El tema central de esta reflexión es observar y comentar algunas representaciones artísticas de la Conquista de México (tanto en grabados como en pinturas) entre los siglos XVI y XIX. Este escrito da continuidad a una entrega previa titulada: “Representaciones de la Conquista de México. Los grabados de Theodor De Bry"1. Ahora, nos trasladamos desde el grabado del siglo XVI hacia la pintura de historia nacional del siglo XIX, ejecutada por el mexicano Félix Parra Hernández (1845-1919).

Estudiar esta temática nos permite cuestionarnos: ¿qué escenas o acontecimientos de la Conquista de México se eligieron como temas prioritarios para plasmar? ¿Quién o quiénes son los personajes que aparecen en las obras? Y, finalmente, ¿qué significado tiene cada uno de los personajes? Es decir, qué simbolizan, cuál es la narrativa histórica construida alrededor de su figura.

Sabemos que hay personalidades históricas predilectas para recrear diversos acontecimientos relacionados con ese complejo proceso llamado “Conquista de México”. Algunos de ellos son: Hernán Cortés (1485-1547) y su grupo de exploradores: Pedro de Alvarado (1485-1541) y Alonso de Ávila (1486-1542) entre otros; la indígena y traductora Malintzin (1500-1529 ca) o “la Malinche”, también ciertos gobernantes ilustres de los pueblos prehispánicos como Moctezuma (1466-1520) y Cuauhtémoc (1496-1525), así como la figura del fraile o misionero católico. Si lo pensamos en un esquema simple, la escena se reduce a tres figuras: “el soldado español”, “el indígena” y “el religioso”. Aunque en la actualidad comprendemos que las raíces étnicas, religiosas y culturales de México son mucho más diversas, durante siglos los “ancestros” reconocidos por el mexicano se simplificaron muchas veces en español e indígena.

Podemos hacer aquí una acotación sobre las etnias contempladas por la historia nacional, pues en el período virreinal sí hubo conciencia de la diversidad étnica. Esto lo evidencian los “cuadros de castas” que son paradigma de los sesgos racistas y clasistas que regían a la sociedad de entonces. Según dichos cuadros, había personas de primera, segunda, tercera o quinta categoría de acuerdo con su origen y rasgos. En ellos se plasman personas negras, mestizas, mulatas, indígenas, entre otras. Pero fuera de ese contexto descriptivo y administrativo sobre el mestizaje, las personas afroamericanas, asiáticas o de religión no católica figuran en pocas o nulas ocasiones en las pinturas de temática histórica nacional.

Por ejemplo, hoy se habla de los pueblos “afromexicanos”, así como de grupos provenientes de países asiáticos que se asentaron en México desde finales del siglo XIX y durante el siglo XX (japoneses, coreanos y chinos), también hubo grupos árabes (en especial libaneses) cuya presencia se despliega hasta nuestros días. Del mismo modo sucede en cuanto a la religión, si bien ha predominado el catolicismo durante siglos, también hay participación de numerosos grupos protestantes, judíos y musulmanes. Pero todas esas sutilezas y su visibilidad histórico-cultural es producto de las discusiones intelectuales de las últimas décadas. Desde el siglo XVI hasta finales del XIX, el “origen” de la historia nacional se contaba a partir de sus elementos indígenas y españoles católicos. Después de la Independencia se aceptó, en teoría, la legitimidad e importancia de todo tipo de mestizaje étnico o racial como parte significativa de la cultura.

Ahora bien, uno de los prejuicios populares ampliamente difundidos sobre el imaginario de la Conquista es que “la mejor herencia de la Conquista y la Colonia fue la religión católica”, pues según esa obcecación, el catolicismo dotaba de verdadera identidad, unión y principios morales a los mexicanos. Digo que es un sesgo porque se trata de una creencia inculcada de forma acrítica, mediante la cual se ignoran a conveniencia todos los acontecimientos en los que la religión (o sus representantes más poderosos) ha actuado en contra de los derechos humanos, ha promovido o ignorado abusos contra minorías y grupos poblacionales vulnerables, y se ha beneficiado política y económicamente a través de prácticas de sometimiento. Sin embargo, la imagen de la Iglesia como una institución “pura”, “santa” y “piadosa” se ha construido a partir de eficientes estrategias propagandísticas.

