Tenía la tristeza larga y poco le quedaba para alcanzar la locura. Transitaba por costumbre con su coche en círculos a la manzana preestablecidos. Las bandadas de mirlos a su paso se presentaban en sus ojos como una epifanía simbólica. Se decía para sí que la libertad a veces solo está a un palmo por encima de la frente o a dos metros bajo tierra, tan cerca, pero tan fuera de su control. Querría ser olvidado. En ocasiones, todo se reduce a eso: que los demás no recuerden quién eras, que el hueco de tu huella en este mundo se esfume sin más.
A veces regresaba a lugares que había soñado. Aparecía ante sí un toro adulto y apacible con la cara blanca y el contorno de ojos negro. Era como verse en el destello del televisor apagado. El bovino y él se miraban fijamente en esa línea que separaba la tensión de la calma. En otras ensoñaciones, aparecía Michael Corleone sentado calavéricamente en una silla de mimbre esperando el final de la vida como el último trago de una copa. Era como si esas imágenes fuesen recuerdos que oscilaban entre lo que se debe olvidar y un aspecto vívido de su identidad.
-Lo bueno es que ya nadie me conoce. Tengo el refugio del tiempo de mi lado. Nadie sabe quién soy en las calles y apenas me suena alguien.
En sus andanzas se disociaba por las ciudades que un día reconoció como propias: Almagro, Córdoba, Valencia, Lisboa… Aquella pegatina doblada en la farola de una calle cualquiera se asemejaba a una mariposa atrapada en un lugar venido a menos. La ausencia del murmullo nostálgico de “sus ciudades” acentuaba más su desconexión. Para qué esbozar media sonrisa en el estanco de Gerardo donde compraba Marlboro si ahora es una casa de apuestas. Echaba de menos fusionarse en la gabardina gris de humo blanco y el bombín.
Ojalá poder ser él antes de ser famoso.
Lo más duro por mucho tiempo no fue mentir sobre su vida personal, sino enunciar como un autómata que estaba bien cada vez que le preguntaban. A quién le importaba ya el éxito de sus obras El estercolero, Los claveles de los otros veranos o de Las palabras dichas, ¿a cuatro friquis obsesionados con él de forma enfermiza?, ¿al legado familiar?, ¿a la cultura nacional?... Cuántas palabras se dijeron sobre Las palabras dichas, cuánta vanidad le embriagó en las entrevistas de los magacines, los diarios nacionales y las emisoras locales. Aprender a callar cuesta toda una vida por muy literato que sea uno.
Al regresar a casa de sus padres en Lisboa, entre los libros de Fernando Pessoa y sus alter ego, encontró su cuaderno de escritura. En él, había algunas ideas inconexas que luego formaron el esqueleto de relatos breves o de novelas que prometían ser algo o mucho. Al menos, la libreta negra no olía a máscara, a artificio meticuloso premeditado comentado delante de las cámaras. La lectura de esta no era animosa, aunque, por momentos, era esperanzadora, anagrámica y heterónima al estilo del autor portugués:
Escrito por Manuel Ignacio Valero J. Tomé, año 2001.
No quedan “Odiseas en el espacio” para abarcar la infinitud de mis quejidos, ni la plenitud de mis sentimientos… Los lunes dejaron de ser amigables sin el café con leche con Montse. Qué loco fue tu carnaval, qué triste. Cuántas mañanas se fueron perdiendo a ras de las palabras no dichas…
Escrito por Antonio Javier González Merluza., año 1999. Prólogo:
"El estercolero” nace como un compendio de relatos breves publicados en pequeñas revistas culturales y recitados en tascas de poca monta de Almagro y sus pueblos circundantes. El lector encontrará a bien esta miscelánea si se deja llevar por la inconexión y su disfrute.
Escrito por Mariano Javier Ten-Zaneci., año 1995.
La vida era una noria perpetua de dopamina en esos páramos llenos de agosto. Las margaritas adornaban un entorno poco agraciado a ojos de un niño lleno de churretes y heridas. El día y los juegos duraban 18 horas. La abuela recogía claveles del huerto y los ponía en un jarrón con agua. Llamaban al timbre para que fuese a jugar de forma exhortativa. A las 17:00 horas siempre sabía que era feliz porque tocaba merendar pan con chocolate.
Pensó que el desván de sus padres era un buen lugar para almacenar esos bocetos, aunque cada vez conocía a más gente que tiraba los libros por falta de espacio en casa. El saber en este mundo ocupa un lugar: el contenedor. En la cabeza de Antonio, Mariano y Manuel resonaban las palabras de Kipling: (…)
Si el triunfo y el desastre no te imponen su ley y los tratas lo mismo como dos impostores… Seré un hombre cualquiera, añadía.
