El papel de la musa para un artista siempre resulta, a lo menos, difícil. Mucho más si se trata de señoritas de alcurnia en los últimos años de la Viena del siglo XIX. Con el desmoronamiento progresivo del Imperio, los últimos atisbos de civilidad que podían permitirse los altos círculos de la sociedad vienesa eran mujeres bien portadas, de modales exquisitos y maneras agraciadas: mujeres para tener en la casa, como piezas de joyería para usar en eventos públicos. Emilie Flöge no fue una de ellas.

Hija de uno de los banqueros judíos más ricos del Imperio, recibió todas las atenciones que una señorita de las familias acaudaladas necesitaba: creció al cuidado de las mejores instructoras, aprendió a tocar varios instrumentos, a bailar en los salones públicos, y a dirigirse como una dama en sociedad. Sin embargo, los papeles acartonados de la época nunca la dejaron satisfecha. Quería otros ambientes, otras caras, otros ruidos: algo que le permitiese romper con la rutina y alejarse del adormecimiento de la cotidianidad.

No fue hasta que alcanzó la mayoría de edad que conoció a Gustav Klimt. Había oído hablar de él por los amigos de su padre, que se dedicaban a la tarea casi altruista de financiar galerías de arte. Sabía que era un artista de renombre: le habían encargado los frescos de los teatros más visitados de la época, y muchas de sus amigas lo habían visto ya en eventos sociales, con la mirada perdida entre la multitud, buscando musas, probablemente. Fue entonces que su padre decidió organizar un brindis: quería que su hija tuviese un retrato antes de casarse: algo que la mantuviese inmaculada, con ese trazo infantil que mantenía a pesar de su edad —algo, en fin, que la mantuviese cerca de él.

Porque sí: tenía que casarse. Seguramente con algún hijo de banquero que ya había visto, pero con el que ni siquiera había cruzado palabra. La cena fue la excusa perfecta para dar a conocer que estaba en edad de casarse –y la oportunidad ideal para que Klimt se acercase. Se organizó un banquete espectacular para la crema y nata de Viena. El salón principal de la casa hervía con gente de los mejores apellidos, los músicos más agraciados, los más reconocidos científicos. Klimt no despreció la invitación, y se dirigió con suavidad entre las masas, disfrutando de los placeres de la vida en sociedad.

Se hizo el brindis, las copas chocaron, corrieron caudales de champaña, y Emilie Flöge se enredó en un amorío del que nunca podría deshacerse por completo. Klimt le ofreció encontrarse en su estudio particular para pintar su retrato, y las visitas se volvieron tal vez demasiado recurrentes. Y así como las sospechas se elevaron, el rostro de la mujer se volvió un motivo recurrente en las obras del artista vienés. Sin embargo, la pretensión estética de Klimt nunca fue el de representar sus facciones fielmente: algo del modernismo que se reverberaba desde París modificó las proporciones corporales idealizadas que la escuela romántica había establecido, y había algo —tenue, pero evidente— de erótico en la caracterización de su personaje.

Conforme la presencia de Klimt se hacía más periódica en los eventos organizados por la familia, Flöge se convertía en un tema de variaciones sutiles en el desarrollo de los personajes femeninos del artista. Sin embargo, ya no se le veía representada en los ropajes magníficos que le corresponderían a una mujer de su nivel, sino en cuerpos descubiertos, de senos expuestos y miradas atrevidas. La moral estricta —retrógrada, absurda— de la época criticó fuertemente el cambio en la obra de Klimt, y la figura de Emilie Flöge se hizo estridente, controvertida. La relación que llevaban ya estaba más que rumorada, y su imagen pública se vio fuertemente afectada.

La distancia histórica que nos separa de la obra de Klimt nos permite ver más allá de un cuerpo desnudo. Lo cierto es que la búsqueda estética que rigió su obra nunca se limitó a una representación exacta de la realidad: otros caudales corrían ya, y las preocupaciones intelectuales de la vanguardia apuntaban a algo superior, que extralimita los valores aprendidos de una sociedad ciegamente conservadora. Klimt introduce una nueva manera de apreciar la experiencia de la feminidad a través de la esencia de su desnudo: la expresividad sutil de su curvatura natural, el encanto de un embarazo, la contención del deseo a través de las diferentes facetas de la intimidad, y la emoción que irradia una mirada bien capturada.

El erotismo que Klimt propone a través de esta nueva concepción de la mujer permite una apreciación estética alternativa de lo femenino: la relación que entabló con Flöge —y con tantas otras mujeres de su tiempo— le permitió crear un mosaico de los valores artísticos de diferentes etapas de la Historia del Arte: hay algo en su juego de perspectivas que recuerda a los cánones medievales, y un matiz bizantino innegable en su uso del oro para crear un ambiente de éxtasis espiritual.

Klimt confiere un tono diferente a la sensualidad femenina, que se aleja de los parámetros convencionales y que dista mucho de ser vulgar: permite un panorama mucho más amplio, donde la mujer adquiere una dignidad cimentada en su propia naturaleza –sin cánones, sin restricciones moralistas: en su estado de libertad original, más allá de los salones amplios de Viena en el siglo XIX.