A mis 17 años vi la película La misión (Roland Joffé, 1986) y quedé enamorado de la acción misionera de los jesuitas (¡y de la música de Ennio Morricone también!). Muy probablemente aquellas “lágrimas en el templo de San Francisco” (al respecto, ver la segunda entrega de esta serie de artículos sobre mi vida de piedad) también fueron inspiradas por el ejemplo de caridad y martirio de los hijos de San Ignacio de Loyola. Recuerdo que la segunda vez que la vi me causó un mayor impacto, por lo que busqué libros sobre la historia de la Compañía de Jesús y su fundador. Desde ese momento, cuando transitaba mis 23 años, creo que puedo decir que comencé a ser ignaciano. Y aunque a lo largo de mi vida no tuve una continuidad formativa en dicha espiritualidad, he pasado por épocas de mayor intensidad en la cual he leído mucho sobre ellos y he estado acompañado espiritualmente o he sido influenciado por algún jesuita. Me gustaría dedicar esta entrega a mostrar un breve repaso de estos primeros momentos, pero dejando el último (el actual) para el cierre de estas semblanzas.
El tema principal de la película La Misión es el “Oboe de Gabriel”, el cual no solo me ha parecido una de las melodías más hermosas que he escuchado en toda mi vida sino que no me canso de hacerlo. Esta canción también me transmite la emoción de la vida cristiana misionera. Esa sed de almas, de evangelizar; que no se reduce, tal como nos muestra el film, a la sola conversión de nuevos pueblos sino de valorar su cultura y ofrecer a esta todo lo bueno de la civilización europea.
Pero la trama de La Misión también tiene el atractivo del tema del despertar espiritual, de cómo un soldado se hace jesuita y pasa de esclavizar a los indígenas a cuidarlos y dar la vida por ellos. Un hombre de armas que se hace religioso inevitablemente nos lleva al camino recorrido por San Ignacio. No recuerdo bien cuál biografía leí pero esta tenía también una breve historia de su orden religiosa, de modo que pude admirar a los primeros compañeros de Iñigo de Loyola entre los cuales quedé fascinado con San Francisco Javier (por todo lo relativo a la inculturación) y continuadores de la labor misionera en Asia como Matteo Ricci (siervo de Dios que usaba la ciencia para atraer a los chinos al cristianismo).
Las historias de grandes y radicales conversiones espirituales siempre me han atrapado, probablemente por el gran impacto que tuvo la película Star Wars (George Lucas, 1977) en mi niñez. Leer la vida de San Ignacio era conmoverme por otro “viaje del héroe” (Joseph Campbell), pero pasando de la ficción a la realidad. Una realidad cercana a mi tradición y fe cristiana que venía cultivando desde que nací y que ahora podía ser imitada. Mi cosmovisión cristiano católica, consolidada intelectualmente con la lectura de los documentos del Concilio Vaticano II, entre otros (al respecto, ver mi anterior artículo), ahora tenía un modelo a seguir.
Antes había sentido devoción por otros santos, entre ellos San Martín de Porras y San Francisco de Asís (por su humildad y pobreza), pero ahora conocía uno que no solo tenía estas virtudes sino que decidió cultivar los estudios para hacer más eficaz su labor evangelizadora. Y fue en la universidad que nace la Compañía, en aquella institución del cual había quedado totalmente enamorado al estudiar el pregrado en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Academia y fe, ciencia y espiritualidad; todo tenía sentido para mí justo en el momento de mi vida en el cual había decidido dedicarme a la docencia e investigación.
San Ignacio y la Compañía de Jesús tuvieron otro gran atractivo al leer su historia: la labor educativa y su gran preocupación por las injusticias sociales y políticas. No dudo que la caridad cristiana me había llevado por el camino de buscar respuestas a la pobreza de mi país y el mundo en mi temprana adolescencia, y fue esta búsqueda la que me hizo estudiar Ciencias Políticas. En “La Misión” los jesuitas mostraban la predilección por “los más pequeños” (Mateo 10, 42), y al leer sobre el padre Pedro Arrupe (Prepósito General de los jesuitas desde 1965 hasta 1983) quedé impresionado por su radicalidad en la Congregación Nº 32 (año 1974) al afirmar: “Los compañeros de Jesús no podrán oír “el clamor de los pobres”, si no adquieren una experiencia personal más directa de las miserias y estrecheces de los pobres” (Nº 5). Posteriormente leería los textos de las Conferencias del Episcopado Latinoamericano de Medellín (1968) y Puebla (1979) en los que aparece la “opción preferencial por los pobres”. Al conocer a los jesuitas podía ver estos principios hechos vida y desde ese momento se puede decir que se consolidó mi identidad ignaciana.