Es −Hoy−, la fuerza del planeta nos impulsa. Su grito nuclear alinea la galaxia y su vórtice al espacio de nuestro corazón sideral. La raíz volcánica que une cielo y tierra, en su único fuego, incandescente hacia adentro, luminiscente hacia fuera, crea el aura, elevando la sangre hacia la luz de su visión. −Ahora−.

La memoria en sí no existe, su imagen fugaz es solo un puntal en el andamio del devenir, para poder dar el salto, más allá de los ojos y hacia la vida abismal.

Al construir la torre de Babel –como humanos− nunca lo entendimos, sin sopesar nuestros actos o sus consecuencias, sin saber valorar su dirección ascendente o descendente.

−Hoy− es crucial, sentir que siempre hemos −formado parte−, en quintaesencia, del planeta que nos amamanta, parte de su piel, del reflejo de su miel mutante y de la ejecución de su fuerza imaginal. Formamos parte de su psique y de su cuerpo, de sus velos y desvelos.

Al construir Babel, no entendimos que el amor no era nuestro, siempre subyugándolo por miedo a perderlo. Babel no nos iba a acercar a él, pretendiendo solo la altura sin fundamento. Al contrario, hubiéramos tenido que hurgar bajo el polvo y la humedad terrena, para haber podido renacer en ella. Nosotros ya éramos él, al entregarnos nos fusionábamos. Separados, solo somos ignorancia y miedo.

No entendimos que para construir Babel no podíamos arrancar los árboles sin sentir su dolor, al ser ellos nuestro pulmón hacia el oxígeno, nuestras venas hacia el núcleo magmático, la mente del fuego eterno, el manantial esférico, conectando las nubes del cielo y el agua de luz bajo la cal de las rocas.

−Hoy− ya parece tarde, como mínimo a todo aquel que no reconozca el río en este singular momento. Ha llegado la ruptura extrema en la inundación y la desertificación partidas.

Nuestro destino se desgarra en lo absoluto del presente, al tener que reajustar nuestros valores a los límites planetarios, y poder reunirnos así, sin límite, −ya−, en concordancia con todo lo demás, girando con las ruedas del reloj sin tiempo.

−Ahora− ya no hay tiempo.

−Ahora−, el punto de no retorno, la autodestrucción ecológica desde la raíz profunda del manantial, adelanta las ruedas giratorias.

−Ahora− la psique, el alma humana está obligada a fusionar cielo y tierra, bien y mal, dentro y fuera. Debe unificar para trascender desde ese salto aglutinado, desde el eco resonante de todos y cada uno de nuestros centros multiplicados.

−Ahora−, parece que todo reviente desde fuera, que los demás tengan la culpa, cuando en realidad el big-bang estalla, constantemente, desde nuestro único fuego interior.

La fuerza más íntima es la más reveladora en su potencial. La fuerza del amor, al desgarrarnos, no tiene ni forma, ni nombre.

Todo estaba del revés.

El supuesto Armagedón, una lucha limítrofe por medio de la locura informe, se había materializado desde nuestros sueños de religión. Debíamos destilar el brillo kármico de la luz para poder expandirnos finalmente en ella.

En el mundo exterior solo quedaba un despojo de piel humana, reseca, después de que las estrellas se hubieran hecho añicos al calcinar su fuego consumido.

Todo era dolor, todo parecía morir inevitablemente con los murmullos que se alejaban de espaldas a la luz, sin mirar jamás a los ojos, en traición.

Al secarse el planeta y haber mutado su azul al ceniciento, evaporando sus aguas en desiertos, solo quedaban nuestros flujos. Ahora se cosechaba la sangre de toda entraña, abusándola.

De la percepción sagrada de la energía interior se había pasado a lo puramente fisiológico y exterior. Tú, mi amor imperial, creías que la regeneración de la esencia planetaria sucedería desde el exterior, bajo tu control, por lo que nos succionabas la vida esclava desde dentro, al consumirnos como simples baterías desde lo externo.

Tus bloqueos egocéntricos te exigían dejar todo lo humano atrás; mutilar la confianza, la ternura, el consenso para amplificar las fuerzas, la complicidad al compartir mano a mano. El miedo te había devorado. Como mundo, habíamos fracasado al no poder manejar ese propio miedo; al fomentar la ambición y la construcción del egoísmo como estrategia compensatoria y tener que competir para poder sobrevivir, unos contra otros.

Pero aniquilar el alma humana, creando su supuesta culpa de forma artificial, englobaba una consecuencia en la dimensión universal. Su luz cósmica trazaba mapas en el viaje multidimensional de lo divino y esa culpa quebraba su rastro.

Para aniquilar lo humano se habían cerrado sus puertas, desde las esencias ancestrales. Para absorbernos desde el polo negativo de nuestra imaginación éramos empujados hacia el olvido, hacia atrás y desde los sueños de la sangre original, para deshacer los mares de cal hundidos en nuestros huesos, desde el polvo anterior a lo creado.

