Si ha un lugar donde se puede encontrar el corazón y el sentimiento más profundo de cualquier familia, ese lugar es la cocina.

Sea en una casa de pueblo, una mansión o masía, en un pequeño apartamento monoambiente o en un apartamento en la quinta planta, o en la novena, en un local reconvertido en vivienda o en un pareado, en cualquier vivienda que tenga un lugar donde hacer la comida, donde procesar alimentos, ese es el lugar donde se cocina la vida de una familia.

En la cocina no solo hay una mesada, un horno, una vitrocerámica o unas hornallas, un microondas o un anafe, en una cocina hay amor, hay odio, hay pasión. Por las cocinas entra la luz de la mañana, o de la tarde, pero casi siempre entra luz, aunque sea de un triste tubo fluorescente gastado o una lámpara de leds. En una cocina hay luz porque los que la habitan comparten pasiones.

En las cocinas hay intensidad, hay discusiones sobre el pasado, el futuro, en las cocinas se inician planes de inversión, en las cocinas se lloran las pérdidas y se felicitan los éxitos, en las cocinas se comparten recetas centenarias y se ocultan secretos, en las cocinas las familias crecen y también se separan.

En las cocinas el amor toma su mayor dimensión cuando las madres se abren en canal, cuando los padres lloran y pierden su carcasa de malaquita, en las cocinas de nuestras casas nos volvemos vulnerables, nos ablandamos y compartimos intimidades hablando en voz baja, con el extractor de fondo, en las cocinas hay tensión sexual cuando las parejas empiezan y cuando les da la gana, en la cocinas, nos emocionamos recordando las comidas que nos hacía mamá, las comidas que ya no volverán por culpa del cáncer. En la cocina lloramos de alegría porque María está embarazada, porque Andoni se va a casar, porque nos seguimos queriendo a pesar de ser quienes somos.

No hay lugar en la casa que tenga más recuerdos y más intensidad que donde se cocina, donde se desayuna y se cena. He pasado por muchas cocinas y todas, absolutamente todas guardan recuerdos profundos para mí. Recuerdo la cocina de la casa de mi abuela Margarita, con ese olor a frito, con esas sopaipillas recién hechas y mi abuela charlando con mi tía Violeta, cebándole mate todo el tiempo mientras ella planchaba, recuerdo las paredes de adobe, muy parecidas a las de la casa de mi abuela María, haciendo el pan, con el brasero a los pies en invierno, dejando la masa leudar al calor de las brasas.

Recuerdo la cocina de la casa de mis padres, más moderna, pero con la misma luz entrando por la ventana cuando les dije que me iba a estudiar fuera, cuando volví y les presenté a mi mujer. Recuerdo las hornallas de gas, con sus llamas azules y cómo calentábamos las empanadas para cenar mientras mi hermano nos contaba que le habían ascendido en la empresa, que se quedaba a vivir en otra ciudad. Recuerdo (y sigo visitando siempre que puedo) la cocina de la casa de mi hermano, que es tan grande como un salón y donde compartimos cosas ricas con mi sobrino cuando sus papá están trabajando. Charlamos de la vida, del deporte, de Anouk su perro, nos ponemos al día y compartimos las recetas de mamá, las recetas que conserva mi hermano mayor, las recetas que aprendió desde la última vez que nos vimos, las que traigo yo de Europa, nos reímos y también lloramos.

Y con todo este bagaje de cocinas ¿cómo no iba yo a esmerarme por conservar la tradición? He pasado por muchas cocinas a través de los años y solo tengo buenos recuerdos de la cantidad de decisiones y emociones que he vivido en cada una de ellas, en Metz, en Madrid, en Tudela, en Pamplona y en La Vid. Como en la casa de todos, nuestras cocinas han sido y son el lugar donde los mayores eventos se han velado, hemos verbalizado embarazos, éxitos y fracasos familiares y laborales, inversiones y pérdidas, todo ha pasado por esas cocinas de las que guardo detalle de cada azulejo, de cada cerámico y la disposición del horno, de la vitrocerámica o la cocina Bilbaína.

Últimamente he decidido sacar fotos de la cocina en distintos momentos, quiero que esa luz no solo se quede en mi retina, en mi recuerdo, quiero levantar a lo más alto el lugar de la cocina por encima de todos los demás lugares de la casa. Una vez nos dijo uno de los profesores de la universidad: la cocina es la industria de vuestras casas, porque es donde se procesan materias primas para obtener productos elaborados.

Suena muy mecánica la descripción y lo es, a mí me gusta pensar que no solo procesamos materias primas, también creamos y moldeamos nuestras vidas allí. La cocina del pueblo es donde moldeo mis novelas, donde repito en voz baja las canciones que después serán grabadas, donde lloro a mi mamá más a gusto, porque no la conoció, porque le habría encantado esa cocina. La cocina de la casa es siempre el lugar donde creamos el futuro de nuestra familia, donde decidimos las cosas gordas con un té o un café de por medio, donde nuestros hijos aprenden las lecciones más importantes, porque es ahí donde las repetimos una y otra vez.

Las casas no son casas sin cocina, no serán nunca un hogar, porque la cocina es uno de los lugares más importante de nuestras vidas, sino el más importante. Desde que nacemos hasta el fin de nuestros días, la cocina.

Un punto de encuentro.