Centroamérica cuenta con los ingredientes necesarios para el desarrollo de una escultura de concepto claro e innovador y un oficio impecable y contundente.

Por un lado, somos herederos de una tradición precolombina única en la arquitectura, la cerámica, la orfebrería, los textiles y la escultura ceremonial, al tiempo que la etapa colonial permitió afirmar el sincretismo en la producción artístico-artesanal, y con ello dio origen a la imaginería religiosa criolla que fue cuna formativa de muchos de los talentosos escultores de principios del siglo XX.

Sin embargo, con excepción de Costa Rica y Guatemala, el resto de los países de la región no desarrollaron un movimiento escultórico significativo y duradero. De hecho, en su lugar la pintura ha sido el medio de expresión dominante en Panamá, Nicaragua, El Salvador y Honduras.

La escultura en esos países ha sido vista como una mera extensión de la práctica pictórica o un ejercicio académico de las escuelas oficiales de arte, especialmente en la expresión mediante materiales como el barro y el yeso, y la técnica del modelado.

A inicios de la década del noventa del siglo pasado, realicé una gira por Centroamérica y Panamá para inventariar la producción artística regional, por artista y medio de expresión, con miras al libro de arte contemporáneo del Istmo que publiqué en 1992 en formato bilingüe.

Al conversar con artistas, críticos, historiadores y marchantes de arte confirmé, de primera mano, el dominio e influencia de Costa Rica y Guatemala en materia escultórica, si bien en el último caso se adiciona una simbiosis con la arquitectura que ha sido una profesión influyente en el arte y la cultura de la vieja capitanía colonial.

En el caso de Honduras, la historiadora y docente Irma Leticia de Oyuela (1935-2008) me había explicado cuando colaboramos en el proyecto editorial regional que la escultura era un divertimento ejercitado sin convicción por los artistas de su país, que volvían inevitablemente a la pintura para generar ingresos, por lo que como proceso plástico era discontinuo, y débil ideativamente.

De ahí mi sorpresa al comprobar en distintos viajes a Honduras el aporte de una nueva generación de artistas, entre autodidactas y mayormente egresados de la academia, que a partir del 2017 pudieron catalizar mediante simposios nacionales los disímiles y tímidos esfuerzos en la escena escultórica hondureña.

Uno de esos simposios históricos se enfocó en la piedra como medio de expresión, particularmente granito y mármol, y las técnicas de la talla directa y el ensamblaje. Sus resultados permitieron constituir el “Jardín Escultórico mi País”, en la Galería Nacional de Tegucigalpa, que con carácter permanente expone obras tridimensionales de 25 artistas locales.

La exhibición al aire libre en la capital hondureña se compone de autores que tienen varios aspectos en común: juventud, mayoría con formación académica, origen provincial y preferencia por la talla directa sobre piedra, que actúa a modo de acto de purificación con respecto a los conceptos manidos del modelado académico.

Aunque no es exhaustiva, la muestra ha permitido como referente histórico hacer un análisis comparativo de la producción escultórica contemporánea en una nación donde los acontecimientos sociopolíticos, más que los estéticos, gobiernan la discusión artística.

Ser y hacer

La escultura carece de límites precisos, por lo que, desde fines del siglo pasado, se admite corrientemente en su definición que permite todo tipo de medios, si bien en nuestra región prevalece una combativa postura entre los escultores en favor del respeto al equilibrio, el medio y los materiales. No obstante, la intencionalidad del escultor (ser) suele estar vinculada, cuando es serio y auténtico, a los recursos con los que crea (hacer).

Sin embargo, la muestra permanente en la Galería Nacional de Tegucigalpa se caracteriza por la tensión entre ser y hacer. Hay convicción en la mayoría de los artistas sobre su llamado, un oficio desigual, aunque aceptable, pero una profunda debilidad ideativa y conceptual como se desprende de la presente crítica tras completar nuestro análisis.

