Rechazados. Las eminencias académicas del Salón de París no creyeron que su trabajo fuese de suficiente nivel: tenían deficiencias en la definición de los personajes, en el tratamiento de las sombras, en la representación del espacio. “Están mal de la vista”, decían. “No saben pintar”. La exposición oficial de la Academia de Bellas Artes, en fin, no encontró gusto en los trabajos de los pintores nóveles de 1863. Sería uno de los eventos más lustrosos del siglo: con el auspicio del emperador francés, se esperaba una de las muestras más exquisitas que se habían visto en la capital cultural de Europa, y los impresionistas no dieron el ancho.
A los ojos de los eruditos más ilustrados de la época, las corrientes nuevas que se gestaban apenas entre las generaciones más jóvenes no estaban a la altura de la selección distinguidísima que se exhibiría en la sala de exposición por excelencia. La situación política del país en el momento permitía concesiones más abundantes para las artes, y ese tendría que ser el momento para mostrarlo en todo su esplendor. Sin embargo, los filtros rigurosos bajo los que la academia juzgó las obras participantes fueron, a lo menos, exagerados: el número ridículo de 3 mil obras fueron desechadas, y un profundo descontento permeó en la comunidad artística emergente de París.
Uno de ellos fue Édouard Manet. Presentó ante el jurado su obra más reciente, que fue tachada de vulgar y obscena: no podía ser que se representase a una mujer desnuda, sentada sobre el pasto, frente a dos hombres contemporáneos, y mucho menos, enfrentando al público con la mirada. Déjeuner sur l’Herbe —o Almuerzo campestre, por su traducción al español— resultó en una mezcla indeseable entre lo pedestre de los nuevos experimentos que se estaban haciendo con el óleo y lo vulgar de representar libremente la desnudez del cuerpo femenino.
El cuadro de Manet, junto con los otros miles que no fueron aceptados para la exposición, quedó reducido a un intento fallido de realismo, que no cumplía con el rigor técnico que la academia requería, y que además atentaba contra los valores fundamentales de elegancia de la sociedad francesa. La crítica no lograba concebir cualquier tipo de producción que faltara a sus estándares estrictos, y el descontento inicial de la comunidad artística se convirtió pronto en una serie de protestas públicas que el emperador en turno, Napoleón III, no pudo dejar de lado.
Manet tuvo gran injerencia entre los grupos inconformes. Estaba a favor del cambio, buscando horizontes estéticos y sociales mucho más profundos. No estaba necesariamente de acuerdo con el régimen político de los Bonaparte y, sobre todo, estaba recalcitrantemente en contra del llamado arte oficial: aquel que la academia sí aprobaba. Muchos de sus alumnos y seguidores más cercanos no solamente lo escucharon, sino que estuvieron presentes en las numerosas manifestaciones públicas que contradecían el veredicto final de los organizadores de la exposición. Se hicieron tan presentes, tan constantes y tan ruidosas, que llegó un punto en el que el gobierno francés no pudo ignorarlo más, y decidió tomar acción al respecto: ya no se trataba únicamente de un acto artístico, sino que estaba rozando peligrosamente en el ámbito político, y eso no gustó nada.
Debido a la fuerte presencia de la oposición a los supuestos fallos inapelables de la academia —cada vez con más audiencia, cada vez con más voz—, y con la presión añadida de Napoleón III, el Salón de París se vio obligado a abrir una sala anexa a la exposición original. La intención inicial no era, sin lugar a dudas, que fuese el centro del evento, pero la fuerte polémica que alzaron las manifestaciones públicas —así como el poder inextricable del chisme y el morbo— logró que el Salon de Refusés se convirtiese en el atractivo principal de la exposición parisina.
Como resulta natural, se trató de matizar el fracaso —y la profunda humillación— que la academia había sufrido anunciando la sala anexa como solamente eso: un detalle adicional que enriquecería lo que realmente valía la pena apreciar. Sin embargo, la primera edición del Salon de Refusés fue el centro de la atención de todo el mundo. Incluso los críticos más conservadores de la época se aparecieron por ahí: algunos con recelo, otros por no manchar su nombre en el medio, y un número considerable por verdadero interés. Todos los que consideramos hoy como los grandes maestros del impresionismo tuvieron un espacio en la sala de los rechazados: Pissarro, McNiell Whistler, Corot e incluso los primeros destellos de Monet vieron sus obras más recientes colgadas ahí, ante los ojos de las grandes audiencias del arte europeo. Gracias a la notable aceptación que esta selección alternativa tuvo, la crítica finalmente desistió en sus intentos puristas y reconoció a la creciente vanguardia como un movimiento con, por lo menos, presencia en su contemporaneidad.
Como es natural, las siguientes ediciones de esta misma exposición quisieron integrar nuevamente el Salon de Refusés como una parte más de la muestra. Sin embargo, los impresionistas más comprometidos con el sentido original del movimiento —es decir: la inconformidad ante la rigurosidad ridícula de la academia, la intención experimental de apuntar a nuevos horizontes estéticos, etc.— vieron esto como una versión desvirtuada de la victoria inicial sobre los estándares conservadores. Era, en realidad, una manera de atraer al mismo número de visitantes que en la primera ocasión: un refrito, un fraude, y así no tenía ningún sentido para ellos.
A pesar del carácter divergente de los primeros años del impresionismo, es cierto que el Salon de Refusés trajo una luz sobre ellos que no habían podido conseguir por su cuenta. A fin de cuentas, antes de ser expuestos eran considerados como artistas incompletos, insuficientes, incompetentes. El espacio en la exposición de 1863 desdibujó esas líneas absurdas con las que la crítica los había limitado, y a partir de entonces fueron, por lo menos, reconocidos: el tratamiento de la luz fue progresivamente más aceptado como una técnica por sí misma, y no tanto como un intento experimental fallido o el resultado de un realismo mal logrado.
La oleada de aceptación a esta nueva corriente trajo consigo, sin embargo, sentimientos encontrados entre la bohemia: si bien podía entenderse como una desvirtualización del espíritu divergente, también le dio su propio carácter al movimiento. Se empezaron a definir más formalmente los principios y características del impresionismo, y a moldear las bases que sostienen a las que hoy continúan como obras icónicas. La atención se centró, sin duda, en el nuevo tratamiento de la luz: uno que no representase la realidad como es, sino como aparece ante los ojos del artista.
A pesar de todo, Manet no estuvo de acuerdo. Fue un artista que siempre quiso mantener su individualidad, sin ataduras que restringiesen su capacidad creativa. Así fue como decidió desapegarse a «la dictadura de la luz», como él mismo la llamó, y seguir su propio camino estético: sin compromisos, sin restricciones técnicas ni estilísticas, y con ese mismo ímpetu innovador con el que presentó -Déjeuner sur l’Herbe ante los ojos conservadores de personas que no pueden ver más allá de lo contemporáneo.