Existen múltiples vías para difundir y preservar las creencias durante siglos; el arte ha sido un instrumento predilecto para este fin. En la Nueva España, las artes visuales y escénicas (pintura, escultura, arquitectura, grabado y teatro) fueron por excelencia el medio para adoctrinar a las masas. Incluso antes de que la mayoría de los mexicanos aprendiera español, las imágenes fueron la vía de comunicación con esas grandes poblaciones. Esa es una de las razones por las cuales México es un país repleto de imágenes religiosas, así como de suntuosas catedrales e iglesias con magníficos retablos y arquitectura barroca.

Con respecto a las pinturas de Félix Parra sobre la Conquista, hay varias preguntas relevantes: ¿qué significó la Conquista para la historia nacional? Y, ¿cuáles son los legados que conservamos de ese evento?, ¿cuáles son los elementos originarios de la identidad mexicana?, ¿qué ideología o principios morales e intelectuales caracterizan al mexicano? Otro grupo de preguntas es: ¿qué opinión tenía Parra de la función social y moral de la Iglesia en México?, ¿era justo, según el artista, hablar de la iglesia como una institución educativa, moralizante y, sobre todo, regente en los asuntos públicos nacionales? Algunos de estos interrogantes serán retomados en la próxima entrega, después de haber expuesto el contexto histórico y social en el cual vivió el artista.

El entorno histórico nacional de Parra

El siglo XIX en el que vivió Félix Parra Hernández engloba varios episodios clave para la historia del México moderno. Sabemos que en 1821, después de proclamar la independencia en relación con España, la joven nación se erigió como Imperio y a los dos años cambió su forma de gobierno por la República. Así, los cambios céleres y radicales continuaron desde la segunda década de dicho siglo hasta casi concluirlo. El país estuvo inmerso en luchas políticas, gobiernos fluctuantes e inestables, guerras civiles e intervenciones extranjeras. La clase política mexicana se dividió principalmente en dos grupos: conservadores y liberales. Los primeros optaban por convertir a México en un Imperio o en una monarquía aliada (supeditada) a la Iglesia católica romana y, de ser posible, gobernada por algún rey de origen europeo; mientras los segundos preferían una República (paulatinamente democrática) con una constitución reformada que, entre otras cosas, otorgara libertades individuales a los ciudadanos y disociara al Estado de la iglesia.

En noviembre de 1845 nació Félix Parra en Morelia, Michoacán. Se conoce poco de su biografía y sus convicciones personales, a pesar de ser uno de los pintores más renombrados de su generación y también profesor de algunos connotados pintores muralistas del siglo XX, como Gerardo Murillo (1875-1964) y Diego Rivera (1886-1957). A sus dieciséis años, Parra comenzó estudios de dibujo en el Colegio de San Nicolás, para luego trasladarse a la Ciudad de México alrededor de 1864 y continuar su profesionalización en la Academia de San Carlos. Dicha institución fue fundada como “Real Academia de San Carlos de las Nobles Artes de la Nueva España” hacia finales del siglo XVIII en época virreinal, por lo cual, hasta bien entrado el siglo XIX la Academia mantuvo fuertes resabios de ideología conservadora. Fue un centro cultural de creación artística e histórica con el enfoque de este grupo político. Sin embargo, la obra de Parra se situó en un período de transición y renovación de la Academia que pasó del conservadurismo a tendencias de tinte liberal.

Como ya dijimos, Parra vivió sucesos centrales de la historia nacional cuando era todavía un niño de brazos y el país atravesaba una guerra contra los Estados Unidos de Norteamérica a causa de sus intervenciones en el territorio nacional mexicano. La causa de la guerra también eran las exhortaciones estadounidenses a varios estados del norte mexicano para que se independizaran o fueran anexados al país vecino. En 1848, a través del “Tratado de Guadalupe Hidalgo” firmado por Antonio López de Santa Anna (1794-1876), México perdió los territorios de California, Nevada, Utah, Nuevo México, Texas, Colorado, Arizona, etc., los mismos que conformaban más de la mitad de su demarcación.

Pocos años después, el gobierno de Santa Anna, tildado de dictatorial y debilitado por la animadversión de cierto grupo político e intelectual, fue puesto en crisis a través del “Plan de Ayutla”, el cual proponía una forma de gobierno republicana, democrática y preludiaba la Constitución de 1857, de tendencia liberal. Aunque el grupo liberal contó con gran apoyo popular, esto no garantizó la estabilidad en el gobierno que fundaron, pues los conservadores, impulsados por la iglesia, incitaron a los mexicanos católicos (más del noventa por ciento de la población) a rechazar la constitución e incluso a levantarse en armas contra el gobierno.

