En mis dos últimos años de pregrado en la Universidad Central de Venezuela (UCV) mi vocación por la Academia estaba clara, por eso seguí estudiando la licenciatura de Filosofía y un postgrado en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). En el caso de mi vida espiritual el crecimiento se puede decir que fue intelectual (ver mis dos artículos anteriores)1 y no en la necesaria vida de piedad, oración y caridad que debía acompañarla. Dos realidades dominaban mis días: leer y estudiar, y la búsqueda de una pareja. Era un romántico empedernido, tanto que una vez una querida amiga de la carrera (Jani Arenas) me dijo: “tú no estás enamorado de esas muchachas que anhelas conquistar, tú estás enamorado del Amor”. En un principio lo interpreté de una forma superficial: el galanteo... cuando la verdad ya la había descubierto San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para Ti; y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Confesiones, I, 1).
A mis 25 años comencé a preguntarme por la visión de la sexualidad que tenía el cristianismo, mi inquietud estaba en lo que para ese entonces consideraba una condena al placer sexual por parte de la Iglesia. De esa forma me embarqué en una tarea de investigación leyendo todo el Nuevo Testamento, luego pasé a las encíclicas relativas al tema, en especial la “Humanae Vitae” (Pablo VI) y me topé con san Juan Pablo II y su “Teología del cuerpo”. Las verdades que descubrí (por solo nombrar una: “en el matrimonio, la intimidad corporal de los esposos viene a ser un signo y una garantía de comunión espiritual”, Catecismo, 2360; el placer sexual no puede separarse del amor conyugal, del “don de sí” y estar abiertos a la vida) no solo cambiaron lo que había entendido hasta el momento sobre el tema sino que me llevaron de formas misteriosas a buscar una mayor vida espiritual. El ejemplo orante de Jesucristo y los apóstoles me animaron a imitarlos. Tomé un devocionario de mi madre y fotocopié varias oraciones para diferentes momentos del día y comencé a practicarlas junto a la realización de novenas según la fiesta de los santos que más admiraba.
Al plan de vida de piedad que había creado le faltaba algo, de esa forma comencé a leer sobre la espiritualidad de sacerdotes y religiosos. Y un día que estaba de vacaciones en la playa me acerqué al seminario de Macuto a preguntarles. Lo que al principio pensé sería una breve consulta se convirtió en una larga conversa sobre sus costumbres, programa de estudios y un largo etcétera. Me invitaron a un retiro creyendo que tenía vocación como cura y al darse cuenta que no era así me presentaron al hermano de un seminarista que era supernumerario del Opus Dei: Raul Paiva. Este me dijo que nos viéramos el sábado en la tarde en una residencia de estudiantes en el Cafetal llamado “Centro Universitario Monteávila”.
Al entrar a la residencia me impresionó lo limpio y ordenado que estaba el sitio, Raul Paiva me dijo que lo acompañara a la capilla para saludar al “jefe de la casa”: Nuestro Señor en el Sagrario. Al abrir la puerta me impresionó la belleza de la misma, en especial el mural de mosaicos que representaba la adoración de los reyes al Niño Jesús. “Saludar” era ritualmente tocar el piso con la rodilla derecha y en nuestra mente decirle algunas palabras como las que se dice a un amigo que vuelves a ver, lo cual yo imité; y desde ese día no he dejado de hacerlo.
Después me presentó al director de la residencia (Óscar de la Torre) y a otros que viven allá como Antonio Ricoy, Daniel González Acurero, etc. Todos eran muy amables, gente buena con una ordenada vida de piedad centrada en el anhelo de lograr ser santos en medio de sus profesiones y trabajos. Este era el carisma de la institución que había fundado San Josemaría Escrivá de Balaguer y que me fueron explicando a medida que yo les hacía preguntas sobre su espiritualidad. Al rato entramos a la capilla de nuevo para hacer una meditación frente al Santísimo, la cual me gustó mucho porque creaban todo el ambiente para el recogimiento y la oración.
En semioscuridad solo se iluminaba el sagrario y una pequeña luz de una lamparita que tenía el cura sentado en una mesa al lado del altar. Todos arrodillados hacíamos un ofrecimiento iniciando con la señal de la cruz, luego el cura se sentaba y leía partes del Evangelio y lo explicaba. Después de 20 minutos aproximadamente de esta meditación guiada se hacía la bendición con el Santísimo en medio de cantos en latín. Esta última parte era tal cómo viví en mi niñez todos los días junto a mi abuela cada tarde que la acompañaba al rezo del rosario, la bendición y luego la misa. De algún modo había vuelto a sus enseñanzas bajo las tradiciones devocionales de la Iglesia Católica, pero con la profunda consciencia y deseo de seguir y amar a Jesucristo. Todo terminaba con el canto de la Salve, también en latín, que siempre me ha parecido muy hermoso.
1 Acceso a mis anteriores artículos: El nacimiento de mi espiritualidad ignaciana y Mi vida de piedad: encontrar a Dios en la universidad.