El tema del compromiso estético y existencial con el ser más que el hacer es perenne en los artistas representados, permeando las distintas obras en exhibición que transitan desde la afirmación del pasado precolombino (Julio César Hernández y Marco Tulio Ramírez), particularmente por el legado escultórico del complejo maya de Copán, hasta la crítica ecológica (Adonay Navarro, Miguel Ángel Núñez y Franklin Toro), pasando por el drama de la existencia cotidiana (Pastor Sabillón, Carlos Guevara, Edgar Zelaya, Marcio Arteaga, Alex Galo y Víctor Hugo Cruz), la postura contestaria (Edwin López, Cristián Gavarrete, Darío Rivera y Scarlett Rovelaz, César Manzanares y Kathy Munguía), en un medio plagado de peligrosas asimetrías y una visión cósmica trascendente (Gustavo Armijo, Blanca Cordón, Marlon Bernhard, Blas Aguilar, Melvin Alvarado, Óscar Hernández y Christian Vindel).

La talla directa, herencia que adoptan en general del pasado precolombino, testimonia sus respectivos intereses por la realidad y la figuración.

Indistintamente del énfasis hacia lo figurativo o lo abstracto, que se puede observar en el recorrido por el jardín escultórico, la forma y el espacio son los vehículos de comunicación de preferencia de las obras mostradas, si bien, en más de la mitad de las obras, sus respectivos temas o anécdotas son pocas veces trascendidos mediante la poética o metafísica, lo que las encasilla en el panfleto sociopolítico o a la deformación figurativa gratuita. Y esto es definitivamente un tema de alarma en cuanto al proceso plástico e intencionalidad conceptual de la nueva escultura hondureña contemporánea.

De las 25 esculturas en exhibición, dieciséis presentan evidentes visos figurativos, e incluso realistas, que denotan falta de investigación en la forma y la identidad. Su representación y/o evocación de lo real visible tiende a centrarse en la anécdota, en la que no se profundiza por comodidad y poco conocimiento de la forma.

No es extraño que muchos autores se conformen con la anécdota figurativa carente de expresión o hagan exploraciones a modo de aventura, por la síntesis de la forma, y regresen pronto a lo que hacían al principio de sus carreras o a una nota dominante tradicional. Esperamos que la historia no se repita en Honduras.

La capacidad creativa suele ser frágil y permeable a las demandas y condiciones externas y comerciales de mercado, las cuales se satisfacen sin ningún conflicto interno.

Refinamiento o novedad

En la escultura es fundamental la relación que existe entre el espacio y la masa, y el significado del espacio. No obstante, tanto en el viejo como en el nuevo continente se inició en el siglo pasado la sustitución de un principio estático por uno dinámico en la escultura, a través de movimientos como el futurista y el constructivista.

Tradicionalmente, regionalmente, se creía —y algunos lo creen aún—que la escultura empieza allí donde la materia toca el espacio. El espacio era un marco que rodeaba la masa y el volumen escultórico se convertía así en expresión de ese concepto.

Artistas como Archipenko, Lipchitz, Brancusi, Calder, Smith y muchos otros estiman, por el contrario, que la escultura en un sentido moderno se inicia cuando el espacio se halla rodeado por la materia.

La colectiva de la Galería Nacional de Tegucigalpa es tanto un acto de refinamiento de una escultura que, conceptualmente, sigue siendo tradicional, aunque en su factura formal adopte algunos recursos de la academia y de la modernidad.

La compatibilidad estilística permite al espectador el encuentro de una cierta armonía en la exposición, favorecida por un montaje que tiende a ocultar las diferencias entre cada autor e incluso en el conjunto de las obras, algunas de las cuales, por empatarse a temas que los autores vienen investigando desde hace varios años, se encuentran desconectadas de la presente indagatoria de otros de los expositores.

