En El iconoclasta se habló de la relación entre Estado-Nación e identidad nacional, su origen, sus características y los riesgos para una sociedad abierta y libre. En este ensayo toca revisar la identidad política del Estado Nación llamado México. En la compleja historia del Estado Mexicano, la formación e imposición de la identidad requiere de un análisis previo.

El Estado Nación y su identidad nacional lo mismo pueden formar sociedades libres y prósperas que ser herramientas de opresión y dictadores.

El Dr. Luis González y Gonzalez (1925-2003), historiador mexicano y miembro del Colegio Nacional y fundador del Colegio de Michoacán (1979), desarrolló tres etapas en la relación de una población con la identidad de su nación. Lo más interesante, e incluso pedagógico, de la postura del Dr González y González es la continuidad entre las etapas psicológicas que una persona madura pasa en la relación con sus padres. Así como una persona madura pasa por tres etapas, una cultura madura pasa por tres etapas: infancia-bronce, adolescencia-crítica, edad adulta-identidad liberal.

Durante la infancia, los niños tienen una visión idealizada de sus padres. Para los niños, sus padres con cuasi-dioses que todo lo pueden y todo lo saben, no se equivocan y siempre están allí para protegerlos.

Por razones evolutivas esto tiene que ser así: un infante que cuestione a sus padres sobre la presencia de cocodrilos en el río o la importancia de esconderse cuando se descubre un águila de Azara en el cielo no hubiera sobrevivido. Del mismo modo, la primera etapa de una identidad nacional está cargada de idealización: nuestros héroes son hombres perfectos, sin señal de pecado ni error, siempre pensando en el bien de la gente de modo desinteresado; la Nación es excepcional, de origen cuasi divino, con la mejor cultura, la mejor raza, la máxima expresión de la humanidad. Por eso se levantan banderas e himnos que son símbolos sagrados. Se llama “etapa de bronce” porque de eso están hechas las estatuas de los héroes que adornan las ciudades.

Una persona en la formación de su personalidad madura eventualmente deja de idolatrar a sus padres y comienza a cuestionarlos. Se da cuenta que no lo saben todo, que no lo pueden, que tienen muchos errores, pecados, hipocresías y fallos.

Durante la adolescencia, el otrora niño rompe con sus papás y la imagen que tiene de ellos. Cuando la cultura comienza a cuestionar la narrativa hegemónica que el poder impone, entra en la etapa crítica frente a la identidad nacional. Se revisan los hechos y personajes históricos, sus intenciones, errores y motivaciones. Algunos llaman a este proceso “humanizar” a los héroes, quitarles el bronce. En muchos casos, se cuestiona su propio status de héroe y se pregunta si sus acciones deben ser juzgadas como crueles, injustificadas o egoístas. Jefferson es un esclavista, Colón un imperialista, Juárez un entreguista y Teresa de Calcuta una psicópata.

Esta etapa es fundamental para romper con las mentiras del pasado que, como se mencionó antes, sirven para legitimar las estructuras de poder y a las personas e instituciones que lo ejercen, lo cual es fundamental para cuestionar las justificaciones que sirven para reprimir los derechos y libertades. Sin embargo, el revisionismo histórico y la adolescencia son etapas reactivas que responden a lo que les han dicho para cuestionarlo y en su caso destruirlo, pero no construyen nada serio en cuanto a la generación de una nueva identidad.

Por ello, las personas y culturas maduras son aquellas que logran superar esas etapas anteriores. De este modo se logra una reconciliación con el pasado y los padres. Se reconocen las virtudes y fallas, los hechos heroicos y los deshonrosos son entendidos en su contexto, y se toma conciencia de que somos sujetos producto de ese pasado al tiempo que podemos moldear nuestra identidad al elegir aquellos elementos de nuestro pasado (cercano o lejano) que adoptamos como propios. Incluso, podemos incorporar elementos de otras tradiciones o familias. La etapa de síntesis se perdona sin glorificar, se quita el brillo y el mate al pasado.

Una narrativa que unifique sin volverse mito.

Nefasta identidad nacional mexicana

La mexicanidad es una burla, una nefasta identidad nacional. Si el filósofo anarquista Antonio Gramsci denunciaba las narrativas hegemónicas como una herramienta de opresión, en México se construyó una de las mayores yuntas, de las más opresoras y dañinas. Y muchas la usan con gusto. Estamos tan enfermos por esta denigrante narrativa, que la plasmamos en el escudo de nuestra bandera. El símbolo de una Ciudad de una civilización imperialista y cruel impuesta al resto del país. Un modo constante de recordarles que desde la Capital del país se les domina y controla, y que lo que no pasa en la CDMX o impacta en ella, no importa.

El escudo, el nombre y la manía de llamarnos “aztecas” o “descendientes de los mexicas” no solo es históricamente incorrecto: es adoptar una nefasta identidad. El imperio Mexica fue uno de los múltiples pueblos nahua del Anáhuac, pero no el único.

Los méritos de los mexicas no son pocos: en pocos años (de 1345 a 1519) formaron una gran ciudad a la mitad de un maldito lago salado, revitalizaron culturalmente el periodo postclásico mesoamericano y formaron un imperio (disculpas por utilizar de modo análogo un término occidental) que dominó políticamente el Anáhuac.

