Está claro que lo joven vende. Lo joven, lo nuevo y lo moderno. Sin embargo, en este mundo loco, a vueltas de todo, con frecuencia nos encontramos con tendencias que se alejan de lo esperable.

Por ejemplo, desde hace algunos años vengo observando que vuelven a salir en las revistas modelitos como los que nos poníamos mucho tiempo atrás, esto es, una suerte de evolución cíclica. De tal modo que he aventurado mi propia teoría: si tienes edad suficiente como para decir “hace quince años”, vas a vivir en un continuo déjà vu.

Ha llegado el momento de arrepentirte de tirar aquella ropa que llevaba lustros relegada al trasfondo del armario: hoy volverías a estar a la última, sin gastar; si te valiese, claro.

Ya lo dijo Aristóteles, que estaba en todo, en el siglo IV a.C., “No hay nada nuevo bajo el sol”.

Hoy, lo más posmoderno no es lo nuevo, sino lo viejo, o lo nuevo que parece viejo. De ahí se han acuñado términos anglosajones que tanto nos gustan, *vintage o *kitsch, en lugar de emplear el amplio y variado léxico español del que tan buen uso hizo Cervantes, con otros como bien podrían ser “añejo” o “rancio”.

Por eso tienen tanta salida los mercadillos. Viajamos a ciudades desconocidas y pasamos de entrar en los museos, pero no perdonamos el escudriñar entre la desordenada multitud de artículos amontonados por doquier, muchos de los cuales bien demuestran ser de segunda mano, y precisamente por eso nos parecen más interesantes.

Esta estética decadente viene a instalarse entre nosotros como una forma de ser, más que como un estilo. De ahí que abarque diversos panoramas, no solo lo que al vestir se refiere. Así, visitamos locales decorados lo mismo que si se tratase de la casa de tu abuela, pero no una casa de la nobleza, con estilazo y buen gusto, sino una casa de las de los años sesenta, con los sofás de escay burdeos, colores beige, pañitos de ganchillo, tapicería de terciopelo y muebles de contrachapado. Pero no nuevos, ¡ojo!; son los mismos muebles de la casa de la abuela de alguien, raídos, sucios y desconjuntados.

Y vamos a esos garitos y nos sentamos en los sillones agrietados, con la marca indefinida de un sinfín de culos que llegaron antes que el tuyo y restos de frutos secos entre los cojines, y al abrir la boca se nos escapan cosas del tipo “me encanta el ambiente de este sitio, es de lo más acogedor”.

Luego también está lo de los hípsters, que son una especie de bohemios de clase media-alta, que dice en Internet que se definen por ser un movimiento contracultural con gusto por lo alternativo y propio de otras épocas.

No digo yo que en su momento no fuese ese su sentido, pero ahora mismo viene a terminar de encajar con lo de antes: un chaval joven, aunque adulto, que puede vestir con camisa de cuadros, y que también les van los tirantes y, sobre todo, el tema de la barba o bigote. De nuevo, la recreación de cómo te imaginarías a tu abuelo en sus años mozos.

Por supuesto, de aquí surge su mercado correspondiente: todas esas barberías con maquinaria antigua y letreros como de épocas lejanas, con precios desorbitados, como si ahora tener barba fuese un derecho exclusivo. Y también están los complementos, esas cajas repletas de variedades, como pequeños peines redondos de madera, con el cepillo de cerdas naturales a juego, bálsamo, aceite o champú específico para el cuidado de tan delicado pelo, que se convierten en el regalo perfecto para un amigo invisible.

Por otro lado, dejando al margen las modas y todas esas cuestiones banales, en lo que a las personas se refiere, por desgracia, no es posible hablar en los mismos términos. No quisiera hacer un alegato moral de tintes lacrimógenos, por eso, prefiero recurrir a la literatura para apoyarme en un fenómeno al que aplaudo.

Richard Osman es un simpático autor, muy conocido en Inglaterra, su país de origen, por su faceta como humorista, presentador y productor. En ese intento inevitable que mueve a todo ser humano en su deseo de alcanzar nuevas cimas, probó con la escritura.

De ello, habría que señalar sus más conocidas obras, al menos en nuestro país: El club del crimen de los jueves, El jueves siguiente, El misterio de la bala perdida y El último debe morir. Una entretenida colección de títulos cuyos protagonistas son unos sagaces detectives a los que no se les resiste un crimen, que ha tenido una gran acogida mundial.

Lo destacado no es el humor o cómo esté escrito, sino el hecho de que se trate de personajes ancianos, habitantes de una residencia para la tercera edad, los cuales han sido trabajados de una manera muy distinta a como acostumbramos. A menudo, la senectud se presenta en la encarnación de seres indefensos, al cuidado de un tercero del que dependen íntegramente, como un secundario sin peso, supeditados a la mera observación o el reparto ocasional de consejo, casi como un elemento más del decorado; la verdadera valía en la sucesión de acontecimientos se reserva a las generaciones venideras.

Eso mismo que vemos en estas entrañables novelas ocurre en la última serie de Ted Danson, al que seguiremos recordando como Sam Malone, la antigua estrella de béisbol que regentó el bar Cheers durante once temporadas, allá por los años ochenta, Un hombre infiltrado.

Charles Nieuwendyk es un señor jubilado que desde la muerte de su esposa tiene demasiado tiempo libre que pesa especialmente sobre la conciencia de su hija. Impulsado por la recomendación de ésta para ocuparse con una distracción, responde al anuncio de un periódico que busca detective privado para la resolución de un asunto turbio.

Tanto en la serie como en los libros se muestra un retrato que supera la compasión con la que solemos mirar a los mayores. Hay realidades que, inevitablemente, en el ocaso de los días, se hacen más patentes, no hay vuelta de hoja; lo que se puede cambiar es el modo de velo y, por ende, la manera de enfrentarse a ello.

La muerte es como el enorme elefante que tenemos delante, pero que todo el mundo se esfuerza en ignorar. Hablar de ello de un modo natural y desenfadado aporta cierto alivio por no tener que sortear un tema que late lo mismo que el corazón del cuento de Poe.

Es como aquello que las actrices de Hollywood denuncian ahora acerca de que, tras haber vivido épocas muy boyantes, cuando eran la artista de moda que arrasaba en las taquillas y en las carpetas escolares, han sido relegadas al olvido, a la última fina, mientras con impotencia contemplan cómo entran a escena las nuevas guapas de moda y a ellas les platea la cabellera.

Hacerse mayor es difícil, pero una realidad, al fin y al cabo. En una cultura del consumismo, de la novedad y de la inmediatez a veces se nos olvida que hay vida más allá del pequeño círculo en que nos movemos. Y conocer esas otras realidades, superando la condescendencia y el patetismo, no solo es interesante, sino aleccionador.

Aunque no lo mencionemos, el elefante está, y la percepción que se tiene del mismo varía mucho a medida que nos acercamos a lo inevitable: el tiempo se escurre entre los dedos, las pérdidas de los iguales se suceden, las capacidades se merman. Pero, más allá de eso, hay profundos mundos interiores, repletos de experiencias, de preocupaciones y de anhelos que no son tan distintos de los de otro, y, por encima de todo, de ganas de vivir.

Es un gran trabajo el que han hecho Ted Danson y Richard Osman para enseñarnos a mirar lo que tenemos delante, pero percibiendo lo sublime en lo cotidiano. En esta línea, es interesante mencionar también la obra de Delphine Devigan, Las gratitudes, que si bien de nuevo se acerca a la vejez, además es capaz de darnos quizás la mejor lección para la vida, tan sencilla como reconfortante. Agradecer.