La Constitución de 1857 se promulgó bajo la administración de Ignacio Comonfort (1812-1863). Algunos de sus artículos más destacados incluían la libertad de enseñanza, la libertad de expresión, comercio y asociación, el derecho a la propiedad, y la libertad de credo religioso. La Carta Magna se gestó en el seno de una serie de leyes dictadas entre 1855 y 1861, conocidas como “Leyes de Reforma”.

Las “Leyes de Reforma” también fueron de tinte liberal. En su creación participaron jóvenes ideólogos como Miguel Lerdo de Tejada (1823-1889), Benito Juárez (1806-1872) y Melchor Ocampo (1814-1861), por lo que algunas de estas leyes llevan sus apellidos. El objetivo común de las leyes aludidas era consolidar un gobierno libre y autónomo. De este modo, la “Ley Juárez” (1855) anuló los tribunales especiales para juzgar a miembros del clero o del ejército. En su lugar, el estado administraría justicia con sus propios tribunales a todos los ciudadanos en igualdad de condiciones. La “Ley Lerdo” (1856), por su parte, promovía la expropiación o desamortización de las propiedades no productivas, ya fuera pertenecientes a corporaciones civiles o eclesiásticas. En el mismo tenor, la “Ley Ocampo” (1857) creó el Registro Civil, nueva institución encargada de avalar los nacimientos, defunciones y matrimonios, atribuciones que antes concernían únicamente a la iglesia.

Si bien estas leyes son los antecedentes de la República moderna en la cual hoy vivimos, hacerlas cumplir fue un desafío colosal. De hecho, en algún sentido el plan de Reforma y la Constitución de 1857 fueron “el motivo” del descontento de un sector de la población que desencadenó la Guerra de los tres años o Guerra de Reforma (1858-1861). La guerra fue producto de una inconformidad generalizada, anunciada a través del “Plan de Tacubaya” (1857) por el grupo conservador, en cual, se desconocía la Constitución (pronunciada diez meses antes) y se amenazaba con la excomunión a quienes la respaldasen.

A partir de la publicación del Plan de Tacubaya varios estados de la república se “levantaron en armas” contra el gobierno liberal. Alrededor de doce estados se unieron a la causa conservadora encabezada por Félix Zuluaga (1813-1898), mientras que otros nueve estados avalaron el proyecto liberal de Juárez. El país quedó dividido, la inestabilidad económica, social, y política generó fuertes estragos durante la década siguiente.

En términos generales, se considera que los liberales fueron triunfadores de la Guerra de Reforma. Sin embargo, los esfuerzos conservadores no cejaron hasta incorporar nuevamente un gobierno con sus preferencias. Dicho gobierno, se llamó “Segundo Imperio Mexicano” (1864-1867), estuvo a cargo de los monarcas europeos Maximiliano de Habsburgo (1832-1867) y su esposa Carlota de Bélgica (1840-1927) y, por decirlo en forma breve, fue derrocado en menos de cuatro años. El acontecimiento representativo del fin del Segundo Imperio fue el fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo en junio de 1867.

De algún modo, este complejo entramado de revueltas políticas y sociales conformó el acervo histórico y cultural del que Félix Parra abrevó para plasmar su arte pictórico. Comprendido esto, no resulta sorprendente hallar entre los motivos frecuentes de sus pinturas el contraste o enfrentamiento entre las ideologías religiosa y liberal, entre el conservadurismo católico y el estado laico, científico y reformado. Además, las transformaciones ocurridas en México eran la evidencia suficiente de la necesidad apremiante de crear vínculos sociales, de promover una identidad nacional sólida con símbolos y emblemas patrios que fueran del sentir común de todos los mexicanos.

Para muchos intelectuales de ese período, hablar de historia nacional implicaba un regreso ineludible a la época de la Conquista, un evento definitivo para la existencia de la nación mexicana. Así es como el imaginario del lejano siglo XVI ofreció una fuente de inspiración (e interpretación) al arte del siglo XIX. Sobre la manera en la que Parra recuperó la temática de la Conquista de México, hablaremos en otra ocasión.

Notas

1 Para ampliar sobre las representaciones artísticas de la Conquista de México entre los siglos XVI y XIX, remitimos a nuestro artículo "Representaciones de la Conquista de México. Los grabados de Theodor De Bry".