Cada uno, a su manera, pretende la existencia de un trasfondo que el espectador debe suponer. Así, Darío Rivera ensambla dos tallas en mármol y piedra, respectivamente, para simbolizar dos simientes antagónicas, el bien y el mal; Cristián Gavarrette desgarra con cierto brutismo la figura para denunciar el acto de despojo; Gustavo Armijo intenta parangonar la estructura y espíritu del caracol con las del hombre; Adonay Navarro denuncia la hibridación de naturaleza y tecnología a modo de denuncia del consumismo, mientras Scarlett Rovelaz simboliza mediante barras de hierro que oprimen y placas que atraviesan un vientre las heridas causadas por la desigualdad.

Es visible en muchos de los escultores un respeto por el material empleado y la destreza manual con que lo tallan, lo que ya es un avance en el microambiente artístico local.

En lo que atañe al concepto, todos, con la posible excepción de Edwin López y, en menor grado, de Blas Aguilar, constriñen su producción a una estilización de lo que encuentran en su entorno físico, sin mayor reflexión.

Aunque sostengan verbalmente lo contrario, despojan a sus piezas de emoción y conocimiento. López, mediante sus tres sillas en clara fricción evoca con simplicidad y orgánicamente los poderes en pugna en su contexto sociopolítico. Pero esto, en cuanto parte de una lectura de la obra por su autor, resulta extraartístico.

Carlos Guevara, por su parte, pretende hacer una maternidad en mármol donde el drama está ausente. La silueta sencilla, el carácter de relieve y la forma amplia y unificadora a la manera de un Ernst Barlach, que parece referir, son reflejados sin vigor, creando una evanescencia poco convincente.

Por otro lado, está el realista torso de Marcio Arteaga, donde la representación anatómica descubre la nervadura y energía corporal, en una propuesta crítica que podría evocar la mutilación humana ante los cambios devenidos con la civilización.

Transformación del espacio

Casi ninguno se aviene con la transformación del espacio en que se inserta su trabajo, para crear verdaderas tensiones entre el espectador y el objetivo tridimensional.

Dos modestas excepciones a la regla son Óscar Hernández y Christian Vindel, quienes inscriben, desde el punto de vista formal, sus creaciones en una tendencia “abstracta” de referencia creacionista bíblica. El primero mediante el ensamblaje, donde participan la piedra y el hierro, titulado “Verbo y tiempo”, y el segundo, mediante su alegoría en mármol sobre el mito judaico de “Lilith y Adán”. En este último caso, la alegoría podría ser gratuita, pero el concepto se alimenta de valores plásticos en perfecto equilibrio, y que implican significado aún despojados de su anécdota contingente.

La propuesta surgida del ya citado simposio constituye un punto de partida clave en el refinamiento del oficio, y una afirmación dentro de una escuela tradicional de hacer escultura que niega, según la obra de sus autores, no por desconocimiento, sino como acto deliberado, las conquistas que del espacio han hecho, durante los últimos cien años, los escultores modernos en todo el mundo.

Temor al riesgo

Se evidencia, en términos generales, cierto temor al riesgo que ha inducido a muchos de estos autores a limitar su sentido de aventura en el arte, quedándose en la comodidad de lo probado, a pesar del talento que parecen poseer, como lo demuestra la exhibición comentada.

Existen serios problemas de profundización, surgidos del excesivo celo por la técnica, verdadero simulador del talento, y una débil indagatoria formal, manifiesta en la ausencia de audacia en las formas y sentido de aventura en las propuestas de estos escultores que no agregan nada a lo ya conocido en Centroamérica.

Es pertinente que la curaduría y organización de futuras muestras escultóricas se preocupen no solo por la participación y el financiamiento, sino también por la exigencia en la selección de las obras, de acuerdo con un criterio de confrontación plástica, y no solo por la armonía general conducente, en este caso, a la superficialidad y la medianía.

Debería superarse el temor de que las exposiciones generen polémicas, críticas y autocríticas. De otra manera, el espectador, tanto como el artista auténtico, son los verdaderos perdedores en estas muestras con carácter permanente, tendientes en parte a promover ciertos “nuevos valores” en circulación en el mercado, con el simple respaldo de algunas referencias de valor histórico, el patrocinio financiero de un tercero y una temerosa convicción.