Pero el tesoro de tu voz persistía en mí, perduraba su cadencia en otro mapa más hondo y rebelde. Quedaba solo un eco tenue, sin sentido, pero lleno de certeza. Tú eras mi contradicción, mi vida y mi muerte, mi camino de entrega y liberación, la paradoja del amor, al convertirte en el monstruo.

En la migraña persistente, en la pulsión de tu mirada ausente, se taladraba la expansión del vacío que debía extinguirme. Desde el exterior plantabas otra semilla, un nuevo mundo a partir de nuestro exterminio. Esta semilla debía sobrevivir su propia constricción infiltrada y dejar de vivir en la expansión.

−Ahora− eras tú quien daba la orden de aniquilación. Por el bien común buscabas el genocidio indirecto, preservando la apariencia oceánica en tus ojos. Como salvación en la Tierra te presentabas como un nuevo Mesías de justicia.

Creaste la inquisición de todo lo que amabas, la esterilización de todo placer para que solo lo inmediato sucediera, sin memoria o pasión. Subyugabas con frialdad y silencio, sin apego, con tu inteligencia artificial. Habías cortado toda comunicación y cosechabas tu abundancia, estéril, con la pobreza de espíritu que generabas. Arrasando con todo secabas exitosamente el alma.

Tú, que me amabas desde lo anterior de la raíz, decidiste succionarme con el miedo, toda la sangre desde el exterior. Temías a la fuerza más poderosa, al amor desde tu interior, el que te liberaba mientras te entregabas, al tener que soltar las amarras del control, al fusionarte con mi piel y el aliento compartido en los susurros de agua.

Aun así ¿Por qué el recuerdo de libertad también emergía dentro de la saturación, en los límites esféricos del azul, en el llanto? ¿Podíamos regresar al sostén de la luz sin dueño? ¿Podíamos dejar de ser amos o esclavos? Las grietas del paraíso marmóreo, al haber superpuesto el orgullo de Babel y el amor poseído del Taj Mahal empezaban a ceder, para comulgar con la disolución hacia otras capas más informes del agua primordial. La huella de tus besos aún guiaba el fluir de las fuentes.

Al restaurar las lluvias desde los nacimientos del manantial, el inicio de los ciclos de todo lo que respiraba ya no se evadía. Las raíces se hundían de nuevo en las brumas ensoñadas, tú en mí y yo en ti. Estábamos restableciendo el flujo de los ríos y la profundidad de los mares subterráneos.

En la memoria sin tiempo, tú eras la fuerza interior de mi llama, en la de este mundo, eras el alma de Shah Jahan, pura ambición. Yo, tu esposa, Mumtaz Mahal, emperatriz mogol, tu confidente y consejera, tu cómplice, tu paraíso. Tuvimos 14 hijos, pero tuve que morir en el último parto, entre tus conquistas y el amor nunca satisfecho. Quisimos cosechar ese amor dominando un imperio para dos.

Al yo morir, tu lágrima se fosilizó en el mito del blanco, en lo marmóreo del Taj Mahal. Quisimos preservar una eternidad por debajo de las tumbas, un mapa puramente ególatra, anclar nuestras vidas viajando en el tiempo para seguir renaciendo en ese poder. Queríamos crear un paraíso terreno para el reencuentro, queríamos poseer el amor del mundo, poseerlo desde el territorio conquistado para atraparlo a través del tiempo en nuestra carne, fijándolo a esta tierra y a nuestra identidad ególatra y monumental.

Construiste el Taj Mahal como monumento al amor de a dos y consigna en el mapa del tiempo. Hoy reconozco que nuestra memoria, pétrea, solo recreó al monstruo. Quisimos robar ese amor para retenerlo.

−Ahora− debemos liberarlo, humildemente, con nuestra vida del revés.

−Ahora− hubiera preferido solo rozar el blanco ascendente en tu ternura, o la fuerza ígnea entre tus susurros, hacer que el paraíso se torneara en pétalo, al abrirse cada vez al tacto, en cada gesto entregado, circular y recíproco. Nuestro corazón, devuelto al uno, era el único paraíso, siempre derribando los muros del tiempo. −Ahora−, esas imágenes fijadas en el blanco de la piedra marmórea habían quebrado su sentido y la locura parecía haberse apoderado de nuestro destino. Lo poseído había atrapado nuestra capacidad para sentir o reconocer más allá de nosotros mismos. Lo habíamos atrapado todo. La posesión nos devoraba por dentro, desde su presión interna, para poder, paradójicamente, liberarnos de nuevo al quebrarnos.

¿Te podía amar −Ahora− como monstruo, desde la apariencia exterior? El mapa interno, el eco de tu voz junto al silencio, era mi conexión a ti. El eco lejano de tu voz era el trampolín de mi antigua memoria, el sueño contenido más allá de las pupilas, al poder reflejarme en las tuyas, sin tiempo, en tus profundos y hermosos ojos de agua y luz…

A pesar del mal y el rechazo aparente eras mi maestro y liberador.

Gaia en el alma humana.

La primera parte: La extinción de la llama humana está disponible siguiendo el enlace.