La manifestación sensorial de la satisfacción intelectual que produce la contemplación de obras de arte, cinematográficas, literarias, escénicas y musicales se experimenta incluso en nuestras papilas gustativas, debido a la culturalidad intuitiva.

La sensación de placer y gozo que las creaciones artísticas nos despiertan a nivel contemplativo hace que parezca que su autor se ríe con ese yo que se conecta e identifica ante la sensorialidad visual, auditiva o táctil, generando un amor a primera vista y, a la vez, eterno ante un bien que tiene vida propia en forma de imágenes, palabras o partituras.

Esa necesidad apasionada de volver a escuchar, leer o ver una película, pintura, escultura, instalación o una escena en una obra teatral es lo que se conoce precisamente como goce estético.

Pero, ¿qué es esa sensación de felicidad momentánea y conexión especial que sentimos ante una genuina creación artística?

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Sandro Botticelli, El nacimiento de Venus, 1485

Es precisamente esa satisfacción que experimentamos al interactuar con una obra de arte, que procede de la apreciación de lo que asociamos a la belleza, la armonía y el dominio de la técnica; lo que despierta una emoción o una reflexión ante un objeto material o intangible contemplado y que, sin necesidad de ser eruditos, podemos asimilar y percibir como algo especial, que nos mueve a profundizar en ese artista o ejecutante, en ese escritor o incluso en un chef de cocina de autor.

Recuerdo, a modo de ejemplo, cuando leí El Evangelio según Jesucristo de Saramago, donde el escritor nos hace reconstruir las imágenes de la lucha del hijo de Dios entre el bien y el mal. Esas imágenes son sensoriales, despertando en la mente la escena perfecta e hipotética de la duda que habría podido sentir el hijo de Dios ante el Ángel de las Tinieblas. Es pura invención con una descripción plástica que nos permite reconstruir pictóricamente en nuestra mente escenas que nos presentan a un Jesús mundano, que se cuestiona incluso su propia esencia, como es la pretensión del artista, en donde se refleja la genialidad de despertar esa reconstrucción en el espectador. Y lo logra mediante su capacidad técnica, su riqueza cultural y su maestría, dibujando en nuestra mente su historia, al igual que lo hace García Márquez o mi admirada Rosa Montero en sus ensayos y novelas, cuando logran conmovernos con sus relatos.

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Gustav Klimt, El beso, 1907-08

Esa capacidad de despertar la sensibilidad y la genuina apreciación de lo integralmente bien hecho y, además, hermoso, concentra toda nuestra atención en el objeto de nuestra contemplación.

No hay recetas para ser un genio pictórico como Picasso o Matisse en las artes plásticas, ni para ser un Fellini, Woody Allen, Spielberg o Almodóvar en el cine, o un Dudamel en la dirección de una orquesta filarmónica. Todos ellos han logrado gestar y dar a luz creaciones que se distinguen del resto y que trascienden nuestro nivel subjetivo y emocional mediante la estimulación de los sentidos y un reconocimiento innato y eterno de nuestra alma con lo sublime.

Por ello, los espectadores esperamos con ansia ver en vivo imágenes que hasta entonces solo hemos visto en libros y que han sido objeto de nuestro estudio, como la Mona Lisa de Da Vinci, la Noche estrellada de Van Gogh, el Nacimiento de Venus de Botticelli, el Guernica de Picasso, la Alegría de vivir de Matisse, el Beso de Klimt o Las Meninas de Velázquez.

image host Pablo Picasso, Guernica, 1937

Esto ocurre solo cuando hablamos de artes plásticas, y no importa si el incentivo proviene de la influencia masiva que hace de estas las obras más famosas, o si eres un investigador o curador de arte. Ese goce estético puede surgir de forma colectiva, pero la emoción de contemplarlas en vivo sigue siendo única.

En mi caso particular, soy historiadora del arte y museóloga, y recuerdo en especial cuando tuve la oportunidad de contemplar en persona el famoso busto de la Reina Nefertiti y estar cara a cara con ella. En ese momento entendí toda la historia del arte: el dominio de la técnica, las proporciones, el estilo, la simetría, la simbología. Y me dije a mí misma voilà, comprendiendo los principios que definen una obra de arte.

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Busto de la Reina Nefertiti, Dinastía XVIII (hacia 1350 a.C.)

¿Entonces, qué es la estética? Como toda disciplina filosófica, proviene de la civilización griega y del pensamiento de Platón, quien en Fedro y El banquete reflexiona sobre el concepto de lo bello como sinónimo de armonía, proporción y nobleza. En general, la estética es la rama de la filosofía que estudia la belleza y el gusto artístico a través de la sensibilidad y la percepción del juicio entre lo bello y lo sublime.

Y ello promueve el culto y la devoción a obras, artistas, cineastas, escritores y compositores. Podemos leerlos a través de sus creaciones y encontrar su identidad y los rasgos que distinguen su estilo, haciéndolos universales.

Mi momento cumbre de goce estético —además del mencionado con el busto de Nefertiti— lo viví en 1993, cuando tuve la oportunidad de contemplar la obra icónica de Henri Matisse que, para mí, condensa toda su propuesta plástica, con el color como protagonista y una genialidad sin igual en su manejo y representación. Esa obra es Le Bonheur de vivre o La alegría de vivir, que vi en una exposición temporal en el emblemático Museo d’Orsay de París, en una muestra itinerante mientras se realizaban trabajos de mantenimiento en su recinto de origen, la Fundación Barnes en Filadelfia.

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Henri Matisse, Alegría de vivir, 1905-06

Esta obra icónica del maestro del color expresa, a través de intensos tonos, sentimientos de deleite, satisfacción, paz y felicidad estética. Matisse prefería representar la tranquilidad y proporcionarnos serenidad. Decía que “el arte o una obra plástica debería ser como un sillón cómodo que nos recibe cuando llegamos cansados a casa y nos permite sentarnos a descansar y relajarnos”. Esto en un período de entreguerras mundiales, donde su visión del mundo nos regala esperanza a través de temas como La danza, La música y, por supuesto, La alegría de vivir.

No es necesario ser historiador de arte, de música o de cine, ni dejarse guiar por las masas, para identificar ese goce estético tan particular que despierta en cualquier ser humano esa sensación de bienestar ante la contemplación de una obra.

Porque ese goce es intuitivo, personal y único para cada quien, y hace que la vida cotidiana se ilumine un poco más al encontrar ese “amor a primera vista” hacia un objeto contemplado. Palabras más, palabras menos, eso es el goce estético.