Habrá que contar del oficio del arte un aspecto que concierne a muchos de sus hacedores, al tratarse de llevar a cabo una “labor infructuosa”, la cual podría ser así percibida por una gruesa parte de la sociedad, cuyas profesiones irían ordenadamente en otro sentido.
De tal tema ya hemos oído hablar: Franz Kafka, por ejemplo, lo abordaría de una forma peculiar en una de sus más significativas obras narrativas, cuyo título, Un artista del hambre, envuelve una paradoja que aflora en muchas direcciones, una trama donde dibuja a una figura que, en continuo afán y búsqueda de perfección, realiza la ejecución de su arte en el férreo detrimento de su propia vida.
Kafka reflejaría aquí la materialización de un conjunto de eventos que llevan al artista dentro de su obra a encontrarse con realidades símiles a las del propio escritor.
A pesar de que el autor llegó a marcar una impronta relevante en la historia de la literatura moderna, en vida nunca gozó de tal escala, revelando apenas una ínfima parte de su faena literaria y subsistiendo como trabajador de una compañía de seguros.
La vida del escritor, sometida a sucesivos padecimientos físicos que terminarían con él a los cuarenta años, no habría encontrado mayor satisfacción que la ofrecida por el quehacer narrativo. Sin embargo, se apunta a Kafka como uno de los genios que vivió distanciado de la fama o de una honorable remuneración por su arte.
Este carácter se vuelve recurrente, imperando en la vida de muchas personalidades que han prevalecido en la historia.
Esta entrega, además, somete el conocimiento al despojo del molde social, una creatividad que se expande en el vacío mientras se alimenta de todo lo que no es común o palpable.
Artistas que han llegado al mundo a recoger las conciencias de voces pasadas, hasta estribar en sus días propios, incorporando un habitáculo para un nuevo arte: esto que es lo que de verdad llena los sentidos y la orientación de la existencia sobre estas almas transeúntes.
El alejamiento del mundo cotidiano, el encierro, el porte taciturno o la incomprensión inmediata son algunos rasgos diferenciales que asoman en ellos, encontrando el caso del poeta colombiano Raúl Gómez Jattin, quien, en las cercanías de los 30 años, decidiría abandonar sus estudios de leyes, alejarse del ambiente laboral y de cualquier compromiso nupcial, así como el de la procreación; permitiéndose un amplio espacio rural para sus nutridos estudios literarios, los cuales combinaría con sustancias de naturaleza psicoactiva, promoviendo dentro de sí mismo una simbiosis que de inusitado favoreció a su legado escrito.
La vida de Jattin seguiría un curso de reconocimiento poético por parte del gremio y de la población. Sin embargo, en sus últimos años se acentuaría en él un carácter fiero e irritable, con lapsos de trastorno psíquicos. Esto lo encaminaría a una vida de penuria, siendo finalmente arrollado por un vehículo a los 51 años. El poeta, traído a nuestro escrito por su singular condición, dejaría una obra que persiste en la delectación de los estudiosos actuales.
El comportamiento del genio en quien aparece una búsqueda de reclusión se identifica, además, con la valoración del filósofo alemán Arthur Schopenhauer, cuando señala que los estímulos que prevalecen en la mayoría social se orientan al ámbito externo, al entretenimiento y la distracción, marcando diferencias con los que manifiestan una percepción o inteligencia más aguda, quienes encuentran satisfacción en la introspección y el desarrollo de su propio pensamiento, donde la mente se orienta a la profundidad o a la contemplación que rara vez aparece en la rutina social, apartándose así de espacios que no le aportan nada real y conllevando a que la genialidad y creatividad florezcan en la soledad.
No obstante, el individuo pensante no odia a los demás (dice el filósofo), sino que advierte en la sociedad un bajo campo para el enriquecimiento intelectual, reconociendo su tiempo y energía como recursos demasiado valiosos. De tal manera, no se estima aquí un desprecio, sino una falta de compatibilidad. Así también indica que una adecuada compañía resultaría a veces, para el genio, una tarea frustrante.
De esta manera, se junta en la senda de muchos inclinados al arte el patrón de enclaustramiento ya antes mencionado y la superposición creativa sobre el acaparamiento material.
Aunque la fama no alcanza la vida de muchos de estos genios, la misma razón de ser, es, en ellos, vivir fraguando su labor creativa, abstrayéndose en un mundo paralelo que ocupa cada segundo para percatarse de los detalles que en el tiempo se manifiestan, dejando todo lo demás en el mayor grado de postergación.
En este calado encontramos al escritor universal Edgar Allan Poe, a quien el poeta Rubén Darío refiere en su libro Los Raros como “el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte. Con Poe se infiere otro genio que habría de sostener el alcohol sin reposo, las vicisitudes económicas (casi siempre adversas) y la sucesiva embestida del duelo y el evento extraño”.
Nuestro romántico y misterioso narrador haría proseguir a Darío diciendo: “Esa frente ancha y magnífica donde se entronizó la palidez fatal del sufrimiento”.
Nos llega también de la vida y poesía del nicaragüense Carlos Martinez Rivas, quien será siempre reconocido por la austeridad entroncada a sus días, capaz esta de reflejarse incluso en el cuerpo de sus poemas: “Careciendo no sólo de lo necesario, sino de lo indispensable, recursos materiales cero, de la miseria surja el fulgor…”
Se asienta en Carlos Martínez una singular e intencional forma de aflorar seguro de sí mismo para burlar al entorno mordaz. Sería el arte lo único posible para entrar a su realidad superpuesta, embelesado, creado solo en su mundo fulgurante y subsistiendo con la decadencia.
La sensibilidad del gran poeta peruano César Vallejo le llevaría por la senda de los desfavorecidos de la tierra: entregaría su poesía al reflejo del indio, el proletario, la amplia capa menesterosa de los pueblos.
De esta manera vivificó Vallejo sus letras, acarreando en su cabeza la angustia histórica de su gente, a la vez que fue capaz de construir un lenguaje nunca antes visto, con caprichos impensables, a veces herméticos, que aparecen en complejas rutas babélicas para poder, así, parir otro sentido del mundo.
El abstraído poeta del sur no pasaría desapercibido ante su cófrade Carlos Martinez, quien, en una de sus composiciones, titulada A quienes no perdieron nada porque nunca tuvieron, incluiría además una escena sobre los últimos días de Vallejo en el exilio:
Escribir sobre el hambre es ardua tarea.
no para César Vallejo
que alguna vez rara sería puso dice
“sobre su mesa un pan tremendo”.
Vallejo ve tremendo ese pan porque comérselo
-para Georgette su mujer y para él- era
quedarse otra vez sin pan: en
impotencia de pan, hambre en potencia…