Cabe señalar que durante los años del boom tuvo lugar una confusión. Se supuso que por el éxito comercial, o que por la resonancia mediática de un libro, el tal libro era un gran libro, a veces, una obra maestra. Aunque tales parámetros de lectura puedan servir para poner en movimiento la maquinaria de la moda, e incluso en nuestros días, de la política, no sirven para la literatura. Y no deberían servir para la política: lo que interesa a la Historia, lo mismo que a la crítica, es una reflexión sobre aquello que sucede y se escribe.
Por eso la Historia, incluida la Historia literaria, depende de la inteligencia y sensibilidad del historiador, pero es deudora también de lo que he llamado aquí el fuera de campo, pero que también se puede entender como el contexto: los orígenes del crítico, historiador o escritor; su formación intelectual, sus influencias y el conjunto de condicionantes que dan forma a su discurso. El crítico y el historiador y el escritor no son neutrales, como sabemos, pero su trabajo consiste en analizar y explicar críticamente una obra, y explicar por qué debe ocupar el lugar que se le quiere hacer ocupar.
En la biografía que Carme Riera dedica a Carmen Balcells, publicada en 2022, no tiene lugar un proceso reflexivo semejante, pues la autora se dedica a exponer cómo trabajaba Balcells, es decir, cómo vendía manuscritos. Tampoco en las memorias de Carlos Barral puede apreciarse un filón crítico que sostenga su interés en ciertas obras, pues Barral se ocupaba básicamente de vender libros. Es sumamente interesante comprender cómo el contexto que rodea a los libros influye poderosamente en los mismos libros, pero a menos que traicionemos a la lucidez e inteligencia no se puede juzgar un libro por su portada, o por el número de ejemplares vendidos. No da lo mismo comprar o vender un libro que leerlo; y leerlo con atención, de tal manera que seamos capaces de asociar ese libro con el contexto del que proviene y con otros libros.
Alfonso Reyes apuntaba que el primer nivel de la crítica literaria era justamente ese que acabo de señalar: poner en contexto un libro. El otro, más avanzado, se refiere al juicio, a darle un lugar, mejor o peor, según la pertinencia y claridad del juicio, y según, obviamente, el valor del libro. ¿Se ha hecho tal cosa con los autores del boom? Sospecho que no, pues su lectura crítica necesariamente debería pasar por una contextualización más atinada y, finalmente, por una valoración contrastada con los otros libros que se escribieron por autores de la misma generación.
Borges decía en “Funes el memorioso” que la fama es una incomprensión, y quizá la peor. Claro, sentenciaba así antes de volverse él mismo famoso. ¿por qué hemos de desechar primariamente lo que aplaude una multitud? En verdad, antes que escuchar los aplausos es necesario escuchar las palabras, nuevas o antiguas, que nos ayuden a fundar nuestro juicio. Me fío, todavía, de los razonamientos antes que de las estadísticas. De ahí se desprende que la crítica de libros sea necesariamente una filosofía de la escritura, o más llanamente, una filosofía. ¿Qué tipo de filosofía crítica nos exigen los tiempos que corren?
Me gusta pensar, como Fernand Braudel, que somos hasta cierto punto víctimas de una historia inconsciente: nuestros pensamientos y nuestros juicios han sido prefabricados durante cientos de años, es decir, somos prisioneros de nuestra cultura. Sin embargo, a pesar de este condicionamiento, creo todavía posible actuar y pensar en base a una ética-estética que apunte a su vez al conocimiento de la realidad. Para no ponerme pedante, quisiera señalar que la lectura es una actividad viva, es decir, que en la medida en que devolvemos el libro a su contexto, podemos escuchar la voz del autor desde el mundo del que proviene y podemos, por lo tanto hacernos una idea del mundo del autor y del autor mismo. Sólo a través de este procedimiento podemos distinguir la estética de un libro, además de su ética. Por ejemplo, cuando leemos Relámpagos de agosto, novela de Jorge Ibargüengoitia que fue premiada por Casa de las Américas en 1962, advertimos que el texto es un discurso irónico sobre los héroes de la Revolución mexicana.
Nos reímos, porque comprendemos que el autor tiene el valor y la audacia de criticar risueñamente los grandes nombres de su pasado inmediato. Es un ataque a la solemnidad del poder, siempre temeroso de las debilidades que los críticos puedan advertir y que suscitan, entre otras reacciones, la risa. Para decirlo en corto: Ibargüegoitia muestra a los generales como unos mentirosos, preocupados por sus propios intereses, pero empeñando constantemente el nombre de la patria y de la revolución.
