel Appel del grupo Cobra en los sesenta que, aunque parezcan una abstracción pura, los gobierna ese geniecillo del arte que le encanta quedar retratado en las escenas de la creatividad.
El gestualismo de la mancha, como dije, refiere al arte Zen oriental, cuando el artista interioriza todas las tensiones y percepciones que carga con sí ante la contemplación del vacío, o al ver el paisaje de vectores que componen lo urbano, con su agitación y rumor que lo desboca, o por lo contrario lo sume en un espacio vacío para la contemplación de la nada, para luego explotar y cargarlo a la tela. Puede parecer que la pincelada sea descontrolada, aleatoria, pero sin embargo concisa y quizás hasta subjetiva.
Esta artista es una colectora de las grandes tensiones que recoge de su andar por la ciudad, de ver los escaparates de las tiendas y un mercado que lucra con la vida de las personas, con sus intimidades, creencias y valores. Esas energías las colecta de los noticieros que hablan de la guerra en Ucrania y Rusia, de los desastres naturales como el terremoto en Turquía y Siria, el accidente en Panamá donde murieron muchos migrantes como lo hacen todos los días en la travesía de la muerte buscando Norte. Esas son energías prestadas, que la artista aprovecha para impregnar de dramatismo al gesto de su lenguaje. Pero también hay zonas de las obras que son un remanzo de paz, el disfrute de su sacra comunicación entre su espíritu y El Creador, que le dona ese enorme talento y poética.
Cuando aprecio el trabajo de la artista costarricense, pienso en la danza butoh sobre las arenas doradas de la costa, entre las escolleras y miles de conchas que conforman un sustrato que recogerá las huellas de su actuación. Pienso en los pintores zen o la poesía haicú, en tanto son una demostración de que aunque se tenga un mínino o ápice de energía y de pocos elementos para entablar ese ritual con pulso contínuo y trascender, con dicho mínimo contingente de escencia será suficeinte para decir mucho.
Los mares azules Grafos y el color dialogan entre sí como retándose en esta nueva muestra. Existe un espacio, un intersticio, una grieta tectónica que aúna o separa para hacer sentir el profundo latir del corazón de la tierra; y es precisamente esa la energía que Cristina Gutiérrez capta, escucha, siente y que ella sabe recolectar de sus largas travesías sobre las arenas de las costas. El mar, las playas, las arenas, son el templo para la contemplación de sí misma pues cada uno en la vida lo verá a su modo, lo hará suyo con la sensibilidad de sus procesos creativos, y tendrá también para sí su propia manera de manifestarlos.
Esta es una verbalidad o poética relacional –como diría el filósofo de la isla de Martinica Edoard Glissand– que aprendió desde su infancia y en la cual ella afirma a profundidad: que sin mar, sin agua, sin aire, sin luz, no tendríamos Tierra, no existiría un mínimo respiro; así, de igual manera para hacer arte necesitamos la conjunción de todos estos elementos del planeta. Y subrayo “hacer” pues muchas personas aprenden a pintar y a dibujar, pero pocos a hacer arte; para lograrlo existe un océano de contingencias, un mar de tormentosas aguas del cual salir a flote y esto significa la investigación y experimentación previa y lo que define la práctica artística.
Impele esta noción a entrar a la dimensión de la sensorialidad, a interrogarnos acerca de nuestros saberes más elementales en la historia del arte: saber ver, saber escuchar, palpar el aroma de las florecillas silvestres en cada tiempo y toda jornada, saborear la misma miel que picotea el colibrí en la amapola cada mañana en su aligerado volar, sentir cada grano de las arenas pardas. Con todo ello esta sensible artista reconoce su indumentaria, el talento de pintar aquellos enormes gestos ataviados de sensaciones del océano, de las mareas que no son tan sólo visibles en las telas, pues ella las lleva consigo misma a donde quiera que vaya, que enciende en sus entrañas el vector pulsional que le provoca el mar, las piedrecillas grises, los repastos verde-oliva o los húmedos surcos que huellan los cangrejos u otras criaturas costeras y que conforman la ecológica vestimenta de sus pinturas, grafos, o que también están en sus instalaciones con ese manto de lo creado que enmarca el océano.
Existe en estas telas un tono o atmósfera que proviene de lo profundo, energía que ella capta en ese índigo que busca hasta en los confines del mundo, el que porta a donde quiera que vaya pues como he repetido una y otra vez, es su equipaje, su imaginario simbólico, su jerga poética y vivencialidad que, aunque la dominante cromática sea amarilla, o rojo el acento que activa el contraste; el verde esmeralda, la jadeíta, el azul ultramarino como el de los mares de oriente, cualquiera que sea, es su temperamento, la holgura de sus memorias y una sonoridad que súbito advertimos todos sin excepción cuando inclinamos nuestro oído hacia el caracol que encontramos sin el molusco en una playa: vacuidad total colmada con el romper de los oleajes.
Por alguna razón nuestros sabios ancestros mayas utilizaron la concha o caracol para significar el cero en el álgebra, aritmética, en la métrica y topología de los volúmenes, en tanto es centro de intersección de ordenadas y coordenadas para ubicar en qué punto de esa inmensidad estamos situados o dejamos nuestras huellas para morar al Universo. Cuando lo acercamos al oído para oír esos oleajes, lo que escuchamos es el sonido de la vaciedad, pero en tanto la nada está colmada de sensaciones evocadas en las narrativas orientales por Margarite Yourcenar en su Cuento Azul: “frente al mar azul, bajo la sombra índigo de las velas remendadas con retazos grises”.
En esas pinturas no solo hay trazos, que ella denomina grafos, hay tachones, sobreposiciones, veladuras, yuxtaposiciones de empastes cromáticos de una jerga emocional. Hay también candentes relaciones cromáticas y si se quiere ácidas conjunciones que con berrinche, a veces con el lenguaje de todos los días, se pinta, pues ocurre sentirnos ahogados en nuestro propio charco. Pero al final de todo ese forcejeo con lo creativo habrá una luz, una salida de esos remolinos tormentosos para sentir al final la claridad y la certeza de que hemos llegado a puerto seguro.
Su firma, repito, proviene de la energía que le presta el océano para empoderarla y provocar otra categoría de sonoridad, quizás más íntima, más emocional: la sonoridad y pulso continuo del alma sollozante hoy angustiada por quizás tanta violencia en el entorno y que solo el mar sabe paliar. Ella aprendió que sus grafos verdeazulados la saben sanar, pues a su vez provienen de otra forma de insondable inmensidad: la de la memoria de nuestra cultura y ancestralidad, ataviada de arenas, de conchitas o maderas, y de húmedos surcos y piedrillas lapislázuli.