Pero el Estado Mexicano tomó como base de su identidad exclusivamente a la cultura mexica. Se redujo todo el pasado prehispánico a los últimos 200 años, a un solo pueblo o cultura y, en el fondo, a un último suceso: su derrota y conquista. La complejidad étnica, cultural e histórica fue simplificada y romanizada en un dualismo bobo y sin mucho contenido. Eso sí, con un fuerte contenido emocional que se nutre de dos fuentes, ya que a la grandeza inefable de la cultura mexica se le añade en el discurso nacionalista la derrota en la conquista española.

La síntesis del conquistador conquistado, del imperio derrotado y asimilado, genera la sensación de la grandeza perdida o robada, un pasado glorioso y un trauma histórico: los mexicanos, bajo la descripción de los hijos de la chingada de Octavio Paz, o los derrotados en los múltiples murales post revolucionarios, esperando un héroe que regenere ese pasado glorioso, formando así la psicología colectiva de lo mexicano, explotado en todas las películas del nefasto Cantinflas. Siempre traumados, siempre derrotados.

Esta es una narrativa para un Estado que, al mismo tiempo, es parte de occidente y en parte no lo es. Éramos felices siendo mesoamericanos, pacíficos y gloriosos, hasta que desde fuera y con violencia nos incorporaron a occidente. Por eso nuestro excepcionalismo, idiosincrasia tan auto glorificada: “Imagina vivir en (añada país del primer mundo) y perder esto (añada cualquier absurdo que ocurra en México)”.

Somos sin ser, por eso las respuestas de occidente no nos aplican. “Como México no hay dos”, cantaba Vicente Fernández muy orgulloso para justificar nuestros errores y todo lo que nos sigue hundiendo.

Esta esquizofrénica narrativa sirvió (y sigue sirviendo) para justificar los regímenes no democráticos y autoritarios en la historia de México. Desde el Conservadurismo decimonónico, el porfiriato y la dictadura del PRI, todas rechazan la democracia como algo externo, no mexicano, no aplicable a nuestra identidad o idiosincrasia.

Esta identidad no solo es perversa por ser excusa para nuestra pusilánime actitud y los regímenes no democráticos a lo largo de la historia, sino que es engañosa. Más allá de las mentiras nobles de toda narrativa nacionalista, el nacionalismo mexicano esconde uno de los crímenes más grandes en nuestro continente.

Sin excusar las injusticias del Virreinato de la Nueva España y de dominio Imperial Hispano, muchos de los crímenes de los que se le acusa fueron llevados a cabo por el Estado Mexicano independiente.

Los abusos del colonialismo e imperialismo contra las comunidades indígenas fueron fenómenos del siglo XIX y XX, cometidos por la Nación mexicana. El nacionalismo mexicano proyectó sus pecados hegemónicos al pasado virreinal. Las mejores estimaciones indican que en 1821, cuando se consumó la independencia de México, el 70% de la población eran indígenas, el 20% mestizos o mulatos y apenas el 10% criollos o blancos. En el censo de 1895 se estimó que cerca del 35%-40% de la población hablaba alguna lengua indígena, mientras que en el censo de 1910 se calculó que aproximadamente el 29% de la población hablaba una lengua indígena. La disminución en la proporción se atribuye a políticas de asimilación cultural durante el primer siglo del México Independiente.

Los despojos de tierra, la destrucción cultural y la persecución contra los pueblos indígenas fueron resultado del discurso y esfuerzo hegemónicos del Estado mexicano. De tener una única narrativa nacional, destruiría la diversidad étnica y cultural. Como todo estado moderno, México necesitaba destruir para construir su identidad. Este proceso es análogo al imperialismo de las grandes potencias industrializadas del siglo XIX, con la diferencia que en México fue un imperialismo interno, hacia adentro de sus propias fronteras.

Ante la diversidad étnica, el Estado mexicano basó su nacionalismo en la idea del mestizaje. Un mestizaje, sin embargo, donde lo occidental era el analogado principal: el origen occidental y europeo. Todo lo distinto se debía acercar y adecuarse (con algunas notas no europeas) al discurso hegemónico occidental. Un sistema y narrativa no segregador, sino de blanqueamiento.

Y si el actual régimen político mexicano quiere recuperar este viejo nacionalismo mexicano con más notas no europeas, más condimento, el régimen anterior de la transición democrática fue aún más torpe. El discurso neoliberal es uno ahistórico.

Si las mentiras históricas justifican al nacionalismo revolucionario, el neoliberalismo negó la historia. Pretendía basar su legitimidad en la eficiencia económica, la reducción de la pobreza y formación del Estado de Derecho. Por eso, cuando las fuentes de legitimidad económica fracasaron, regresó el viejo discurso nacionalista mexicano.

Así que mientras el régimen post revolucionario y su regeneración del partido MORENA viven en la primera etapa de bronce, los neoliberales son adolescentes que solo reaccionan. Y México vive entre la reacción y el retroceso.

Quizás valdría la pena formar nuevas identidades críticas.