Un poco anterior es La muerte de Artemio Cruz que muestra un escenario similar: los que hicieron la revolución la han traicionado. Sin embargo, la novela de Fuentes carece de este componente irónico, humorístico, que posee la escritura de Ibargüengoitia. Es una novela bien escrita, pero excesivamente seria. Devueltos a su contexto, los años sesenta en México y Cuba -Fuentes escribió el libro en Cuba- lo que tenemos es un discurso cómico y otro dramático sobre la misma Revolución. Creo que la comedia es más difícil, siempre que la comicidad exprese una crítica del poder y una simpatía por los débiles. Chaplin, Cantinflas, Woody Allen…
Quisiera señalar que mi perspectiva crítica permanece abierta, es decir, no pretende una redención de la cultura latinoamericana, aunque reconoce sus terribles dolores, ni intenta ceñirse al predominio del inconsciente -del surrealismo revolucionario que provoca una enorme atracción- o del realismo racionalista; la perspectiva cultural o crítica de la que pretendo partir hace un camino que posiblemente le hubiera interesado a George Gadamer: quisiera escuchar a los autores, intuir sus motivaciones, sus problemas y tratar de comprenderlos.
¿Podría juzgarlos? Sólo en la medida en que me juzgo a mí mismo, es decir, sólo en tanto las lecturas me interpelan sobre mis acciones y mis ideas y mis formas de relacionarme con los otros y con los lenguajes de los otros. Eso significa que los textos influyen enormemente sobre las personas, pero lo que hace un crítico es responder a ese texto, influir, a su vez, en el poder que el texto pretende ejercer sobre el lector. Tiene todo el carácter de un duelo, como lo percibió Roberto Bolaño en aquella escena de Los detectives salvajes en que el novelista y el crítico se enfrentan con espadas en una playa de Cataluña.
Es un duelo de ideas, sentimientos, intuiciones. No pretendo explicar un texto sino dialogar agudamente con él, que es lo mismo que dialogar con el mundo del que proviene y con la cultura que lo ha hecho posible. Si he señalado ya las contradicciones en las que incurre la historia que se ha escrito sobre el boom, quisiera pasar a comentar brevemente el texto de Pablo Sánchez dedicado a este momento literario, La emancipación engañosa, de 2009. Escribe Sánchez: “El boom fue una desconcertante e inesperada etapa del sistema literario latinoamericano que de forma subsidiaria generó también un episodio específicamente español”.
En la crónica y crítica que traza Sánchez sobre el papel de los críticos aquellos años podemos captar la importancia de la revolución cubana, la forma en que la revolución operó en la creación de una idea de Latinoamérica y cómo esa idea se trasladó al campo literario. Convertidas las literaturas nacionales en una sola literatura latinoamericana, en apariencia el poder de las metrópolis hubiera dejado de existir. Pero tal cosa no sucedió: para comenzar, La Habana intenta controlar la literatura regional a través de Casa de las Américas, bajo la influencia del crítico y poeta Roberto Fernández Retamar. Cuba premia, invita, censura. Así mismo, México, a través de sus revistas, como La cultura en México, dirigida por Fernando Benítez, intenta definir lo que se entiende en ese momento por literatura latinoamericana. Con una intensidad nueva, Barcelona pretende cumplir el mismo papel: el premio Seix Barral quiere mostrar lo que representaría mejor a la región.
Estas tres capitales coexisten en medio de un intercambio y simpatía de jugadores -de escritores- que al mismo tiempo son publicados y comentados en París por Emir Rodríguez Monegal, a quien la Revolución cubana considera no solo un adversario, sino un enemigo. Esta es, a grandes rasgos, la época entendida desde sus centros culturales y sus críticos. Tal como la cuenta Sánchez, la definición de lo que significaba relevante implicó una disputa encarnizada, no obstante el aire relativamente festivo que parece predominar. Sirve, por lo tanto, apelar al cosmopolitismo, como lo hacen los escritores exiliados en Europa, o al espíritu revolucionario, como lo hacen casi todos en ese momento de calentura, a excepción de unos pocos, como Octavio Paz que ha sido ya desengañado por su propia revolución; vale, también, apelar de manera tácita a la victoria comercial, que recorre subterráneamente los criterios mediante los cuales se presta atención a un texto o se lo critica…
Al parecer, el principal crítico literario de estos años sobre los que hemos vuelto la mirada es Ángel Rama. Pero sobre su trayectoria trazaremos una reflexión en una tercera y última entrega.