Mis padres tenían nombres en peligro de extinción popular, pero me cuesta recordarlos. Los de Mariano y Antonio Javier se llaman Lucía y Félix, Clara y Ernesto, respectivamente. ¿Los de Manuel?, ¿tal vez cómo los míos? Me quiere sonar que en un afán de vagancia propia no desarrollé demasiado esos personajes, a saber. Alguno era ganadero, hombre de campo, enjuto, cazador de los postal de y postín…
Hoy domingo caminé por Almagro buscando El Corral de Comedias. Vagué por la Calle Franciscas en dirección a la Calle de las Ánimas. Continúe por la Rúa Augusta, perdiéndome por sus calles paralelas. Más tarde, comencé a sentir hambre. Busqué el bar de toda la vida de Paco y Francisca. Menú del día, 12 euros:
pastéis de bacalhau, tortilla de patatas, alheira de mirandela, lentejas con chorizo, caldeirada de peixe, presunto con huevos. Le pedí a Joao lentejas con chorizo y pastéis de bacalhau.
Lunes por la mañana.
El Cabanyal em sembla més preciós que de costum. Fa molt de temps que no tinc feina. La meva mare diu que m'està esperant a l'estació de Joaquín Sorolla. En aquest moment, m'estic pixant molt, però no queda altra que esperar. Me dijo per correu electrónico que ha escrit tres reseñas en la revista cultural en la que col·labora. Las tres son del Padrino.
Insistía en que la escena final del tercer film en la que Michael Corleone pierde la vida en la silla es igual a la muerte de la tía Flora.
En las últimas semanas los recuerdos llegaban y se iban como marejadas de la infancia perdida. A veces pensaba que las ciudades lo llamaban, pero otras... otras eran como gritos lejanos que no llegaban a tomar forma. Almagro, Lisboa, Valencia, Madrid. ¿Madrid? ¿Había vivido allí? No, imposible. O sí, tal vez, en algún verano lejano cuando trabajaba de camarero...
El tránsito por las urbes se reducía a ecos de vidas no vividas.
El sueño del toro seguía apareciendo cada noche, pero ahora ya no era un morlaco adulto. Se había vuelto más pequeño, más esquivo, su mirada cada vez estaba más desprovista de significado. Michael Corleone tampoco estaba ya en la silla de mimbre, solo quedaba la sombra del asiento volcado en el suelo.
-¿Quién soy? -se preguntaba a veces en voz alta, como si el silencio pudiera devolverle una respuesta. Nadie respondía, ni siquiera su silueta en los escaparates de los comercios le ofrecía certeza alguna. La gabardina de gris de humo blanco comenzaba a parecerse demasiado a una penumbra difusa.
El pasado lo asfixiaba como un soga que le recordaba cada fracaso, cada palabra dicha en vano, cada sonrisa que fingió y cada sueño que abandonó. Era el peso del éxito o de la ilusión de triunfo que creyó saborear. Su vida había dejado de pertenecerle, ya que la prosa engulle las almas de los egos frágiles.
Ojalá ser una sombra en el atardecer. Así sería libre de la prisión que creé un día. No seré una proyección ideal de nada, no seré un intento de celebridad. El olvido es mi única redención, mi una oportunidad para desaparecer del todo, para dejar de cargar con las expectativas, con el ego, con el pasado…
Caminaba por calles que no reconocía, buscaba algo que no sabía nombrar. Sabía que había estado allí antes, en esa esquina, frente a esa farola doblada que le recordaba a una mariposa atrapada. Pero ¿cuándo? ¿Con quién? Todo era incierto. Lisboa ya no era Lisboa, tal vez era Valencia. El lenguaje también comenzaba a fallarle, mezclaba gramáticas. Cuánta palabra vacía.
Dos semanas más tarde, entró en una casa que supo reconocer como propia, aunque no sabría decir si había vivido allí o si simplemente estaba usurpando un espacio ajeno. Subió las escaleras junto a la pesadez de los años, acercándose al fin último. En el baño había un espejo. Se detuvo y observó su reflejo como si fuera un extraño. No se reconocía. Acercó la mano al cristal, notando el frío que le traspasaba la piel.
Su nombre. ¿Cómo se llamaba? Víctor... no, algo estaba mal. Miró en el baño buscando respuestas rápidas fuera de sí. Encontró una factura en el lavabo que al mirarla por el espejo podía leerse: "aíjeM olaznoG leunaM rotcíV". Las letras invertidas formaban un nombre que le sonaba familiar y ajeno al mismo tiempo. Intentó articularlo, pero las palabras se enredaron en su boca. Quería gritar, pero el sonido se perdió en el eco de la habitación. Aquel nombre no era suyo, no podía serlo, o sí, tal vez lo había sido, pero ya no.
No quedaba nada de él. Solo el espejo y su reflejo distorsionado como el último vestigio de una memoria que, al fin, se había desvanecido por completo. Al desaparecer todo lo que lo había atado al mundo, al pasado, encontró finalmente lo que había estado buscando: el alivio del olvido, la libertad de ser nadie.