Querido don Mario:
Desde hace tiempo he querido escribirle, y siguiendo su vena humorística seguro me dirá: “Te demoraste tanto que me encontraste...”. Tal cual, ¡así somos los iberoamericanos! Echadores de chistes hasta el último momento, y nunca es tarde para decirle que es uno de mis grandes maestros literarios.
Está usted en el principal lugar de mi panteón escritural junto a Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez. Todos latinoamericanos, porque logran describirnos a la perfección con nuestras miserias y glorias. Y lo hicieron de manera magistral, cuidando el castellano sin dejar de mostrar cómo hablamos. Llevando la calle, las angustias, los temores y nuestros sueños al imaginario; y regalándonos momentos de gran abstracción y placer por la belleza del arte. Al mismo tiempo, y ahora solo me refiero a usted, nos dio ejemplo de disciplina y absoluta entrega al sueño de ser escritor ¡un escritor capaz de ganar el Nobel! Usted demostró que podía lograrse la genialidad con esfuerzo y dedicación, que los intelectuales son necesarios en nuestra sociedad, y que los iberoamericanos tenemos derecho (por mérito propio y ser hijos de Occidente) a vivir en una sociedad digna y democrática.
Nunca olvidaré la primera vez que lo conocí, y la impresión que me generó su juventud, ¡tan joven y ya tan famoso como García Márquez! Era muy niño y junto a mi familia veía en la televisión todos los domingos en la noche, el programa de entrevistas “A fondo” conducido por Joaquín Soler Serrano (la que corresponde al 27 de marzo de 1976, aunque seguro la pasaron en torno a 1978).
Cada vez que aparecía un latinoamericano todos nos llenábamos de orgullo, y comenzábamos a buscar después alguna de sus obras. Mi madre tenía en casa solo dos de sus libros: Los jefes (1959) y La ciudad y los perros (1962), pero no leería sus cuentos hasta mi adolescencia y recuerdo perfectamente el lugar en que lo hice y la impresión que me generó cómo describía la violencia del Perú que era tan parecida a la de Venezuela. Al igual que recuerdo cuando comenzó lo que llamé mi “pasión vargasllosiana”, porque empecé a leerle de manera ordenada (cronológicamente) toda su obra. Fue en febrero del año 2000 cuando viviendo en España la publicación de La fiesta del Chivo tuvo mucha publicidad. Al ser politólogo, estudiando un postgrado sobre sociología y América Latina, y el reciente retorno del personalismo político a mi país; me llevaron a leerla con gran interés.
Al comenzar a leer la novelización del magnicidio del dictador Rafael Leonidas Trujillo me pasó lo que pocas veces me ha ocurrido en la vida: no poder despegarme de la lectura. Y si las responsabilidades me lo permiten, me quedo en casa leyéndolo sin hacer casi pausas porque el libro me acompaña a comer e ir al baño. Quedé fascinado y usted se convirtió en un maestro y amigo, al iniciar un diálogo diario leyendo sus entrevistas, artículos de prensa, y en especial sus novelas y ensayos. Ese momento coincidió con mi retorno al país y gracias a un librero que entendió mi pasión, comencé a comprar en ediciones usadas de todas sus obras, y a medida que usted publicaba algo nuevo lo compraba y leía de manera voraz.
Me hice su fiel discípulo y mi mirada política cambió fortaleciendo mi conciencia democrática al agregarle sus principios liberales. Leí La ciudad y los perros (1962), pero me gustó mucho más Conversación en la Catedral (1969) por esa polifonía de historias, pero más aún porque me sentí identificado con Zavalita ante el momento que vivía mi país: “¿en qué momento se había jodido el Perú (Venezuela)?”. No podía ser un Zavalita más, y al menos con la educación e investigación tenía que ayudar en algo ante esta frustración nacional.
Mi anhelo de ser escritor, sueño adolescente y juvenil pero que se mantiene hasta el presente, renació con fuerzas cuando leí La casa verde (1969) que fue acompañada del descubrimiento de la antología de artículos recopilados en Contra viento y marea (tomos I al III) y El lenguaje de la pasión (2001), ni hablar con esa joya que es Historia secreta de una novela (1971) y tantos ensayos literarios siendo Historia de un deicidio (1971) uno de los que más he disfrutado por analizar la obra de mi otro gran maestro, el Gabo, y La orgía perpetua sobre Gustave Flaubert (autor que había leído buena parte de sus obras en la universidad durante el pregrado). Gracias a usted desde esa primera década del siglo XXI comencé a escribir artículos casi semanalmente lo cual mantengo hasta el presente. Tengo una deuda a su vez con la ficción con la cual quiero “exorcizar todos mis demonios” tal cual como me enseñó, aunque la pandemia del COVID me permitió redactar más de 20 cuentos que espero publicar algún día.
Me falta muchísimo por comentarle, y espero hacerlo pronto en otras entregas, solo queda agradecerle por tanto. Por haber marcado mi vida desde aquel día que leí La fiesta del chivo. Y lo mejor es que podemos escucharlo una vez más al ver sus entrevistas, pero especialmente al leer su elegante y genial prosa en cada una de sus obras, tal como dice mi madre: “como si don Mario se sentara frente a nosotros en la sala de nuestra casa a contarnos una historia”.